Svampa: “Las crisis extraordinarias abren a un umbral de pasaje y a una disputa de sentidos”
Por Grande Alamedas
Para analizar posibles horizontes de la post pandemia, Grandes Alamedas dialogó con Maristella Svampa, Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y Doctora en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París, coordinadora del Grupo de Estudios Críticos e interdisciplinarios sobre la Problemática Energética, y miembro del Grupo Permanente de Alternativas al Desarrollo, quien se autodefine como una intelectual anfibia y una patagónica sempiterna que piensa en clave latinoamericana. Sus investigaciones abordan la crisis socioecológica, los movimientos sociales y la acción colectiva, así como problemáticas ligadas al pensamiento crítico y la teoría social latinoamericana. Tiene una veintena de libros publicados, entre ensayos, investigaciones y novelas. Sus últimos libros son Chacra 51. Regreso a la Patagonia en los tiempos del fracking (2018) y Las fronteras del neoextractivismo en América Latina (2018, publicado en español, inglés, portugués y alemán) En septiembre saldrá publicado El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir de los modelos de (mal)desarrollo, escrito en colaboración con Enrique Viale, para la Editorial Siglo XXI.
—Si partiéramos de considerar los términos crisis, colapso, decadencia, reciclaje o transformación, ¿en qué perspectiva te inscribís?
—Dos de las grandes figuras que tienen capacidad de contener este momento que estamos atravesando como humanidad son la de crisis y la de colapso, y voy a explicar por qué. Creo que efectivamente estamos viviendo una crisis extraordinaria que, como tal, abre demandas ambivalentes y contradictorias entre sí. Por un lado, demandas de transformación, de solidaridad, de cambio; por otro lado, demandas de orden y de retorno a la “normalidad”. Por otra parte, las crisis extraordinarias, como la que vivimos en 2001/2002 con otras características, y ahora en 2020 con las características que conocemos a nivel global, tienen la capacidad de insertarnos en un umbral de pasaje. Abren un portal en sí mismas, a partir de lo cual desnaturalizamos aquello que teníamos naturalizado. La crisis del COVID-19 pone de manifiesto, por ejemplo, el fracaso del modelo de globalización neoliberal tal como lo conocimos en los últimos 30 años, por otro lado manifiesta no sólo las grandes desigualdades, acentuándolas al calor de la crisis sanitaria, sino también la fuerte concentración de riqueza que hay en el mundo contemporáneo. Y por último – detalle no menor – están las causas socioambientales de la pandemia, que siguen siendo ocultadas, o desdibujadas. En esta línea, como crisis extraordinaria, la impresión que tenemos al deslizarnos con tantos niveles de incertidumbre hacia un nuevo escenario es que estamos dejando un mundo atrás y nos estamos abriendo a un mundo diferente, con otros contornos, con otras características, que todavía no está definido como tal. Entonces hay dos posibilidades que podemos definir de modo muy sumario: O bien la humanidad consolida el camino hacia el capitalismo del caos y acelera el colapso ecosistémico que hay – sobre todo mediante la expansión de las extremas derechas, con más autoritarismo, más xenofobia, en un mundo en el cual tenderán a cerrarse más las fronteras – o, por otro lado, esta crisis nos da la posibilidad de colocar en el centro de la agenda todos aquellos debates que hasta ayer estaban en la periferia. Entonces la noción de crisis tiene esta doble dimensión, o abre un proceso de liberación cognitiva que despierta la conciencia de lxs afectadxs, que se vuelven capaces de concebir transformaciones mayores, o genera un proceso de clausura cognitiva que lleve a aceptar, ante la incertidumbre, un cierre de carácter autoritario, chauvinista.
En segundo lugar, la noción de colapso es también muy interesante para conectarla con la de crisis. Tal concepto está asociado al pensamiento socioecológico, porque – ya lo dijo Fredrick Jameson cuando cayó el Muro de Berlín, una frase que ha recorrido y sigue recorriendo el mundo – “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Hay muchísima literatura de corte científico en torno a esto. Nombro tres textos referidos a la noción de ecocidio o suicidio ecológico. Uno de ellos es el de Jared Diamond, “Colapso. Porqué unas sociedades perduran y otras desaparecen” (2006); otro es “El colapso de la civilización occidental” (2017), una suerte de thriller post apocalíptico escrito por dos historiadores de la ciencia, Naomi Oreskes y Eric Conway, y por último, el libro inefable e inconcluso en dos tomos de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, sobre “La quiebra del capitalismo global”. Estos tres textos tienen en común el planteo de que habría un derrumbe civilizatorio, leído como la pérdida de complejidad en diferentes planos. Ese derrumbe no sería repentino, a la manera de las películas de Hollywood, sino que sería más bien gradual, estaría ilustrado por un drástico descenso de la población humana y de la complejidad política, social y económica a lo largo de un territorio considerable y durante un tiempo prolongado. Por ejemplo, Diamond piensa en términos de multicausalidad, para lo cual incorpora la dimensión geopolítica o internacional, que como se sabe atraviesa un momento de transición particularmente tenso, que involucra la confrontación entre China y EEUU. Otro de los elementos propios de la idea de colapso tiene que ver no sólo con la vulnerabilidad de nuestras sociedades, sino con la desaparición de valores políticos democráticos al calor de la emergencia de nuevos capitalismos regionales y autoritarios, o sea, de lo que podríamos denominar la re feudalización de las relaciones sociales. Y un elemento que subrayan todos los autores que abordan la problemática del colapso civilizatorio es que la nuestra es una civilización que está al tanto de los efectos devastadores de su acción, por ejemplo el calentamiento global. Conocemos lo que sucede, pero nos sentimos imposibilitados de actuar para colocar límites o cambiar drásticamente la deriva en que estamos transitando. Y una de las razones por las cuales la mayoría de los analistas consideran acertadamente este factor causal es que hay una tendencia a abordar por separado el estudio de lo social y lo físico. Es decir que, en la base de la civilización occidental hay una suerte de paradigma dualista que, de manera muy emblemática, es ilustrado por la separación entre sociedad y naturaleza, a partir de lo cual el ser humano se siente el dueño absoluto de esta última, que lejos está de controlar, pero que efectivamente puede destruir. En conclusión, la idea de colapso ecológico hoy aparece articulada con la de colapso económico, social, político; por lo tanto podría decirse que la de crisis es una idea más amplia, porque puede contener dos conceptos fundamentales, por un lado la posibilidad de una transformación, el portal que se abre hacia nuevos debates, nuevos horizontes civilizatorios – si hubiera voluntad política (en todo caso, planes y propuestas hay) – o directamente la de colapso, con las nefastas consecuencias que ya hemos reseñado.
—¿Qué respuestas imaginás que generará el cambio en ciernes por parte de los Estados y las comunidades?
—Si el desenlace fuera un retorno a la “normalidad”, la consolidación de un modelo de desigualdades, o inclusive la reactivación económica con más extractivismo y más colapso ecológico, las respuestas de la comunidad probablemente se asocien más al miedo y a la incertidumbre que a la solidaridad y a la transformación, lo que haría posible que estas se identificaran con discursos nacionalistas, respuestas demagógicas simplistas como las que proponen las derechas. Tengamos en cuenta que, a partir del año 2008, con la crisis, primero financiera y después económica, que se extendió desde EE.UU. hasta Europa, se produjo una mayor concentración de la riqueza y el ajuste golpeó muy fuertemente a los sectores populares y medios. Eso sentó las bases para un clima reaccionario, xenofóbico, que aprovecharon los partidos de extrema derecha. Recuerden que desde Occupy Wall Street y el movimiento de los Indignados, en 2011, la alta concentración de la riqueza es un tema que está en el centro de la agenda de los movimientos sociales, sintetizada por la consigna, “somos el 99%”. La consigna refleja la oposición entre el 1% más rico y el 99% restante. Lo que Luis González Reyes, uno de los fundadores de Ecologistas en Acción, agrega es que tenemos que pensar un escenario futuro de alianzas, porque lo que va a suceder es que ese 1% más rico va a tender a asociarse con ese 20% de la población que hoy tiende a apoyar salidas de extrema derecha, con lo cual aquella fórmula acuñada por los movimientos sociales cambiaría, debiendo ser resumida de otra manera, vale decir que tendríamos a un 21% de la población proclive a salidas fascistas de la crisis contra un 79% que promueve otro tipo de alternativas. Por ende, ante semejante peligro convendría pensar alianzas estratégicas, ya que al fascismo no se lo convence, se lo combate. Y cabe decirlo, si hasta hace poco tiempo América Latina, parecía ir a contramano de los procesos globales atravesados por partidos y expresiones de extrema derecha, ya no es una excepción. Esto se puso en evidencia con el triunfo de Bolsonaro en Brasil, con el golpe en Bolivia, vimos como estructuras de larga duración como el racismo anti indígena cobraban nueva vitalidad, vimos cómo se movían las placas tectónicas en Ecuador y en Chile contra regímenes de ajuste neoliberal, pero en todo caso lo que advertimos es que los cambios políticos son cada vez más vertiginosos y acelerados; tal es así que podemos comparar con los del cambio climático. ¿Quién hubiera imaginado hasta hace poco que Bolsonaro sería votado por buena parte de lxs brasileñxs, quién hubiera imaginado el derrocamiento de Evo Morales a partir de un proceso acelerado de protestas? Este fenómeno merece ser pensado porque, más allá de los matices que presenta en cada latitud, reúne el denominador común de presentar movimientos anti garantistas, que se oponen no sólo a los nuevos derechos – como los de las minorías sexuales – sino también a los movimientos feministas, y todo lo que consideran el “marxismo cultural”. Esos sectores encuentran amplificación en ciertos conflictos y están en condiciones de adquirir representación electoral.
—¿Ves factible el establecimiento de un “capitalismo verde” (sin perjuicio de que el capitalismo pueda ser criticado por otras razones)? Esto es, ¿un sistema económico basado en el libre mercado competitivo, el ahorro y la inversión en capital, circulación irrestricta de mercancías, dinero y trabajadores, etc. pero que, no obstante, no haga uso de determinadas materias?
—Aclaremos que el modelo basado en la “economía verde” extiende el formato financiero hacia otros elementos de la naturaleza como el aire, el agua, hacia sus procesos y funciones. Por paradójico que suene, los modelos económicos que mercantilizaban aún más la naturaleza fueron vistos como una alternativa para combatir la profunda recesión en 2008, lo cual hizo que esta salida sea una falsa solución, porque en su forma más básica se supone que apuesta a bajas emisiones de carbono, que utiliza los recursos naturales de forma más eficiente, que aumenta los ingresos o la creación de empleo verde para disminuir la contaminación y evitar la pérdida de biodiversidad, pero, sin embargo, hay que decir que esta visión no cuestiona el crecimiento indefinido de la economía ni los impactos socioambientales y su relación con el modelo capitalista. La premisa mayor del “capitalismo verde” sostiene que los mercados operan con fallas de información, sin incorporar el costo de las externalidades, y con políticas públicas inadecuadas. En esa línea, lo que hace es exacerbar un modelo de mercantilización de la naturaleza, considerando que las funciones de los ecosistemas pueden ser tratadas como servicios que deben cobrarse. Los bienes comunes terminan siendo valorados por su dimensión económica. El razonamiento que subyace a esto es que la protección de los ecosistemas y la biodiversidad funcionan mejor si sus usos cuestan dinero, es decir, si los servicios ambientales integran el sistema de precios. Por ende, lejos de cuestionar la relación entre desarrollo y crecimiento económico, estas políticas promueven incentivos basados en el mercado para volcar las inversiones del capital en inversiones supuestamente verdes. Vale decir que se trata de una falsa solución de mercado que permite a las naciones contaminantes seguir incumpliendo sus compromisos de reducción de gases de efecto invernadero.
Lo que puede ocurrir en un horizonte post pandemia es que, sobre todo los países del Norte, y muy particularmente la Unión Europea, que acaba de anunciar un plan de salvataje económico extraordinario, promuevan una suerte de “capitalismo verde” en el cual se asegure una suerte de transición energética hacia el uso de energías supuestamente limpias a costa de los territorios del Sur, de la mayor contaminación de territorios como el nuestro, tanto América del Sur como algunas regiones de Asia y África, de modo que terminemos financiando la transición energética de los países más ricos al costo de la destrucción de nuestros territorios y de la desposesión de nuestras poblaciones. Hacia allí vamos, si miramos en profundidad lo que está sucediendo en el llamado Triángulo del Litio, en el norte argentino, en donde efectivamente estamos ante un modelo de transnacionalización de dicho elemento, exportando descontroladamente materia prima, no controlamos la cadena de valor, en la que intervienen varias potencias, entre ellas China. Ahí tenemos pues un modelo a partir del cual, en nombre de las energías limpias, se ingresa sin autorización en el territorio de los pueblos originarios, se los atropella, y se destruye su hábitat, porque – por ejemplo – la minería del litio es una minería contaminante, que utiliza cantidades insustentables de agua. De modo que hay que poner atención en aquellos sectores estratégicos, que sin duda van a estar en el centro de la atención en los próximos tiempos, cuando se hable de transición hacia una sociedad post-fósil. No podemos subirnos sin más al carro de cualquier transición, si ésta promueve un modelo más bien corporativo y concentrado y no un modelo democrático y popular que asegure una transición justo para nuestro Sur.
Yo siempre digo que, cuando abordamos la problemática de Vaca Muerta y de la extracción de recursos o yacimientos no convencionales de petróleo y gas, aquí no hay una discusión que dar en términos de transición, porque no hay transición energética posible con Vaca Muerta ahí en el medio, dado que está obturando la posibilidad de discutir una transición hacia el uso de energías limpias y renovables, acá en Argentina. Distinta es la problemática del litio, pero atención, no caigamos en la falsa solución de considerar que toda transición es lo mismo, porque en realidad lo que está sucediendo es que la transición energética que se está planteando ahora respecto al litio es una transición en el marco del modelo de consumo dominante. Y así como no hay planeta infinito, tampoco hay litio que alcance en el marco del mismo modelo de consumo que se promueve hoy en día, en el cual algunos plantean simplemente sustituir los automóviles que funcionan con combustibles fósiles por otros que funcionen con baterías de litio. Lo que hay que cambiar no es sólo el modelo de extracción y de producción, sino también el modelo de consumo, de circulación y distribución de los bienes y de producción de desechos. Porque, sin cambio en el modelo de consumo y en el modelo de transporte, que debe ser repensado al calor de esta crisis, no hay chances de hacer una transición energética sostenible, ni aún con litio mediante.
—A propósito de los recursos, ante la perspectiva que estamos analizando, hay consenso en que el agua cobrará un protagonismo fundamental, ¿qué idea tenés a ese respecto?
—Desde el año 1992, cuando se hizo la cumbre en Río de Janeiro, se colocó en el centro del debate la problemática del agua, considerando que esta sería una de las cuestiones fundamentales en los años por venir. Estudié mucho la problemática de los glaciares porque en 2010 con Quique Viale trabajamos codo a codo con muchas organizaciones sociales y ONG por la sanción de la ley nacional de glaciares, que protege lo que designamos como “nuestras fábricas de agua”, y que ha sido saboteada constantemente por gobernadores y sectores promineros. Fue así que, pese a que somos tan distintos, empezamos a trabajar juntos con Quique en otros proyectos y acompañamientos a movimientos socioambientales, una asociación que perdura, que ya tiene 10 años. Desde los sectores promineros, nos llamaron “el inefable dúo ambiental”… Volviendo al tema, hay que tener en cuenta que en el planeta sólo el 2,5% del agua es dulce, el 79% es agua salada, y además esos porcentajes se encuentran en estado sólido en los hielos polares, que hoy en día peligran debido al calentamiento global, además de por el avance de los proyectos extractivos mineros y petroleros. Si vemos lo que está pasando en el Ártico, advertiremos que es muy preocupante. En consecuencia, el acceso al agua es ya sin duda una de las grandes problemáticas que muestran con claridad que la crisis socioecológica, el Antropoceno o – como dice Moira Millán – el terricidio, es uno de los horizontes más temidos, pero también más probables de nuestra civilización.
—¿Creés posible además un colapso de internet capaz de agravar el horizonte apocalíptico que anuncia el capitalismo salvaje?
—Al horizonte del colapso hay que pensarlo con matices y gradaciones. En el colapso, muy probablemente haya ganadores y perdedores, si lo entendemos como un proceso no acelerado, sino más bien graduado que nos conduzca a una refeudalización de las relaciones sociales, a un mundo hiperfragmentado, compuesto por islas muy diferentes unas de otras, unas con grandes niveles de integración – islas súper ricas podríamos decir, que gozarían de todas las ventajas -, y otras que expresarían la exclusión y la degradación social. Hay que pensarlo entonces de manera compleja, gradual, matizada, fragmentada, y en un marco en el cual ese capitalismo del caos puede estar en línea con un capitalismo informático y cibernético de alta intensidad. No por casualidad en un mundo como el nuestro, donde el colapso aparece como sistémico, los ricos súper ricos están buscando alternativas que les brinden la posibilidad de escapar del mismo. Ellxs ya están elaborando un Plan B por si la nuestra se constituye en una sociedad de ganadores y perdedores, al calor del cambio climático y los desastres naturales.
—¿Te parece que los foros internacionales van tomando paulatina conciencia de lo perentorio que es adoptar medidas efectivas para no poner en riesgo la vida en el planeta?
—Desde el año 1992, van 25 Conferencias de las Partes, que se realizan en diferentes países, destinadas a discutir cuestiones vinculadas a la crisis climática. Esa ha sido la arena en que se han librado los grandes debates sobre el cambio climático y el rol que le cabe a las grandes potencias, la necesidad de que estas bajen la emisión de gases de efecto invernadero, de la ayuda correspondiente al Tercer Mundo dada la deuda ecológica contraída con él, la emergencia de potencias como China que ha impulsado otros debates, en todo caso desde el Protocolo de Kyoto, que impulsó un compromiso para reducir los gases de efecto invernadero hasta la COP de 2015 en París. Lo que vemos es que, si bien se ha ganado visibilidad respecto a la problemática del calentamiento global, la situación del planeta ha empeorado. Pero también al calor de esas COPs ha surgido un movimiento de Justicia Ambiental que ha comprendido que es muy difícil negociar al interior de esas convenciones y que en realidad lo que hay que cambiar no es el clima sino el sistema, como se viene sosteniendo desde el fracaso de la Conferencia de Copenhague en 2009. Por ende, a la fecha existen dos escenarios: Si bien la problemática en cuestión ha adquirido mayor visibilidad, estos foros han resultado inconducentes en lo que respecta al descenso de la emisión de gases de efecto invernadero, en lo que respecta a la responsabilidad de los países más desarrollados, y en lo que respecta a la consideración de la deuda ecológica contraída con los países más pobres. Porque, además, muchas de estas discusiones, en los últimos años se han dado en el marco de la Economía Verde anteriormente analizada. En segundo lugar, los movimientos sociales han estado actuando dentro y fuera, pero finalmente han concluido que lo fundamental es cambiar el sistema, no el clima, si bien se conciben como una red de movimientos con bastante autonomía y con una capacidad de presión diferente a la que puede tener, por ejemplo, un movimiento sindical o de otro tipo. Entonces existe una situación bastante paradójica porque, si bien en la mencionada COP de París se acordó reducir la emisión de gases de efecto invernadero a 1º1/2, porque se supone que a 2º la temperatura del planeta se vuelve insostenible, ya que lo convertiría en un planeta completamente hostil e invivible, el tema es que los compromisos asumidos no son vinculantes. De modo que, si sus resoluciones quedan al arbitrio de las naciones comprometidas, eso implica un retroceso en relación a otros convenios, como el Protocolo de Kyoto. Pero acaso lo que cambió es que surgieron movimientos de justicia ambiental que cuentan con el protagonismo de la juventud. En esa línea, creo que el rol de Greta Thunberg es mayor, ya que esa adolescente sueca que decidió faltar a la escuela, para plantarse ante el parlamento de su país a fin de exigir que la clase política se ocupe del cambio climático, inspiró a centenares de miles de jóvenes de todo el mundo, que salieron a exigir cambios urgentes respecto a dicha problemática. Eso coloca este debate en otras manos, ya que todas las discusiones que se vienen dando desde hace 50 años respecto al desarrollo sustentable, la promesa intergeneracional de dejar un mejor planeta para nuestros hijos y nietos no se ha cumplido. La case arde y estamos dentro sin tomar medidas para combatir ese incendio. Los jóvenes han tomado el toro por las astas y buscan instalar en las diferentes agendas un cambio drástico. En Argentina, al calor de la iniciativa de aquella joven sueca, han surgido numerosos movimientos como el suyo (Friday for Future), tal el caso de Extinción/Rebelión – que está en varias partes del mundo -, Alianza por el Clima, y muy especialmente Jóvenes por el Clima, un movimiento surgido en clave más nacional que reúne a un conjunto muy activo de chicos y chicas, que rondan los 18 años. Estas iniciativas procuran ejercer una mirada más integral, vinculándose con los movimientos contra la megaminería, los movimientos contra los agrotóxicos, los vinculados a la defensa de los pueblos originarios, los movimientos en defensa de la soberanía alimentaria, los movimientos territoriales o rurales, los movimientos feministas.
En conclusión, en nuestro país, hay una vocación por aterrizar la narrativa del cambio climático y la crisis socioecológica en los territorios, ligándola a los modelos de maldesarrollo. Una muestra reciente es lo sucedido con el acuerdo del gobierno de instalar megagranjas de cerdos para vender carne a China, un acuerdo realizado entre bambalinas, de espaldas a la sociedad, sin consulta ni estudios de impacto ambiental y sociosanitario. La rápida y enorme repercusión que tuvo la campaña que lanzamos, señalando las diferentes consecuencias de ese modelo agroindustrial, muestra la convergencia de diferentes líneas de acumulación de luchas: los que luchan contra el neoextractivismo en sus diferentes formas (contra la megaminería, el fracking, los agronegocios), los que defienden la soberanía alimentaria y el paradigma agroecológico, y los colectivos y organizaciones animalistas (muchos de ellos, veganos). A ello se agregan lxs jóvenes de diferentes organizaciones y colectivos, que tienen cada vez más protagonismo en la lucha contra el cambio climático. Esta convergencia y amplificación produjo una visibilización del mensaje, en una sociedad cada vez más sensible a las problemáticas sanitarias y socioambientales, muy especialmente en el contexto de pandemia. Algo así ya había sucedido en Mendoza, en diciembre de 2019, cuando diferentes organizaciones, muy diferentes entre sí, marcharon en defensa del agua, y protagonizaron una gran pueblada en toda la provincia. La primera gran protesta bajo el gobierno de Alberto Fernández, no hay que olvidarlo, fue así una protesta ambiental.
Recapitulando, si uno se preguntase acerca de si la situación descripta tiene vuelta atrás, diría que todo depende de las decisiones que las élites políticas adopten en el corto plazo, no más de una década, esta que acaba de comenzar. El año pasado, antes de la pandemia, circuló una carta firmada por más de 11.000 científicos de todo el mundo, en la que describían que esta crisis climática llegó de manera mucho más rápida de lo que la mayoría de ellxs esperaba, que es más severa de lo previsto, y que amenaza seriamente a los ecosistemas naturales y el destino de la humanidad. De modo que estamos en tiempo de descuento, los desafíos requieren audacia, rigor, porque además pueden generarse alteraciones muy significativas en las sociedades, en sus economías, que podrían hacer de grandes extensiones de la tierra un lugar inhabitable. En consecuencia, se requiere una solución perentoria, que reduzca la emisión de gases de efecto invernadero, pero también del metabolismo social, y eso se logra con una participación cada vez más amplia de la sociedad civil, o sea que el movimiento de justicia climática debería convertirse en una sociedad en movimiento, para obtener el consenso cultural que estas luchas demandan, ya que lo peor que podría ocurrir sería que dejemos esta problemática secuestrada en manos de una élite ciega que lo único que busca en términos político – económicos es conservar sus privilegios.
—¿Qué opinión te merece la filosofía decrecentista?
—Este es un gran debate en tiempos del Antropoceno. El concepto de decrecimiento fue acuñado en los años 70s por el teórico y activista político Andrè Gorz, y retomado a partir del año 2000 por diferentes organizaciones sociales y referentes del pensamiento crítico, ahora por ejemplo por el economista francés Serge Latouche. En líneas generales, lo que el decrecimiento plantea es un cambio en el perfil metabólico de estas sociedades, dado que es insustentable, es decir que precisamos vivir con menos materias primas y energía. Esto es particularmente grave ahora, ya que en las últimas décadas, el capitalismo neoliberal produjo una aceleración del metabolismo social, que exige cada vez más materias primas y energías extremas para alimentar el modelo de consumo dominante, lo cual pone en peligro la continuidad de la vida en el planeta.
Así, nuestros tiempos del Antropoceno colocan como punto de partida el reconocimiento de los límites naturales y ecológicos del planeta. Queda claro entonces que en el futuro debemos tener en cuenta estas dos variables, la de la finitud de los recursos naturales y la de los límites ecológicos del planeta, lo cual instala entre otras cosas la necesidad de cambiar el perfil metabólico de nuestras sociedades. Cuando nos referimos a esto no nos referimos exclusivamente al modo de apropiación sino también al de producción, de distribución, consumo y circulación de desechos. Nos estamos devorando más de un planeta y medio por año, la huella ecológica dejada sobre la faz de la tierra niega la posibilidad de su resiliencia.
Hoy el decrecimiento como propuesta está mucho más ligado a la idea de crisis socioambiental integral levantada fundamentalmente en España e Italia por sectores del pensamiento crítico. Lejos de la literalidad con que se lo interpreta, hay que entenderlo como un diagnóstico de la crisis sistémica, sus límites sociales, económicos y ambientales de crecimiento ligados al modelo capitalista actual, y por otro lado cabe concebirlo como una filosofía que abre un imaginario de la descolonización y una gramática política en torno a la cual, al menos en los países centrales se destacan propuestas y alternativas como las eco comunidades, las transition towns, la renta universal, la desobediencia civil, la horticultura urbana, el reparto de trabajo, las monedas sociales. Para algunos como Elmar Altvater, que es un pensador alemán, el decrecimiento debe entenderse como desaceleración y reorientación del crecimiento; esto es, se deben producir menos bienes para inversiones y más bienes para uso y consumo.
Aclaro que no es un concepto que haya tenido mucho éxito en los países del Sur, donde las problemáticas tienen que ver con la satisfacción de las necesidades básicas y donde está muy presente el tema de la deuda ecológica, de modo que corresponde adoptar una perspectiva comparativa, dado que se trata de una problemática multidisciplinaria, y no podemos reducirla a una visión lineal ni monocausal. El decrecimiento es una propuesta que debe impulsarse en el Norte, mientras en el Sur Global corresponde impulsar el post extractivismo, sin que esto implique que los pobres sigan sosteniendo la opulencia de los ricos de su sociedad o del Primer Mundo. Pero si la filosofía del decrecimiento debe ser interpretada en clave geopolítica, eso no habilita de ningún modo el llamado “derecho al desarrollo”, porque esto último es insustentable y termina asociado a un modelo hegemónico que tiene impactos muy graves sobre la vida y su regeneración planetaria. En nombre del “derecho al desarrollo” se terminan consolidando modelos de maldesarrollo, que hacen que los países de América Latina deban adaptarse a la división internacional del trabajo, siendo persistentemente proveedores de materia prima, pagando todas las externalidades que implican la destrucción de sus territorios, la desposesión de las poblaciones y la imposibilidad de regeneración de los bienes comunes.
—¿Cuál fue la génesis de vuestro manifiesto hacia un gran Pacto Ecosocial y Económico, y en qué circunstancia se encuentra?
—Con Enrique Viale, en febrero de este año, terminamos de escribir un libro que será publicado en septiembre por Siglo XXI, cuyo título es “El colapso ecológico ya llegó”. Ahí proponemos vías de transición socioecológica en clave energética, en clave productiva y alimentaria, en clave urbana, desde lo que denominamos como Pacto EcoSocial y Económico, en diálogo con el Green new Deal, que se está discutiendo en ciertos países del norte.
Al calor de la pandemia, en el mes de abril, decidimos lanzar esa propuesta con contenidos más precisos acerca de sus ejes fundamentales, como por ejemplo, la necesidad de articular la Justicia Social con la Justicia Ambiental sobre la base del paradigma de los cuidados. En términos generales consideramos que es necesario reformular la relación entre sociedad y naturaleza, debemos cuestionar la visión antropocéntrica y productivista de la naturaleza y reemplazarla por un paradigma relacional que coloque – como los feminismos y ecofeminismos nos han enseñado, al igual que los pueblos originarios – la idea de sostenibilidad de la vida en el centro. Cuando hablamos de cuidado lo entendemos por supuesto en un sentido integral, como afirman las feministas españolas de Ecologistas en Acción. Hablamos de la democratización de la tarea de cuidados, cuidados cuya responsabilidad sabemos que recae fundamentalmente sobre la familia, y en ella principalmente sobre las mujeres, y en nuestras sociedades básicamente sobre las mujeres pobres. Debemos también crear un sistema de protección social en relación con los seres dependientes. Cuando hablamos de cuidados también estamos pensando la relación entre cuidado y territorio, cuidado de los ciclos de la vida, prácticas de cuidado en agricultura, vale decir, en la relación con los ecosistemas. Y por último -, la tercera dimensión que incluimos es que cuando hablamos de cuidado estamos hablando de mejor salud, mejor educación, mejores condiciones de trabajo. En la emergencia sanitaria, todo esto ha adquirido mayor relevancia, el cuidado aparece como un derecho que debe ser sostenido también por el Estado a través de políticas públicas que alienten la conexión entre cuidado y protección social, y sobre todo – en este contexto – promover el cuidado en relación al ambiente, porque debemos prepararnos para una crisis climática que traerá nuevas enfermedades, mayor degradación ambiental, mayor cantidad de refugiados climáticos. O sea que debemos prepararnos para las crisis que vienen, y probablemente para las pandemias que puedan venir. En tal sentido, el paradigma de los cuidados es esencial, así como lo es también la necesidad de articular una agenda social con una de transición socioecológica, y cuando hablamos de una agenda social estamos poniendo de relieve el hecho de que efectivamente en nuestras sociedades las desigualdades se han hecho más visibles, la concentración de la riqueza adquiere ribetes escandalosos, sobre todo muestra un gran retroceso social en los últimos 30 años. En esa línea, no debemos olvidar que América Latina sigue siendo la región más desigual del planeta ya que, pese al boom de los commodities y los gobiernos progresistas, no hubo cambio de las matrices productivas, no hubo cambio del sistema tributario y tampoco hubo una reducción de las desigualdades. Hubo una reducción de la pobreza, pero no de la concentración de la riqueza. Como demuestran los últimos datos difundidos por la Revista Forbes, el boom del crecimiento económico de América Latina ha sido capturado por los sectores más ricos, que aumentaron su riqueza en un 21% entre 2002 y 2015, 6 veces más de lo que creció el PBI en nuestras sociedades. De modo que, al no haber una reforma tributaria de tipo progresivo, es muy poco lo que se puede hacer en términos estructurales. Hace unos días salió el último informe de Oxfam, que muestra que durante la pandemia se amplió la brecha de la desigualdad en América Latina. Mientras que las élites económicas aumentaron su patrimonio un 17%, 52 millones de personas más cayeron en la pobreza. Se requiere por ende, con gran urgencia, una reforma tributaria. Se trata de propender a que los que tienen más paguen más y los que tienen menos paguen menos. Debemos tasar pues a las grandes fortunas, las megacorporaciones, la renta financiera, y también hay que implementar impuestos ambientales que tengan un sentido transicional. Articulado con ello, lo que postulamos es un ingreso universal o renta básica, que en América Latina brindaría la posibilidad de desconectarnos de los planes sociales focalizados y fragmentados que han predominado en las últimas décadas y que, si bien han mitigado la pobreza, no han resuelto el problema de la desigualdad. Su ventaja estriba en que no requeriría una contraprestación, sino que constituiría una base mínima para acceder a consumos necesarios. Lejos de suponerse que esta es una propuesta disparatada, aclaremos que hoy el Ingreso Universal está en el centro de los debates, e incluso un organismo como la CEPAL ha recomendado a los países latinoamericanos avanzar en una renta básica, primero para abarcar a las categorías sociales más perjudicadas – no solo por la pandemia sino por la informalidad laboral (6 de c/10 personas en nuestra región) -, en principio focalizada en esos sectores, para luego ir avanzando en forma procesual hacia un sentido más abarcativo. Desde luego que tal medida debería verse acompañada por una suerte de jubileo o cancelación de la deuda externa, y no sería la primera vez que en un contexto de crisis extraordinaria se avanzara en tal sentido a nivel global.
Y en tercer lugar, proponemos una agenda de transición socioecológica integral. Tenemos que avanzar hacia sociedades y economías posextractivistas. Tenemos que depender cada vez menos de los combustibles fósiles, del agronegocio, de la minería, de la deforestación. En esta línea, lo que proponemos es una transición energética que apunte no solo hacia una matriz diversificada, anclada en energías limpias y renovables, sino también avanzar hacia otro sistema energético, desconcentrado, democrático desmercantilizado. Y terminar con el problema de la pobreza energética, que afecta a los sectores populares. En términos productivos y alimentarios, tenemos un gran problema. El modelo agroindustrial dominante, basado en la soja y otros productos, genera una alta concentración de la tierra, fomentan el uso de agrotóxicos, que tienen un alto impacto sanitario, y está lejos de generar trabajo para todxs: es un modelo de agricultura sin agricultores. A cambio de ello hay que promover como paradigma el modelo agroecológico, que está instalado en nuestro continente, en países como Méjico o Cuba, asociado a la perspectiva de la soberanía alimentaria. Es necesario impulsar y fortalecer el modelo agroecológico, vinculado a la agricultura familiar, campesina, de pequeños y medianos productores. En nuestro país, la agroecología viene instalándose en la agenda, pero consideramos que es necesario avanzar mucho más, no basándose tan solo en el consumo de sectores que pueden darse el lujo de pagar productos agroecológicos. Esto implicaría a su vez pensar un mejor acceso a la posesión de la tierra, a una producción de alimentos sana para todxs. Por último, debemos repensar la relación entre lo rural y lo urbano, promoviendo el arraigo en las ciudades pequeñas y medianas, garantizando tierra para pequeños y medianos productores de alimentos con cordones verdes productores de alimentos. Tal como lo mostró la pandemia, nuestras grandes aglomeraciones urbanas se transformaron en una trampa mortal, sobre todo para las poblaciones vulnerables, hacinadas y privadas de los servicios básicos.
En junio de este año, después de varias reuniones y de las repercusiones que tuvo el lanzamiento de la propuesta en cuestión, en conjunto con otros colegas y activistas latinoamericanos de países como Ecuador, Colombia, Bolivia, Brasil, promovimos el Pacto EcoSocial e Intercultural del Sur, una propuesta holística que busca asociar la Justicia Social con la Justicia Ambiental, con la justicia de género, con la justicia étnica. A la fecha hemos logrado el acompañamiento de muchas organizaciones sociales, indígenas, campesinas, nos hemos puesto en diálogo también con organizaciones sindicales de diferentes países. Esta propuesta es una invitación al diálogo, una especie de marco a través del cual disputar sentidos en este horizonte de incertidumbre, para la construcción de una sociedad verdaderamente resiliente, verdaderamente solidaria. No se trata pues de una propuesta abstracta, sino que ancla y se nutre con aquellos proyectos de reexistencia elaborados al calor de las luchas de los países del Sur y particularmente de América Latina. No por casualidad está recorrido por una serie de conceptos que forman parte de la nueva gramática política latinoamericana, como derecho de la naturaleza, Buen Vivir, Posextractivismo, paradigma del cuidado, soberanía alimentaria, autonomía, entre otros. Por esa misma razón no se trata de un pliego de demandas que pretendemos presentar a los gobernantes de turno sino de una invitación a construir una propuesta integral y a establecer una puja de sentidos hacia qué mundo queremos ir, en contra de aquellos que apuntan a un retorno a esa normalidad, o a un crecimiento económico con más extractivismo, que sólo supondría una acentuación de las desigualdades y del colapso ecosistémico. Nosotros advertimos que hay un conjunto de fuerzas dispuestas a librar esta batalla, a plantear una disputa en pos de una sociedad resiliente, justa, democrática y soberana; en contra de los planteos regresivos y suicidas de la derecha xenófobica y/o neoliberal, pero también cuestionando el progresismo selectivo de nuestro país, que persiste en su ceguera desarrollista, y niega – una vez más – las graves consecuencias ambientales, sociales, sociosanitarias y políticas de su acción.
*Por Grande Alamedas / Imagen de portada: Grandes Alamedas.