María Soledad Morales: fue feminicidio

María Soledad Morales: fue feminicidio
9 septiembre, 2020 por Verónika Ferrucci

Se cumplieron 30 años del femicidio que marcó la década del 90 y que expuso las tramas estructurales del sistema político, judicial y policial encubridor y patriarcal en Catamarca. Recordamos las primeras marchas que se realizaron en el país por un feminicidio y como la juventud en las calles y la resistencia popular pusieron en jaque a una provincia gobernada por un feudo.

Por Verónica Ferrucci

30 años pasaron, nos llevó mucho tiempo ponerle el nombre de feminicidio, disputamos en las calles leyes que sancionen la violencia machista y que formen a los poderes del Estado en perspectiva de género, y aun así, se nos siguen escapando las palabras y las vidas de compañeras. El Ni Una Menos cambió nuestra historia, se inscribe sin lugar a dudas en la genealogía que traza el caso de María Soledad.

En este aniversario, conversamos con Flavia Cuello y Milvia Carram, ambas son de Catamarca y actualmente viven en la ciudad de Córdoba. Cuando asesinaron a María Soledad, estaban en el secundario. Hicimos una video llamada y apenas empezamos, Milvia emocionada mostró una foto a través de la pantalla: era de una actividad previa a una de las marchas por María Soledad. Cuenta que durante todo el día de ayer estuvieron trayendo a la memoria esos momentos de dolor y organización a través de un grupo de WhatsApp con compañeres del secundario.

Nombrarte, memoria feminista

Maria Soledad tenía 17 años, vivía en la capital catamarqueña, era la segunda de siete hermanos de una familia de clase media y cursaba el último año en el Colegio El Carmen. Un 8 de septiembre de 1990, apareció asesinada al costado de una ruta, a pocos kilómetros del centro de la ciudad. Dos días antes, había estado en una fiesta organizada para recaudar fondos para el viaje de egresadas. Casi inmediatamente a la aparición de su cuerpo, una verdad circulaba entre las calles de la ciudad: había sido entregada por su novio, Tula, a un grupo de jóvenes pertenecientes a familias del poder político local.

Su cuerpo fue desfigurado, quemado con cigarrillos, fracturado, ultrajado en múltiples formas. La autopsia confirmó múltiples violaciones y exceso de cocaína. Un mensaje fue inscripto en su piel por las élites políticas y las masculinidades hegemónicas que configuraban un escenario de cofradías, crímenes, corrupción e impunidad.

Hay una imagen en la memoria social de quienes fuimos jóvenes en los 90, todas crecimos con el miedo de que nos pasara lo mismo que a María Soledad. Vimos la película, hablamos en la escuela del caso. De algún modo, fue nuestra educación sexual que la configuró desde un modelo de moralidad, aprendimos rápidamente lo que no se debía hacer para “terminar” como ella. El morbo del caso convivía con un grito de dolor. No era un crimen pasional, era un crimen político que evidenciaba las tramas estructurales que permitían que se produzcan y naturalicen.

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La organización juvenil en la calles

Flavia es docente, en ese momento estaba en 2° de la escuela Normal, lo primero que recuerda es que era un lunes y estaba en el colegio. Las compañeras de María Soledad empezaron a organizarse y luego se sumaron otros colegios. “Teníamos la necesidad de estar, al principio no nos dejaban ir a las marchas, habían muchas sanciones sociales, familiares e institucionales para quienes se sumaban. Luego de tres semanas, comenzamos a participar más allá de todo. Y eso nos cambió para siempre”, afirma.

Milvia, quien ahora trabaja como psicóloga, iba a primer año al mismo colegio que María Soledad, y trae un recuerdo con mucha claridad: “Yo estaba en el colegio cuando nos dijeron que nos teníamos que retirar. No me quería ir, fui a tomar agua a la cancha, quería demorar el tiempo. En ese momento vi a María Elena, una de las chicas del curso de Soledad, con sangre en la mano. Le había pegado una piña a una ventana. Estábamos llorando y con mucha bronca”.

La primera marcha del silencio fue al día siguiente y se hizo desde la escuela. Milvia no recuerda mucho porque no la dejaron participar, pero le preguntó a otra compañera. “La Pelloni no las dejaba salir a marchar por miedo a que hagan mucho lío, por la bronca que tenían, por eso acordaron que sea en silencio”, cuenta sobre la monja Marta Pelloni, directora de ese colegio y quien se volvió la cara visible de la lucha por Justicia. En esa primera marcha, cuando las compañeras de Soledad salieron de la escuela, las estaban esperando afuera los centro de estudiantes de otras instituciones. Las compañeras tenían claro que si no salían a las calles el destino de ese crimen sería la impunidad, era una memoria aprendida en una larga historia de opresiones.

A las pocas semanas ya habían conformado la Juventud catamarqueña (JU. CA), donde confluyeron chicos y chicas de distintas escuelas. Ahí se conocieron las entrevistadas. “Eran los 90, teníamos 13 años, mezclábamos el transitar de la adolescencia con la construcción de un espacio político. Salíamos de la escuela, tomábamos la leche, algunas veían ´Jugáte Conmigo´ mientras armábamos los afiches para la marcha. Entre romances, se armaban los discursos que leíamos al final de la marcha, a la par que nos juntábamos con adultes para conversar”, recuerda Milvia.

El impacto del silencio y el duelo de la gente caminando permitió que se sumen muchas personas. Hasta ese momento, no había pasado nunca, ni con marchas por los derechos humanos. Para ellas, este momento fue la rebelión catamarqueña, y remarcan que quienes le pusieron estructura y forma organizativa, eran militantes políticos de los 70´ por un lado, y por otro, quienes venían de la militancia tercemundista.

Las marchas llegaron a reunir más de 30 mil personas, salían desde la escuela hacia la Catedral donde se leía un un discurso y finalizaban cantando: “Vamos a vencer”. Se ríen mientras cuentan que en ese momento no tenían ni idea de lo que significaba, hoy cobra otro sentido si lo pensamos desde los feminismos.

Aunque tenían entre 14 y 15 años, eran amenazadas por teléfono, a un compañero le dejaron un perro muerto en la puerta, les pintaron con amenazas la puerta de donde se juntaban. La policía tenía fotos de ellas, las tenían “marcadas”. Ambas coinciden en que se sentían a salvo en las calles, la trama juvenil las sostenía. Esa generación tuvo la fortaleza de delinear otros horizontes para lo que vino después. No recuerdan con exactitud el año, pero realizaron una Marcha Nacional por María Soledad y contactaron a familiares de chicas asesinadas. Eran los 90 y comenzaba a gestarse un camino de Justicia.

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Los juicios

En 1989 habíamos visto en cadena nacional el juicio a Carlos Monzón por el femicidio de Alicia Muñiz, un espectáculo que sentó las bases de un nuevo discurso social sobre la violencia hacia las mujeres. Con María Soledad era la primera vez que el país tenía en las noticias el asesinato de una joven de clase media y de una provincia del “interior del interior”.

El proceso judicial duró 8 años y estuvo plagado de errores y cadenas de encubrimientos que involucraron a funcionarios municipales, provinciales y nacionales. Dos juicios por los que pasaron más de 300 testigos y 14 jueces, uno de ellos televisado por cadena nacional y con repercusión internacional. Dos condenados.

El primer juicio oral se hizo en 1997, pero fue suspendido cuando las cámaras de televisión registraron los gestos que realizaba a espaldas un integrante del tribunal. El segundo juicio finalizó en febrero de 1998 con las condenas a Guillermo Luque, 21 años de prisión para el hijo del entonces diputado nacional Angel Luque, operador del por entonces gobernado Ramón Saadi, y a Luis Tula, 9 años de prisión. “Fue el primero que cayó preso y que fue señalado, pero no era el peor de todos”, recuerda Milvia.

Flavia dejó en claro que las alianzas del poder siguen vigentes pero se han reinventado, porque ostentar el apellido Saadi no es lo mejor que te puede pasar, sin embargo hay un entretejido, un aparato de encubrimiento que no se desmanteló. El tribunal ordenó investigar el encubrimiento, pero la causa prescribió sin condenas. Nunca fueron sancionados quienes cometieron “falso testimonio”, o realizaron “encubrimientos”, ni tampoco otros sospechosos de haber participado del crimen.

“No nos quedó la sensación de Justicia, sino una clara sensación de impunidad. Entendimos hasta dónde podíamos llegar con la denuncia, la lucha en la calle y qué negociar o ceder para que de algún modo hubiera un juicio. Si se seguía intentando llevar a todo el aparato de poder que significaba el encubrimiento y el crimen, era imposible, no iba a pasar”, reflexiona Flavia.

El feudo político

Era el escándalo político del país, la presión popular llevó a que Carlos Saúl Menem, aún siendo un aliado de Saadi, intervenga la provincia en 1991. Fue el derrumbe de esa dinastía. Convocaron a elecciones y ganó un frente del radicalismo. Ellas entendieron que la estructura de poder no se iba a trastocar, si bien sacaron al gobernador, lo importante era no romper el status quo. Recuerdan que las palabras usadas para poner nombre a lo que se vivía eran “despotismo” y “feudo”. Afirman que eran matones, todo se heredaba, también el traspaso político.

“Hoy puedo ponerle palabras, en aquel momento no las tenía pero lo sentía en las vísceras, ahora puedo ver el abuso del poder político sobre los más empobrecidos. La vinculación de Tula como supuesto entregador o asesino, era un destino fijado de las mujeres, niñas y jóvenes, vincularte con personas que tenían cierto status social, que no siempre era plata, pero era una cuestión de clase”, reflexiona Flavia.

Con el tiempo trascendió que el Jefe de Policía de la provincia, y padre de uno de los que participó de la fiesta privada, mandó a lavar inmediatamente el cadáver. El padre de Luque -principal acusado-, era diputado y expresó en una entrevista: “Si mi hijo hubiera matado a esa pobre criatura, yo le juro que ese cadáver no aparece nunca más”. Le costó su desafuero pero dejó planteado los términos de la configuración de poder de aquella coyuntura. También trascendieron los dichos de la madre del gobernador, que cuando aún estaba desaparecida Soledad dijo en un té canasta: “Se nos murió una chinita”.


Milvia explica que en ese momento no tenían una lectura de género, ni se hablaba de feminicidio. “Fue un punto de inflexión, yo entendí que me podía pasar a mí. Caímos en la cuenta de que esa noche también mataron a otras chicas. Algo cambió para siempre, empezamos a hablar y a cuestionar la idea de ´lo político´ como algo encapsulado, y empezó a ser un campo de lucha más abierto, con otros actores”.


De María Soledad se dijo que era puta por haber estado con un hombre casado, se la culpabilizó por lo que le había pasado. Sin embargo, el colegio católico y el apoyo de las monjas le sumó cierta legitimidad al reclamo. “Podías dudar de otras chicas, pero si ibas al Colegio El Carmen tenías otro marco de comprensión. El papá y mamá de Soledad encajaban con el modelo de familia que tenía la desventaja de ser pobre pero que quería ser una ‘familia de bien’”, señala Flavia.

Hoy nos siguen matando y muchas de las estructuras del poder femicida están intactas, por eso están libres quienes mataron a Soledad. 30 años después, queremos volver a nombrarte y no olvidar a todas las compañeras que trazaron un camino que ya no vamos a abandonar.

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*Por Redacción La tinta / Imagen de portada: Julio Pantoja.

Palabras claves: Catamarca, Femicidio

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