La química del odio vs. la ceguera de la razón: una respuesta al Jefe de Gabinete
Por Manuel Fontenla para La tinta
Hace unos días, el jefe de gabinete, Santiago Cafiero, publicó una nota de opinión en la revista Anfibia titulada “La química del odio”. Mi primera lectura fue, como se dice, a vuelo de pájaro, como por arriba, pero, así y todo, me causó una clara sensación de “malestar freudiano” que no pude identificar al instante. Al día siguiente, volví a releerla de manera detenida, con la misma sensación, pero sin saber todavía por qué. Pasaron dos días más, hasta que (mientras releía un texto del filósofo Enrique Dussel) pude identificar ese malestar.
A priori, la nota de Cafiero es muy sensata, señala los riesgos que representan para la democracia los discursos del odio que se ven intensificados día a día en la vida pública y política argentina. Dejando de lado al ciudadano Santiago Cafiero y asumiendo el lugar político institucional que ocupa como Jefe de Gabinete de Ministros, quisiera reflexionar sobre la concepción de democracia y política que parece sustentar su lugar de enunciación, y específicamente, señalar un grave, enorme peligro, que subyace en ella.
Racionalidades y puntos de vistas
Permítanme ingresar al asunto por una tangente, a saber, la lectura de Dussel que estaba realizando hace unos días. Es un texto clásico, introductorio, uno al que suelo volver todos los años al inicio de clases, se titula “Europa, modernidad y eurocentrismo”. No voy a profundizar mucho en él, señalar solamente una idea. Para Dussel, la modernidad (digamos, la ilustración, la racionalidad, el poderío de la razón, su certeza, sus ideales de justicia, humanidad, derecho, política, sociedad civil, democracia) tiene, como una de sus características principales, un núcleo racional al interior, uno potente y absoluto, capaz de garantizar la “salida” de la Humanidad de su estado de inmadurez, una razón “emancipadora”, no provinciana, sino “universal”. No obstante, he aquí la tesis dusseliana (y por muchxs otrxs compartida y estudiada), esa modernidad tiene también, hacia el exterior, un proceso irracional de violencia, colonización y genocidio. Pero (este pero es muy importante), lo esencial de la modernidad es que la razón oculta, niega, esconde, incluso, se olvida, de esa otra cara, de esa violencia irracional que es parte constitutiva de su historia y su génesis. Este carácter de la modernidad ha sido muy analizado, sobre todo, en sus consecuencias como lugar de enunciación, como razón de estado, como fundamento de la política.
Otro importante intelectual latinoamericano, Castro Gómez (tocayo de Cafiero), señala que la certeza del conocimiento racional de la modernidad, sólo es posible en la medida en que se asienta en un punto de observación inobservado, previo a la experiencia. Es decir, quien enuncia, supongamos, el jefe de gabinete, es el observador que observa el mundo desde una plataforma inobservada de observación. Parece un trabalenguas, pero no lo es. Con el fin de generar una observación veraz y fuera de toda duda la ciencia moderna occidental se sitúa fuera del mundo (en el punto cero) para observar al mundo. Pues bien, mi sospecha es que el Jefe de Ministros, vocero político ideológico del Gobierno que conduce el Estado, observa la química del odio desde un punto cero, desde afuera del mundo, desde la racionalidad moderna, es decir, observa la química del odio desde un lugar, que, por definición, oculta toda su propia historia y su propio presente de irracionalidad violenta. Intentaré argumentar esto.
Negacionismo democrático
El texto de Cafiero comienza con una dicotomía harto clásica (y tal vez, a esta altura, ¿ya anacrónica?), la de Dictadura vs. Democracia. Desde esta contraposición, se pregunta: “¿Qué clase de crueldad puede llevar a alguien a torturar y asesinar salvajemente niños de 15 años? ¿Qué clase de crueldad puede llevar a alguien a torturar y asesinar a cualquier persona?” Por supuesto que, a la pregunta retórica, responde con una afirmación retorica: “Hay actos que desnudan el alma de un sector de la dirigencia política, cultural y económica de nuestro país”.
Para Cafiero, hay una línea de conexión entre la vocación de muerte de la dictadura y los muñecos colgados frente a Casa Rosada; hay un sentido compartido, una línea que conecta y encierra esa violencia como una violencia profundamente antidemocrática.
Ahora bien, ¿desde dónde se enuncia esa posición, esa mirada? ¿Desde dónde puede hablar el gobierno actual de violencia contra la democracia? ¿Acaso solo la violencia de “ese sector con el alma desnuda de odio” es la única antidemocrática? ¿Solo la violencia que se conecta con y que nos retrae y recuerda a la Dictadura es la única violencia antidemocrática? ¿Desde qué lugar se puede preguntar el jefe de Ministros (subrayo su lugar institucional y político) por la crueldad de los pibes de 15 años asesinados en la dictadura, sin mencionar, explícitamente, a los pibes de 15 años asesinados por la policía y los funcionarios responsables que son parte de su gobierno? ¿Es realmente posible mencionar una violencia sin la otra? No digo mencionar todas las violencias, como si fuera una competencia de corrección política. Pero sí preguntarse si, a esta altura de los hechos (los hechos públicos y masivos de violencia institucional actual), se puede denunciar unas y silenciar otras.
Hay un punto que es siempre el puerto de seguridad de la “justicia política”. Es un punto extremo de comparación, es el lugar incuestionable donde radica la “autoridad ética” traficada como autoridad política: la dictadura militar. Mientras los gobiernos progresistas tengan una vara para diferenciarse de las dictaduras, su democraticidad está asegurada. Su sentido de la justicia es incuestionable. Pareciera que, al fin y al cabo, lo grave no es la acción, “torturar, matar y tirar al mar a pibes de 15 años”, sino lo grave es quien lo hace, los militares. Los milicos son el Otro por antonomasia del peronismo. Las torturas, muertes y gatillo fácil de pibes de 15 de hoy no cuentan para la vida política, porque la policía no es el otro del peronismo, porque la policía no es el otro-antagonista de la democracia, porque la policía no pone en jaque el fundamento metafísico de un gobierno democrático, solo los militares.
La policía y sus muertos, gendarmería y sus muertos, los patrones de estancias y sus muertos, los incineradores y sus muertos, los extractivistas y sus muertos, no afectan la racionalidad del gobierno, no tocan su sentido de la justicia, no conmueven su ética, no atraviesan su coraza impoluta de democraticidad. Esas muertes son el lado irracional de la razón progresista, su lado oculto y, por constitución, negado. Todas esas violencias y esas muertes son el punto inobservado de la razón progresista actual.
En otras palabras, la nota de Cafiero transparenta, de manera contundente, la ceguera de la razón de gobierno. La ceguera de un Gobierno que, con todos sus aspectos democráticos, justos, progresistas (que, sin ninguna duda, lo diferencia tajantemente del macrismo y muchísimo más de cualquier gobierno dictatorial), sin embargo, niega la violencia irracional que ejerce. ¿Desde qué lugar se puede enunciar con tamaña “ingenuidad” (para no decir obscenidad) un punto de vista neutral, racional y abstractamente justo frente a las violencias de hoy? Pues desde el lugar que habita el Jefe de Ministros, el lugar universal y abstracto de la razón política moderna, un lugar sin territorio, sin suelo, sin experiencia, en una palabra, desde un lugar apolítico y sin dolor.
La astucia de la razón, un destino –trágicamente- conocido.
La nota de Cafiero cierra con una invocación, por demás problemática y alarmante, una invocación a construir un “destino común”: “Desde el fin de la más siniestra dictadura de que tengamos memoria, nuestro compromiso es inclaudicable: la vida democrática como modo de dirimir las diferencias, la solidaridad, la concordia y la fraternidad como argamasa para construir una sociedad más justa, más equitativa y más amable, en la que todos podamos ser creadores de un destino común”. Detengámonos para cerrar sobre este punto.
La racionalidad política moderna ha sido criticada desde muchas corrientes de pensamiento, entre las cuales, ha destacado la Escuela de Frankfurt. En uno de sus últimos libros, Eduardo Grüner relee y analiza parte de esta tradición. Allí señala que, de las diversas racionalidades de la modernidad, el resultado de la oposición entre la racionalidad formal (la ratio calculante de la pura adecuación entre medios y fines) y la racionalidad sustancial (la razón “con arreglo a valores”) fue la primera la que se convirtió en estructura nodal de la modernidad capitalista.
Ahora bien, como apunta Grüner, para Adorno y Horkheimer, no se trata de un sistema de oposición binaria entre dos formas exteriores de racionalidad, sino de un conflicto interno a la razón como tal, conflicto sobredeterminado por la base material de las relaciones de producción. Esto significa, que la instrumentalidad de la razón solo puede desplegar toda su potencia cuando queda inscripta en la trama lógica misma de un modo de producción que lleva la “racionalidad del cálculo”, de un mero “instrumento” a la sustancia metafísica de un sistema orientado hacia la ganancia y la rentabilidad. No se trata, señala finalmente Grüner, de una lógica estrictamente tecno-económica en el sentido estrecho del termino: es la manera de ser en el mundo de los sujetos, que atrapa en sus redes la subjetividad social misma, naturalizando la alienación hasta el punto de que pareciera hacer imposible toda ilusión de una diferencia.
Desde esta mirada crítica, una pregunta incomoda e inevitable se nos impone: ¿cuál es el “destino común” de esta racionalidad? Pues, en el siglo XX, la respuesta es bien conocida: totalitarismos y genocidios. Y en los inicios de este siglo XXI, su destino no parece variar, más bien, profundizarse.
Este resumido apunte sobre la crítica de la racionalidad es fundamental para comprender el último aspecto desde el cual se enuncia la política como futuro para el actual gobierno, en palabras de su vocero, el Jefe de Ministros.
El señalamiento es claro. No solo que la neutralidad, la abstracción y la universalidad de la razón son una ficción, una imposibilidad, sino que, muy por el contrario, la racionalidad actual se inscribe y potencia en un determinado sistema productivo de explotación.
Volvamos a las palabras de Cafiero: justicia, solidaridad, fraternidad, “destino común”, todo esto, desde una invitación a “dirimir diferencias”. Ya lo he señalado anteriormente, desde qué lugar se puede realizar esta ingenua invocación, sino desde el lugar del observador inobservado, desde el lugar de una razón neutra y universal. ¿Qué soberbia puede hacerle creer al gobierno que es capaz de entenderlo todo, de juzgarlo todo, de conocer y valorar y comprender todos los modos de vida diferentes, todos los tipos de solidaridad que se pueden construir en nuestra inmensamente compleja realidad argentina? ¿Qué sabe este gobierno de la solidaridad mapuche, de la fraternidad kolla, que sabe este gobierno de “la diferencia” que se arroga nombrar?
Y más aún (“más aún” por su importancia y su gravedad y su urgencia), ¿qué sabe este gobierno de un “destino común”? ¿Qué clase de tamaña ingenuidad y arrogancia le puede hacer creer que “su” destino común es el destino de todos nosotros? ¿Qué parte de su ciega razón no le permite comprender que el destino de Chubut NO es la megaminería? ¿Que el destino de Mendoza NO es el fracking? ¿Que el destino de las provincias del NOA no se encarna en la providencia estatal de sus patrones de estancia (autoritarios, feudales y antidemocráticos) al mando del gobierno? ¿Acaso hace falta ser más explícitos? No, señor Jefe de Ministros, una enorme parte de esta sociedad no quiere su “destino común” de “desarrollo” a base de mega-factorías porcinas, de glaciares destruidos, de provincias incendiadas, de policías asesinos e impunes, de mujeres muertas y niños desnutridos, de comunidades desalojadas y campesinos perseguidos. Y señalar esto, insistir en el lado irracional de la violencia de Estado, no nos convierte en antidemocráticos ni en fachos, ni en promotores de la dictadura.
De algún modo, su proclama es sana, el discurso el odio es muy peligroso, desgarra el tejido social, lesiona la democracia, imposibilita la convivencia. Que el gobierno tome posición, y acciones, para frenar ese discurso del odio es urgente y necesario. Pero igual de peligroso es que el gobierno se arrogue la capacidad (la autoridad) de definir cuál es el destino común de la sociedad, cuál su racionalidad, cuáles sus sentidos de la justicia. La hegemonía es, por excelencia, la disputa abierta por los sentidos de la sociedad, por sus futuros. En el momento en que un gobierno se arroga el derecho de cerrar esa disputa, la hegemonía se convierte en totalitarismo. Bajo este signo, lo más característico, lo más peligroso de la razón política progresista es su lógica de los opuestos. La única lógica posible para la modernidad es cero o uno, blanco o negro, democracia o dictadura, racionales o irracionales, fachos o progres, gorilas o compañeros, la lista es infinita. Lamentablemente, su lectura (¿y la de su gobierno?) de la sociedad no sale de esa lógica, por el contrario, la reproduce y la magnífica, la ubica en una nueva dicotomía, en una nueva polarización: odio irracional de un lado, sentido racional de la justicia del otro.
Ellos encarnan el Mal, ustedes el Bien. En esta lógica, no hay lugar para la democracia, no hay lugar para las diferencias, no hay lugar para disputar políticamente los futuros que queremos. Si la democracia depende de la disputa entre “la química del odio” vs. “la ceguera de la razón”, difícilmente, haya futuro o algo común por lo que luchar políticamente.
*Por Manuel Fontenla para La tinta / Imagen de portada: Alina Najlis.