Quitar el bronce

Quitar el bronce
16 junio, 2020 por Redacción La tinta

Por Ignacio Liziardi para La tinta

Mayo comenzó a quemar con la muerte de George Floyd a manos de la Policía en Minneapolis, otro caso de brutalidad de las fuerzas de seguridad policial como los miles que suceden diariamente a lo largo y a lo ancho del continente. En la misma línea, escasos días después y en una especie de macabro homenaje, un grupo de uniformados propició una brutal golpiza a una familia qom en Chaco. Como muchos han señalado, lo único que diferencia estos casos de los millares anteriores (e, incluso, tristemente por venir) es el hecho de que pudieron quedar registrados con teléfonos celulares y viralizados por las redes sociales.

Esto generó una ola de indignación popular, haciendo que las protestas llegaran a las puertas de la Casa Blanca bajo la consigna Black Lives Matter. En este marco de movilización generalizada, pese a los peligros de contagio debido a la pandemia, los manifestantes comenzaron a dañar y retirar estatuas de célebres constructores de la civilización occidental.


La ciudad inglesa de Bristol inauguró la saga derribando la estatua de Edward Colston, quien fuera un reconocido tratante de esclavos de los siglos XVII y XVIII, impulsor de la era dorada comercial de dicha ciudad, responsable del traslado de casi cien mil negros a las colonias de Norteamérica. Esto enfrentó, una vez más, a los ciudadanos británicos con su pasado. En Bélgica, fue pintada, quemada y, luego, oficialmente retirada una imagen de Leopoldo II, rey carnicero del Estado Libre del Congo, responsable de millones de muertes por la sed de marfil. En otros puntos, han sido decapitadas estatuas de quien abrió la puerta, el tristemente célebre Cristóbal Colón.


Algunos sectores, en un intento fallido de velar su postura conservadora, se lamentan por lo sucedido con las estatuas en tanto obras de arte, muchas de las cuales acabaron bajo el agua en un acto que puede leerse como un lavaje de culpa histórica. En estos casos, no podemos sino recordar a Walter Benjamin, quien dejó bien claro que no hay ningún documento de cultura que no sea, al mismo tiempo, documento de barbarie. La sentencia del filósofo alemán, víctima del nazismo, se ajusta particularmente bien a los pedestales de los que hablamos acá. No existe el arte inocente. Hay una diferencia abismal entre la exhibición de estas imágenes en la vía pública, como parte del urbanismo y protagonistas incuestionables del espacio que habitan, y la exposición de las mismas en museos.

En estrecha relación con lo anterior, algo borroso, se encuentran quienes se oponen a estas prácticas enarbolando la bandera de la Historia Inmutable: “Es terrible, pero es parte de la historia y está mal que se retiren las estatuas, sino ¿cómo se supone que aprendamos acerca del pasado?”. Este argumento supo circular, más fuerte que hoy, cuando fue retirado el cuadro de Jorge Rafael Videla del Colegio Militar de El Palomar e, incluso en ese momento, olía rancio.

En un reciente artículo para The Guardian, Charlotte Lydia Riley objeta lo evidente con respecto a la estatua de Colston: “Los historiadores no temen a la reescritura de la historia, al contrario, la están reescribiendo todo el tiempo porque es su trabajo”. Que una estatua de un personaje de este calado sea derribada es también, dice la autora, parte de la historia y nos enseña acerca de la resignificación de los hechos. Advierte, a su vez, sobre la nostalgia imperial que ronda en Reino Unido, lo cual no es otra cosa que temor al cambio.

En el caso de las estatuas, éstas representan claramente la celebración y entronización de dichos individuos y sus acciones por parte de los Estados nacionales modernos, agradecidos por su labor civilizadora. La perpetuidad de estas imágenes no hace más que sostener la postura de dichos gobiernos con respecto a su memoria, una memoria imperialista, represiva y profundamente racista. En Alemania, los inagotables monumentos del nazismo han sido demolidos en su mayoría, otros funcionan como espacios de memoria, lo que es completamente distinto, al igual que la ESMA o La Perla, que representan posturas claras de un Estado frente a su pasado y un compromiso (siempre incompleto y en construcción) con los derechos humanos.

Por estos pagos, es paradigmático el caso de Julio Argentino Roca, militar y presidente, defensor del estatus quo y de los intereses de la oligarquía, artífice de la destrucción de los pueblos originarios australes. Sus estatuas embadurnan el país, presentes en cada poblado y erigidas en todos los materiales imaginables.

En una memorable contratapa en Página12, allá por el 2010, Osvaldo Bayer nos hablaba de desmonumentar a Roca, como parte de una amplia campaña que entendía como urgente quitar su vergonzosa imagen de las calles y espacios públicos del país. El mundo se desmonumenta, se sacude el bronce de sus genocidas. Tarea que nosotros debemos continuar.

* Por Ignacio Liziardi para La tinta

Palabras claves: George Floyd, Monumentos

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