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Facundo-Castro-Astudillo-mamá

Huesos aparecidos

21 agosto, 2020 por Redacción La Tinta

Por Claudia Rafael para Pelota de trapo

Un manojo de huesos. Una zapatilla. Las huellas de una cuatro por cuatro que se interrumpen en el sitio. La angustia de una mujer-madre. Los brazos violentos del Estado. Las agujas de los relojes que transcurren como el tiempo para saber si es o no Facundo Astudillo Castro. Un tiempo que no llega. Que se estira. Y la zapatilla, que sí era de Facundo, a exactamente 30 metros del cuerpo esqueletizado. Zapatilla que es advertencia. Y que, indudablemente, no fue él quien dejó en el lugar del hallazgo. De casi imposible acceso.

La incertidumbre. La misma incertidumbre que acompañó los latidos de la familia de Santiago Maldonado. Que aún no tiene respuesta. La misma y dolorosa incertidumbre durante 27 años (que se cumplieron este año) por la ausencia eterna de Miguel Brú, desaparecido el 17 de agosto de 1993, a los 23 años, en La Plata.

Esa compartida incertidumbre que sigue doliendo desde el primer día en el cuerpo ya cansado de Susana Trimarco por la desaparición, hace 18 años, de su hija Marita Verón.

Los huesos. Perdidos en una tumba NN como Luciano. Que deberán hablar como hablaron tantas veces los huesos en este país. Huesos escritos por la crueldad. Tatuados perversamente por el Estado. O por los socios ocasionales de ese mismo Estado. Huesos 30.000 veces abandonados y desencontrados. O hallados en fosas comunes. Huesos abundantes o en pequeño muestrario. Como el que, 14 años atrás, fue plantado en un baldío de los arrabales de Olavarría y que habían pertenecido a Mara Navarro, una adolescente travesti, desaparecida hace 15 años. En una historia por la que el Estado, desde cada una de sus patas, jamás respondió.

En la Atenas del siglo IV, se hablaba del derecho a la muerte escrita. Que no era otra cosa que el reconocimiento social de los datos, la identidad y el lugar para las muertes en un tiempo en el que sólo a los ricos y poderosos se les reservaba un sitio en las iglesias y los cementerios urbanos. El resto terminaba anónimamente en una fosa común.

Huesos arrojados. Plantados. Aparecidos desde la noción de la muerte política para quien no tuvo una vida política. Como escribe Sofía Tiscornia, son las muertes “de quienes no han elegido morir confrontando, resistiendo al poder soberano”, sino que devienen sagrados en los instantes posteriores por las luchas familiares y sociales que les restituyen humanidad.

Los huesos semienterrados en Villarino Viejo podrán ser o no de Facundo. Hoy, aún no se sabe esa respuesta. Pero son huesos que claman a gritos una identidad. Que se desviven por acceder, como se definió en la Grecia antigua, a su derecho a la muerte escrita. En una historia que sigue viendo hoy a tantas madres escarbando la tierra con sus dientes para visualizar con sus propios ojos la desaparición.

Para –como escribió la pensadora francesa Hélenè Cixous- ver con mis ojos la desaparición, tomarla en mis brazos y gozar sobre su boca del último suspiro.

*Por Claudia Rafael para Pelota de trapo / Imagen de portada: Pelota de trapo.

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