“Cuando El Brujo va a cruzar, con el agua por las rodillas, dice ‘no, yo me vuelvo’”
Claudina Pilquiman llevó a Santiago Maldonado hasta la Pu Lof y fue una de las últimas personas que lo vio ese 1 de agosto, cuando corría de Gendarmería. Por primera vez, da una entrevista. Detalles del operativo, los rastrillajes, la persecución judicial, mediática y las amenazas del propio Echazú en la puerta de su casa.
Por Maxi Goldschmidt para Revista Cítrica
Claudina Pilquiman fue una de las últimas personas que vio a Santiago Maldonado ese 1 de agosto de 2017. Ella, que el día anterior lo había llevado en su camioneta hasta la Pu Lof de Cushamen, esa mañana, alrededor de las once y media, lo vio agarrar su mochila, colgada en la casilla de guardia, y salir corriendo en medio de la balacera de Gendarmería. Lucas, uno de los hijos de Claudina, también corrió hacia el río Chubut. Al intentar cruzarlo, quedó enredado en unas ramas y quien lo ayudó a seguir camino fue Santiago, que no se animó a cruzar y quedó escondido debajo de unos sauces. Del otro lado del río, Lucas y otros peñis le hacían señas para que cruzara, mientras los disparos seguían y los gritos de los gendarmes se acercaban.
«Era imposible hablar de Santiago sin que sintiéramos el dolor de no haberlo ayudado cuando estábamos ahí. Jamás nos íbamos a imaginar que pudiera pasar todo lo que pasó».
Claudina fue una de las primeras integrantes de la comunidad en declarar ante la Justicia. Pero el juez Guido Otranto no sólo no tuvo en cuenta su testimonio. Además, ordenó que le pincharan el teléfono, como a Sergio Maldonado y a otros testigos. Parte de esas escuchas fueron publicadas por Clarín, Infobae y otros medios. En estos tres años, Claudina no había dado entrevistas.
“El tiempo ayuda a rever lo que pasó. A veces nos hemos planteado cómo no hicimos esto, cómo no preguntamos aquello. Cómo con tanta astucia pudieron realizar todo en nuestra cara, sin que nos diéramos cuenta”.
—¿A qué cosas te referís?
—En todos los rastrillajes, era muy alevoso cómo actuaban, la impunidad con la que entraban al territorio. Después, cómo se manejaba todo eso en los medios: se decía que la comunidad no los dejaba entrar, que era un territorio sagrado. Sí, todos nuestros territorios son sagrados, pero ellos entraban igual donde querían. Desde el principio, negaban la presencia de Santiago en la lof. En uno de los primeros rastrillajes, yo le señalo a una de las chicas del juzgado algo que había debajo de una mata: era una gorrita blanca que usaba Santiago, justo en la zona donde lo habíamos visto correr, pero después dijeron que nosotros la plantamos ahí. Nunca hicieron un rastrillaje serio. Ni siquiera cuando vinieron con perros. Unos de los perros iba y volvía desde el río hasta donde estaba la huella de una de las camionetas. Hacía ese recorrido y, entonces, nosotros dijimos que ese era un rastro. Pero nos trataban de ignorantes. Decían que el perro había perdido el olfato, que los perros actuaban de otra forma y no como uno imagina. Hubo mucha gente involucrada.
Después, sacaron a (Guido) Otranto y (Gustavo) Lleral llegó con buena onda, se acercó a la comunidad y dijo que no era racista, que no nos tenía asco. Se hizo el bueno al principio, pero, al final, resultó igual que el otro juez. El día anterior a que apareciera el cuerpo de Santiago, nos pidieron que no le avisemos a nadie, que tampoco se enteraran los medios, que era un rastrillaje más, que no era importante. Y ese día, también pasaron cosas raras. Uno de los gomones en que iba Matías (Santana), de repente, se dio vuelta. Él cayó al río y uno comentó: “Viste, en cualquier momento puede pasar algo, no hay nada seguro”. Y un rato después, el cuerpo apareció justo cuando no había ningún testigo y en un lugar que habíamos revisado muchas veces.
—¿Dónde estabas ese 1 de agosto cuando entró Gendarmería a la Pu Lof?
—Yo venía subiendo a la guardia con mi hija, mi nietito de seis años y mi nene de nueve. Más cerca de la tranquera, estaban resistiendo la balacera. Era un descontrol y yo justo me acerco para preguntar cómo estaban y si necesitaban algo. Me cubría la cabeza porque, además de balas, los gendarmes nos tiraban piedras desde la ruta. En eso, escucho el estruendo cuando pasan por la tranquera amarilla, supongo que con un camión porque fue un ruido espantoso. Y ahí dijimos “rajemos todos”. Yo estaba en la mitad, entre el alambrado y la guardia. De la desesperación, sentía que no llegaba más a la guardia. Corrían atrás mío y no sabía si eran los lamien (hermanos) o los gendarmes. Cuando voy llegando a la guardia, veo a Santiago que sale, poniéndose la mochila y corriendo. No llego a hablar nada, era un momento desesperante.
—¿Vos te quedaste en la guardia?
—Sí, nos quedamos con mi hija y los nenes. Yo les digo a los nenes que se metan adentro, alcanzo a cerrar la puerta y un gendarme golpea gritando: “Abran, hijos de puta”. Yo le digo “no hay nadie acá, no hay nadie”, sosteniendo la puerta. Y en eso, veo que mi hija estaba afuera, entonces, abro y entra el gendarme. Empieza a revolver todo con el arma en la mano, gritando “dónde están, hijos de puta. Dónde están”. Y los nenes ahí, paraditos, sorprendidos, mirando todo. Yo le pido que no grite por los nenes. Y él me contesta: “A mí qué mierda me importa”. La guardia estaba muy linda, gente había ayudado a hacer las paredes de barro con pedazos de vidrio, como ventanas larguitas. Y mientras yo discutía con este gendarme, otro de afuera rompía los vidrios. El tipo era jefe de algo, gritaba “busquen por allá, busquen por allá”. No me olvido de él. Era de ojos claros.
—¿A ustedes les dejan ahí durante todo el operativo?
—Sí, en un momento, se acuerdan de que somos mujeres y llaman a personal femenino. Nos hicieron salir de la guardia y nos dijeron que no podíamos hablar entre nosotros, ni siquiera con los nenes. Pedíamos ir al baño y nos dejaban ir después de mucha insistencia. Y teníamos que hacer ahí, no querían que nos moviéramos. Así nos tuvieron hasta las cinco de la tarde. Los chicos tenían hambre, sed. Pero nunca les dieron nada. En un momento, le ofrecieron caramelos y los nenes ni las miraron, hicieron como que no las escucharon. Después, buscaban por todos lados. Sacaron cuchillos, machetes, hacha, motosierra, todas nuestras cosas que usamos en el campo. Uno de los nenes se había guardado una herramienta debajo de su cuerpo. No se movía, quería conservar algo. Y eso fue lo único que se salvó.
—¿Qué pudieron ver desde donde estaban?
—Algunos escopeteros se fueron para un lado, otros corrieron para el río. Era un movimiento de camiones, camionetas, te mareaba todo lo que pasaba. Y, de pronto, hicieron un fogón. Una lamgen había venido a vivir al territorio hacía poco y le prendieron fuego todas sus cosas: sillas, mesas, ropa. Nosotros preguntábamos por qué hacían eso y nos gritaban: “Ustedes calladitas, si no, las detenemos”. Yo recuerdo cuando corren todos para abajo, digo “ay, que no agarren a nadie”. No sabía qué hacer de la impotencia. Me arrodillé mirando el fogón y pedí que el newen (fuerza) los acompañara y que no agarraran a nadie.
—¿Llegaste a ver la camioneta que sale más temprano?
—Sí, fue como a la una y algo, salió para la ruta, para la derecha, para el lado del cruce de El Maitén. Hacían movimientos de que trasladaban algo de un camión a la camioneta. Y, después, la camioneta sale para el otro lado. Todo esto pasó mientras estaban prendiendo fuego las cosas, entonces, no prestamos mucha atención. Después, con el tiempo, pensé si no lo hicieron para distraernos. Porque no entendíamos por qué quemaban todo. Prendieron fuego las carpas y hasta los juguetes de los nenes, que decían “no, mis muñecos”. Mirábamos todo eso y no mirábamos lo que pasaba a la derecha nuestra. Y yo creo que ese fue el momento en el que lo subieron.
—¿Notaste alguna otra situación que te llamara la atención?
—Estaban muy nerviosos. Me acuerdo que una gendarme dijo: “Yo me quiero ir a la mierda de acá”. Como si tuviera que ser cómplice de una situación que no quería.
—Vos fuiste una de las primeras en declarar ante la Justicia.
—Sí, fui tres veces. Con Otranto a los pocos días. Después, con Lleral, y la tercera, el año pasado, cuando me citaron por la causa del corte de ruta. Esa vez, les dije a Otranto y a la fiscal (Silvina Avila) que yo no iba a declarar con gente que tenía que ver con la desaparición de Santiago, les dije que antes yo los había saludado con respeto, pero que ahora no merecían el más mínimo respeto. Ellos se miraban, se preguntaban cómo les podía decir una cosa así.
Es que para nosotros fue comprobar algo que ya sabíamos, lo injusto de la Justicia, el actuar del Estado, sus medios hegemónicos, su policía, en este caso, los gendarmes. Aunque, sinceramente, nunca pensamos que podía ser tanto.
Mientras nosotros buscábamos a Santiago, ellos buscaban “culpables” para meter en cana. El hecho de volver a un territorio tiene su costo. Y ellos tenían en claro a quién querían culpar.
—¿Como, por ejemplo, a tu hijo?
—Lucas no iba a declarar, porque nosotros siempre consideramos como comunidad que lo único que querían eran tener nombres, y no nos equivocamos. A nadie le importaba los riesgos que corríamos. Pero empezó a salir el nombre de Lucas en los medios (primero, como el “testigo E” y, después, con nombre y apellido), entonces, decidimos ir. Aquella vez, también nos dijeron no le digan a nadie, no le avisen a ningún medio. Fue en Epuyen. Fuimos toda la familia con él. Cuando llegamos, era muy raro. Había uno grandote de seguridad que miraba todo el tiempo por la ventana. Y ni siquiera le avisaron a la familia de Santiago ni a la abogada, los notificaron a último momento, pero ya no podían llegar porque estaban en Buenos Aires. No querían que estuviera nadie. Y ahí le tomaron declaración Lleral y su secretario.
—¿Lucas lo ve a Santiago en el río?
—Entran juntos al agua y Lucas se enreda entre unas matas. El Brujo lo va a sacar. Fijate todo eso que hizo. Y, entonces, después, cuando van a cruzar, el Brujo va con el agua por las rodillas y dice “no, yo me vuelvo”. Lucas le dice “vamos, vamos”. Pero el Brujo pega la vuelta y se mete debajo de los sauces. Lucas llega al otro lado y le hace señas para que cruce. Después, llegan los gendarmes hasta el río y le pegan un piedrazo a otro de los lamngen. Ahí ellos se van, pero la lamngen Eli (Elizabeth Loncopan) sí escucha cuando lo agarran al Brujo. Después, en sus declaraciones, los gendarmes se contradicen entre ellos.
—¿Qué te pasa cuando, después de todo lo que pasaron, escuchás que algunos medios atacan a la comunidad, a la familia y la justicia los acusa de asociación ilícita y de falso testimonio?
—No me sorprende, por ahí, depende cómo me agarra. A veces, me da rabia, otras veces, me da risa. Se enfocan más en eso y no en lo que pasó. Quieren dejarnos a los mapuche mal ante la opinión pública. Yo tenía pinchado el teléfono y pasan una conversación con Sergio Maldonado justo en la parte de lo que yo pienso sobre el Estado argentino. Yo, en un momento, le digo “me cago en el Estado, la justicia y bla bla”. Y todas esas cosas las quieren resaltar para que la opinión pública diga “mirá esta mapuche, no quiere a los argentinos”. Y los argentinos que vivan felices y contentos, pero yo soy mapuche y esta nacionalidad que tengo a mí me la impusieron, y voy a defender lo mío. Ellos me quieren dejar mal ante los demás y no dicen nada de las amenazas que recibimos. De los aprietes de todos lados. De cuando vivíamos en Puelo y pasaba Echazú cerca.
—¿Cómo fue eso?
—Mi nene, el más chiquito, tenía 9 años y recién lo mandaba a comprar al kiosco, a media cuadra. Cuando vuelve, me doy vuelta y veo pasar la camioneta de Gendarmería y Echazú mirándome. Me agarró una cosa, un terror. De la sorpresa y el miedo, me quedé muda. No me salía la voz. Estuve tres días así, era desesperante porque me llamaban y no podía hablar, pedía que me escribieran y, a la noche, no me podía dormir. Pensaba: mirá si me pasa algo y no puedo pedir auxilio. Pensaba en mi hijo, que lo estaban viendo, que le podían hacer cualquier cosa. Y después, nos robaban todo el tiempo, teníamos las ventanas abiertas cada vez que volvíamos. Son amenazas encubiertas. Se llevaron documentos, ropa. Una vez, dejaron enganchado en un palo un pendrive que teníamos con fotos.
—¿A Santiago lo conocías bien?
—No lo vi tantas veces, pero, en el último tiempo, habíamos compartido mucho. Era una persona muy espiritual. Y los que plantaron su cuerpo río arriba les salió mal la jugada, porque pretendían que saliera más abajo. Pero salió unos metros más arriba de donde lo vieron por última vez. ¿Y eso cómo se entiende? Yo creo que él salió donde quiso salir, en el lugar donde todo el tiempo estábamos yendo a buscar agua. Su espíritu llevó su cuerpo ahí. El último tiempo que compartimos, el Brujo hablaba mucho de la muerte, había tenido sueños muy feos, como que lo acorralaban. Nosotros le decíamos “no seas perseguido, no pasa nada”. Pero él insistía “que algo malo va a pasar”. Un día, en la casa de una lamngen, tirábamos las cartas de tarot y nos matábamos de la risa porque a todos le salían cosas que eran verdad. El último fue el Brujo, pero él se las quería tirar completas, no así nomás como nosotros. Le salió que tenía que cuidarse porque iba a estar metido en un lío muy grande, que corría peligro. Todas esas cosas nos acordábamos después.
—¿Qué es lo que más recordás de Santiago?
—Su alegría, esa última noche en la lof, no paraba de reírse. Hacía mucho frío, había una neblina terrible, pero él no dejaba de hacer bromas y cargarnos. También me acuerdo de haberme alegrado mucho al verlo en una movilización en Esquel. Porque todo el mundo te dice ”qué copado esto de los mapuche que se están levantando”, pero, cuando después las papas queman, no tenés a nadie al lado. Y a mí me puso contenta verlo, porque era verdad que le interesábamos.
Siempre me decía “cuándo me van a llevar a la lof” y, por dentro, yo pensaba “qué pesado”, porque él era vegano y los lamngen son re carnívoros. Una de las veces en la guardia, había dos caranchos colgados, porque se comían las gallinas, y también una liebre muerta. Y yo me imaginaba llevar al Brujo y que viera todo ese panorama, me parecía muy fuerte, por eso no lo quería llevar. Pero una compa me dijo “llevalo igual”. Y, entonces, le dije que tal día iba para allá. Y él dijo “vamos”, ni lo dudó. La idea era visibilizar la prisión de Facundo (Jones Huala) y pedir su libertad. Jamás nos íbamos a imaginar que pasara algo así.
—Pasaron tres años y la justicia se niega a investigar la desaparición forzada. ¿Creés que eso pueda cambiar en el corto plazo?
—La verdad que no creo en la Justicia. ¿Qué justicia vamos a esperar? ¿Va a caer un gendarme? ¿Dos gendarmes? Tampoco me interesa que alguien esté en cana. ¿De qué sirve? Después, los trasladan y, al final, ni sabés dónde están. Yo le pregunté a un gendarme que vino a traerme una notificación: “¿Dónde está Echazú?”. ¿Y qué me tendría que haber respondido? “Disculpe, señora, de esto no hablo”. Pero se sintió tan mal que me dijo: “Creo que lo llevaron a la provincia de Buenos Aires”, como diciendo yo no tengo nada que ver con él. Al Brujo ya lo asesinaron. Lo asesinaron, pero no lo mataron, porque siempre está presente. Cada vez que hay una recuperación, la gente se acuerda del Brujo, por más que no sea mapuche. Está presente en todas las luchas. Hace un tiempo, en Mallín, estaban avanzando con las excavadoras y la gente resistía. Está presente ahí, está vivo en eso. Les salió el tiro por la culata. En realidad, querían agarrar un mapuche y, cuando se lo llevaron, se dieron cuenta de que no era. Lo demás se verá con el tiempo. Quizás a algún gendarme se le ocurra confesar, mandar al frente a otro o contar lo que vio o escuchó ese día.
*Por Maxi Goldschmidt para Revista Cítrica / Imagen de portada: Juan Pablo Barrientos.