Otra historia de espías: sobre la denuncia de la AFI

Otra historia de espías: sobre la denuncia de la AFI
9 junio, 2020 por Redacción La tinta

En medio de la cuarentena, la denuncia formulada por Cristina Caamaño Pais, interventora de la AFI (ex SIDE), sobre las evidencias que encontró de espionaje a gran escala realizado durante la gestión de Mauricio Macri sobre integrantes de organizaciones políticas, periodistas, y un largo etcétera, rompió un poco la monotonía de los titulares, mayoritariamente vinculados al COVID-19.

Por María del Carmen Verdú para Abriendo caminos

La denuncia se basa en el hallazgo de materiales que prueban la producción de “inteligencia ilegal” durante el anterior gobierno, en perjuicio de unas 500 personas con actividad política, referentes de organizaciones de todo tipo y otro tanto de periodistas, más de un centenar afiliadxs al SiPreBA. Lo que la intervención encontró fueron registros digitales (algunos borrados, pero que pudieron recuperarse), informes y fichas con todo el contenido habitual de las tareas de espionaje -datos filiatorios y laborales, perfil político e ideológico, relaciones personales-, a lo que se suma, en pleno siglo XXI, el uso de redes sociales (contenido de posteos o publicaciones, cuentas que la persona sigue, etc.).

El escándalo desatado es mayúsculo, condimentado con la comprobación de que esta área quizás haya sido la única en la que el gobierno de Cambiemos probó ser “democrático”: espiaron con tanto énfasis a tropa propia como a opositores. Un dato común, por cierto, con la causa de las “escuchas”, como se conoció la del espionaje llevado a cabo desde el gobierno de la Ciudad a cargo de Mauricio Macri, que asumió la presidencia de la Nación, en 2015, procesado por espionaje junto a su ex ministro Mariano Narodowsky, el extinto “Fino” Palacios y Ciro James. Claro que, a los pocos días de entrar en la Casa Rosada, la taba pegó la vuelta y Macri fue sobreseído, y un par de años después, cuando ya estaba todo listo para el juicio oral, la “magia” de la Cámara de Casación Federal mandó todo, literalmente, a fojas cero.

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(Imágenes: La tinta)

El hecho en sí es un capítulo más en la larguísima lista de episodios de espionaje semejantes de las últimas décadas, con la diferencia, que todavía debe probarse sustancial, de que, esta vez, quien encontrara el material y formulara la denuncia sea la funcionaria a cargo de la Agencia Federal de Inteligencia. En la ya citada causa de las escuchas porteñas, y en muchas otras anteriores y posteriores, fueron siempre las víctimas del espionaje quienes denunciaron pública y judicialmente, y sistemáticamente el escollo que dificultó, o directamente frenó cualquier investigación útil, fue la alegación a que hay áreas y actos de gobierno protegidos y escamoteados al público escrutinio, por razones de “seguridad de estado”. Dado que, esta vez, quien tocó pito es, a la vez, la que tiene las llaves de todas las puertas en los edificios operativos de la AFI, el resultado debería ser diferente y, por una vez, deberíamos enterarnos cómo funcionan las redes de espionaje político en Argentina.

En los 80, trascendieron las tareas de inteligencia sobre militantes populares realizadas por el entonces DEPOC (Departamento de Protección al Orden Constitucional) de la Policía Federal, luego reconvertido en la División Operaciones del Departamento Seguridad de Estado, que fue, ya en los 90, el principal protagonista del espionaje sobre las organizaciones populares. En 1995, en la causa iniciada por el ministro del Interior del menemismo, Carlos Corach, contra un conjunto de militantes y organizaciones en el fuero federal de Comodoro Py, la “prueba” de los supuestos delitos denunciados eran dos carpetas conteniendo información de inteligencia, encuadernadas con tapas azules, y un video. El video contenía imágenes editadas, confusamente mezcladas, subtituladas y ¡musicalizadas! en las que se observaban rostros de dirigentes de las agrupaciones denunciadas en distintas actividades y protestas, como movilizaciones en el aniversario de Walter Bulacio, manifestaciones estudiantiles contra la Ley Federal de Educación y marchas de los jubilados en Congreso. Las carpetas, que comenzamos a llamar “Libro Azul” a falta de otro nombre, contenían información política y personal sobre más de 250 personas de casi todo el arco militante de la izquierda (no sólo de los denunciados).

Buena parte de los datos se referían a reuniones cerradas en locales o domicilios privados, por lo que se los debió obtener pinchando”teléfonos, introduciendo micrófonos o mediante agentes encubiertos infiltrados en las agrupaciones. En la causa iniciada a partir del descubrimiento de ese material, la Policía Federal, la SIDE y el ministerio del Interior negaron tajantemente haberlo confeccionado esas carpetas, lo que motivó que, en 1997, la acusación revirtiera sobre quien las presentó, el ministro Corach. A pesar de los esfuerzos que se hicieron desde la querella, más de la mitad de la documentación estuvo siempre reservada con el argumento del “secreto de Estado” y, finalmente, la jueza María Romina Servini de Cubría se dio el gusto de archivar por “falta de pruebas”.

En aquellos años, vimos similares “informes de inteligencia” provistos por personal de la Policía Federal, la SIDE y otras dependencias oficiales, en múltiples causas, como la seguida hace unos 10 años contra los integrantes de un comedor popular en el barrio del Abasto, en la ciudad de Buenos Aires, donde los espías hablaban de “vínculos con Sendero Luminoso” porque, entre los concurrentes al comedor, había ciudadanos peruanos. En 2001, se inició una causa penal como consecuencia de la movilización a la Casa de la Provincia de Salta el 18 de junio de 2001, en repudio de los asesinatos de José Barrios y Carlos Santillán. Allí, el Comisario José Antonio Portaluri remitió al juzgado un informe en el indicaba a la jueza a quiénes se debía procesar, que contenía fotos, nombre y apellido, número de documento y domicilio, de tres personas, dos muchachas veinteañeras integrantes de una de las organizaciones movilizadas y un simple adherente que ni siquiera había concurrido a la movilización. También en 2001, les tocó el turno a militantes de CORREPI. Una abogada que colaboraba con la organización concurrió a un penal provincial y notó que, antes de autorizar su ingreso, el guardiacárcel consultaba un listado. Con cierta ingenuidad, el uniformado le pidió disculpas por la demora, explicándole que “si vienen los abogados que están en este memo, tenemos que avisar a la superioridad”. Se trataba –como lo confirmó una causa penal- del “Despacho 02/01″, que ordenaba al personal de todas las unidades penales de la provincia comunicar a la Secretaría de Informaciones del Servicio Penitenciario Bonaerense la visita de lxs abogadxs de esa organización antirrepresiva, incluyendo los nombres de los internos entrevistados. El Inspector Mayor del SPB, Carlos A. Scheffer, titular de esa secretaría y firmante de la directiva, se hizo cargo como único responsable del hecho.

102 detenidxs, siete de ellos procesados con prisión preventiva. La principal pieza acusatoria era un informe del Departamento Seguridad de Estado de la PFA, basado en tareas de inteligencia seguidas contra varias agrupaciones, en el que, por el sólo hecho de “haber participado de determinadas movilizaciones o de haber reivindicado hechos de protesta antiimperialista, se identificaba a varios dirigentes de esas organizaciones, acompañando material fotográfico y fichas personales». Además de esos datos, el informe, firmado por el comisario Cantalicio Bobadilla, contenía su propio análisis de la información, que concluía que, en realidad, todas esas agrupaciones eran simples “frentes de masas” de una única organización clandestina, que tenía por objeto desestabilizar el sistema democrático.

Así, podríamos enumerar centenares de casos más, como en noviembre de 2005, cuando más informes de inteligencia fueron utilizados para criminalizar manifestantes por las marchas antiimperialistas en Buenos Aires y Mar del Plata. O, más cerca en el tiempo, cuando en noviembre de 2011, CORREPI y CeProDH denunciaron ante la justicia federal que personal de Gendarmería Nacional realizaba tareas de inteligencia sobre militantes gremiales, estudiantiles, políticos y sociales. También, en 2013, la Agencia Walsh, acompañada por los organismos y organizaciones del EMVyJ, denunció que Américo Balbuena, oficial mayor de Inteligencia de la Policía Federal, estaba infiltrado desde hacía once años.

Además de estos ejemplos, en tiempos nada lejanos, se verificó, también, que la Armada hacía lo propio en la ciudad de Trelew. Y si dispusiéramos de más espacio, podríamos abundar con otros casos. Sabemos, y denunciamos hace décadas, que, sistemáticamente, el aparato estatal nos espía, nos manda infiltrados, nos hace seguimientos, escucha nuestras conversaciones, nos filma y fotografía, y que esa “información” es luego utilizada por el aparato judicial para dar cuerpo a las causas con las que se nos persigue. Hoy, el acceso a redes sociales y dispositivos de comunicación electrónica, a la vez que nos facilitan la comunicación e información, aportan un espacio más para el espionaje. No es menor señalar que acaba de publicarse en el Boletín Oficial el “Protocolo General para la Prevención Policial del Delito con uso de Fuentes Digitales Abiertas”. No es ni más ni menos que el “manual” para el ciberpatrullaje dispuesto, teóricamente mientras dure la situación de excepción determinada por la pandemia de COVID-19, por el Ministerio de Seguridad de la Nación.

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Las “fuentes digitales abiertas” se definen en la norma como “los medios y plataformas de información y comunicación digital de carácter público, no sensible y sin clasificación de seguridad”, es decir, cualquier red social. Y aunque la letra de la resolución señala que “la protesta a través de redes sociales no formará parte de ningún indicador delictivo establecido” para estas tareas, lo cierto es que, por ejemplo, el músico y dueño de un almacén Rodrigo Etchudez, de Monte Quemado, del norte de Santiago del Estero, acaba de ser imputado penalmente porque publicó un posteo convocando a usar el horario dispuesto en la pandemia para “recreación”, esto es, sábados y domingos de 16 a 17, “en reclamo de todo lo que está mal en Santiago” bajo la gestión de Gerardo Zamora.

No nos ofrece ninguna garantía que este Protocolo expresamente excluya la intervención de organismos de inteligencia y limite su implementación a las fuerzas de seguridad, que, en todos los casos, tienen sus propias estructuras de inteligencia, como se reseñó más arriba, y, por cierto, es más que preocupante que uno de los ejes previstos refiera a la tan peligrosa como ambigua noción de “terrorismo”.

Entonces, mientras es bienvenido que sea el propio Estado, a través de sus funcionarios, quien denuncie esas ilegales tareas de espionaje llevadas a cabo en la gestión anterior (causa en la que será la actividad de lxs compañeros victimizadxs, actuando como querellantes, la que permitirá cierta transparencia a la investigación), no podemos dejar de alertar sobre la potencialidad dañina de insistir en prácticas de espionaje y vigilancia del activismo individual o colectivo a través del ciberpatrullaje.

*Por María del Carmen Verdú para Abriendo caminos / Imagen de portada: Abriendo caminos.

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