A 10 años del Matrimonio Igualitario en la Argentina
Pasada una década, nos vuelven las imágenes de la madrugada del 15 de julio, la plaza llena de abrazos y lágrimas. Tras 15 horas de debate, se aprobaba el Matrimonio Igualitario en nuestro país. Un derecho conseguido tras una larga lucha y que abría nuevos horizontes. Conversamos con Emmanuel Theumer, en un intento de hacer memoria y reflexionar sobre los desafíos de esta actualidad.
Por Redacción La tinta
Históricamente, el derecho a la unión conyugal fue un privilegio de la heterocissexualidad que fue disputado y vuelto una demanda político sexual desde el colectivo LGBT. Durante 2010, en una escena protagónica como nunca antes y transmitida en todo el país, en medio de discursos de odio, patologizantes y ridículos, se dio la batalla histórica sobre la posibilidad de elegir una condición jurídica, un reconocimiento legal a una opción o forma del amor: el matrimonio civil igualitario.
El 2010 estuvo teñido por los doscientos años de la Revolución de Mayo, ese clima festivo y revolucionario impregnó con más fuerza la lucha bajo consignas como “los mismos derechos con los mismos nombres” y “bicentenario con igualdad”. El camino recorrido por los activismos en la Argentina, para llegar a la sanción de la ley, fue largo. Las discusiones, los debates que conformaron esta lucha fueron amplios y diversos: desde la diferencia a la igualdad, desde la mirada anti normativa al reconocimiento, desde la pregunta en torno a la regulación del Estado sobre la sexualidad, entre muchos otros argumentos y reflexiones.
Sin embargo, algunos hitos evidenciaban un hueco de dolor, como el día en que Carlos Jáuregui se quedó sin casa, sin nada más que un bolso con ropa y libros, tras enviudar, luego de tantos años de vida compartida. O cuando, desde la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), expresaron que había personas a las cuales no dejaban entrar a terapia intensiva para ver a su pareja o asistir al velatorio, y así una lista anónima de situaciones. También hubo hitos que allanaron el recorrido: en 2002, la Ciudad de Buenos Aires incorpora la unión civil; el caso de María Rachid y Claudia Castro que llegó a la Corte Suprema en 2007; César Cigliutti de la CHA y su larga militancia al respecto, por mencionar algunos.
El contrato civil del matrimonio, esa ley creada sólo para dos, un pacto como forma de amor monogámico, como un proyecto de vida a alcanzar, regulado por el Estado y, quizás, plagado de estereotipos, puede ser más o menos disputado, simbólica y realmente, desde miradas disidentes y queer que permiten romper con un orden sexo genérico de afectos e intercambios. A fin de cuentas, casarse era un privilegio heterosexual y que hoy exista la posibilidad de elegir para todxs nos torna, como sociedad, un poco más plurales y contribuye a que cada quien haga lo que quiera según su vivir, sus deseos y afectos.
Pero con eso no alcanza, menos en un sistema-mundo donde, detrás de un discurso de la “ideología del género”, se recrudece un neofascismo conservador y religioso que gana bancas en Congresos, que se conforma como “las bases” de partidos políticos que gobiernan en distintos puntos del mundo, en lo regional y en lo local. Que se organiza en grupos que viralizan campañas de odio, familias que disputan la educación de sus hijxs “Con mis hijos no te metas” y la violencia por razón de género cotidiana.
La tinta conversó con Emmanuel Theumer, para profundizar algunas preguntas que nos rondan a 10 años del Matrimonio Igualitario:
—¿Cuál creés que fue el contexto que permitió que fuera posible esa aprobación, en medio de disputas culturales, sociales y políticas? ¿Creés que esa ley abrió un camino para lo que vino después, en términos de más conquistas de derechos para la comunidad LGBTTTQI+?
Las demandas por reconocimiento conyugal se desarrollaron en el contexto de un Estado interesado en reconocer derechos humanos y, especialmente, sexuales. Pero esto no basta para explicar el triunfo social del “matrimonio igualitario”. Durante 2010, asistimos a una polarización social en torno a la diversidad sexual que no tiene antecedentes en Argentina. La posibilidad de aprobación del “matrimonio igualitario” pasó a ser tema de debates en los almuerzos familiares, las crecientes redes sociales y las calles. Soy de quienes defienden la idea de que la mutación discursivo-política de “matrimonio gay-lésbico” en “matrimonio igualitario” fue clave para hacer frente al conservadurismo religioso que, a sabiendas de una creciente aceptación social, ofrecía instituciones como la unión civil, supuestamente más modernizadoras (laicas), pero que negaban el derecho a la adopción.
Esta mutación de la protesta está caracterizada por la invocación de la igualdad para reclamar “el mismo amor, los mismos derechos”, haciendo del matrimonio una institución ni exclusivamente heterosexual ni un requisito de gays-lesbianas, sino, más bien, un derecho que debía ser accesible para todo el pueblo.
La fuerza de la igualdad activada durante la protesta es clave para entender cómo la demanda pudo dejar de ser meramente “particularista” para alojarse en lo popular y el pueblo.
Esto permitió traccionar significantes con enorme peso ideológico. La apropiación subversiva del “matrimonio” se presentaba como una deuda de la democracia, pero, también, bajo sloganes como “bicentenario con igualdad”, se hundía en conmemoraciones simbólicas del Estado y la patria. El llamado del actual Francisco I a combatir una guerra contra el “Padre de la mentira” (sic) tiene que leerse como un esfuerzo desesperado por reclamar para sí un pueblo, cuando la aceptación social del matrimonio para todxs ya estaba extendida.
Quiero mantener las comillas de este “matrimonio igualitario” porque, si bien destaco la fuerza retórica que tuvo la igualdad, no puedo desconocer que tuvo lugar en un contexto en el que el reconocimiento legal de la identidad de género aún no existía. Sin embargo, la ley sustituyó el matrimonio entre “hombre y mujer” por la figura de «contrayentes», desdibujando la bicategorización del sexo.
La protesta por el «matrimonio igualitario», sostengo en mi investigación doctoral en curso, significó un parte-aguas en el movimiento de disidencia sexual y de género. Involucró un antes y un después oficiando como una gran “ventana de oportunidades políticas” que resituó al actor colectivo frente al Estado y abrió una red de protestas que llegan a nuestros días, por ejemplo, con el actual cupo laboral travesti-trans.
—Conversás con pibes y pibas de 18 años, que crecieron con la idea del matrimonio igualitario, que son la generación de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI), que construyen sus vivencias del género y sexualidad con entornos más libres, que ponen en tensión las formas y formatos del amor, y la idea del casamiento, ¿y cómo les explicás lo que significó el casamiento para la comunidad LGBT? ¿Cómo explicar la demanda, la necesidad del sello del Estado en el reconocimiento al amor?
Todas las buenas vibras terrenales para que esta nueva generación herede memorias y conocimientos históricos acerca de la clandestinidad, criminalización, patologización y purgación social que marcaron las trayectorias sexuales de nuestra comunidad. La “generación educada en ESI”, con todos sus matices curriculares, es, en parte, un efecto del campo discursivo expandido por la protesta por el “matrimonio igualitario”.
La salida triunfante del «matrimonio igualitario» habilitó nuevos decibles sobre la sexualidad, el afecto, el parentesco más allá de la pareja conyugal heterocentrada. Y, desde luego, produjo también nuevos silencios al cargar privilegios sobre cierta forma de afectación sexual (la pareja matrimonial) en detrimento de otras prácticas, afectaciones, parentescos comunitarios como los sostenidos por maricas y travestis. Esto, en su momento, fue resaltado por la crítica queer en términos de normalización y asimilación de lxs históricamente desviadxs sexuales… con todo, impugnar el matrimonio como empujarnos alocadamente a casarnos, ¿no son ambas formas de prescribir lo que debería hacer un gay o una lesbiana?
Sin embargo, embriagada ante lo que sería una nueva entrega de la regulación sexual al Estado, esta crítica parecía agotarse rápidamente en un escenario de virulenta crispación social en la que se nos había declarado la guerra, acusándonos de la caída de la Nación, la perversión de “los niños”, el fin de la especie, la gloriosa homosexualización del mundo y tanto más.
Qué dudas caben: el “matrimonio igualitario” removía sedimentos culturales con los que nos habíamos pensado como sociedad, pero también la ciudadanía y la política, e, incluso, con lo que habíamos moldeado lo humano.
Dos pancartas levantadas durante las movilizaciones reaccionarias sintetizan lo que quiero decir: una dibujaba una tuerca y un tornillo bajo el título “Las cosas como deben ser”. ¡Jamás vi una mejor síntesis de la heterosexualidad como mecánicamente regulada! Otra, en un naranja furioso, aclamaba “Sodoma = Argentina”.
—Tomaron noticia nacional los hechos del 28 de junio, ocurridos en Córdoba, sucesos de odio hacia la comunidad LGBTTTIQ+ por parte de algunas personas, que bajaron la bandera del orgullo y violentaron compañeres. ¿Qué se nos presenta como desafío en términos de transformación cultural frente a la vuelta de la derecha conservadora y fundamentalista en la región?
Córdoba nunca dejó de ser la ciudad donde fue fusilada Pepa Gaitán. El acto de odio al que se asistió durante la conmemoración por el Día del Orgullo nos mantiene alertas ante nuestras fantasías de “progresismo sexual” por el reconocimiento de algunos derechos. Nos debe mantener alertas porque los derechos nunca se “poseen” de una vez y para siempre, sino que se mantienen en constante disputa. En esto consiste la lucha política.
Al mismo tiempo, el episodio ocurrido en Córdoba (también en San Luis, Rosario y Mar del Plata) nos informa de un creciente neofacismo heterosexista en el que la defensa del derecho al “matrimonio igualitario” (incluido mi derecho a no casarme) tiene una radicalidad incluso mayor a la de hace una década. Partir en pedazos una placa conmemorativa del Orgullo es intentar restringir –política, moral, socialmente- quiénes pueden pertenecer a una comunidad y quiénes merecen un golpe. Una fractura lapidaria. Ante ello, necesitamos de un radiante Orgullo críticamente disidente, pero, al mismo tiempo, insistente en devenir con-, insistente en la conexión, en la coalición.
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*Por Redacción La tinta / Imagen de portada: Colectivo Manifiesto.