Primero no fue el miedo
Primero no fue miedo. Quizás asombro y la atracción que suscita lo exótico. El nombre extraño de la ciudad de los mercados mugrientos. Lo primero fue el televisor que proyectaba los números en vivo. Casos, muertos, casos, muertos, casos, muertos. Mapas llenos de círculos rojos que crecían como la humedad de las paredes.
Después las ciudades en cuarentena, la palabra pandemia en boca de todos, la inmunidad como incerteza.
Qué fácil parece ahora la vida anterior a este sopor en el que estamos. Qué simples los cuerpos y su ritmo, su mecánica invisible. Si hubiésemos advertido que el curso de la historia se jugaba en el punto cero del contagio. La peste. La vida desconocida como tal.
Quién podrá decir que la culpa no es propia. Que nada hizo para contribuir a la caída, como caen las naranjas en invierno, llenas del sabor que acumularon con la helada.
El riesgo es una amenaza imperceptible, omnipresente, daña más que cualquier peste, más que la helada. Porque ahora sí, es el miedo y su certeza, los enemigos que sabíamos ahí, en cierta forma inofensivos. Nos habíamos acostumbrado a la mansedumbre y ahora nos hablan de la guerra, como si no tuviésemos que alimentar una vida lo suficiente, dar de comer a los hijos, ganarse el pan. Una vida es tan poco después de todo, cuando hablan de la guerra. En la guerra a escala planetaria, una vida ya no cuenta. Solo se trata de amigos o enemigos y su distribución exacta.
El deseo, en cambio, es tan distinto, corre, llama, mezcla lo que no debía mixturarse, enciende por sí solo la soledad de los días. El deseo tomando de los cuerpos su memoria de músculos, la verdad de lo vivo, poder decir aquí he sido amada. Los cuerpos, habituados al cansancio de sostener una rutina de siglos, siguen siendo lo único que ofrece novedad en el desierto humano. O acaso no los han visto inclinarse, parecer vencidos y –sin embargo- encontrar la belleza y el goce. Los cuerpos amputados, torturados, enterrados de mujeres no nos han mostrado que la vida siempre vuelve, que la casa está donde descansan los muertos.
Quisiera un cuerpo donde alojar la peste, anhelar el contagio y extenderme en otros cuerpos donde encontrar mi morada. Tocar y ser tocada. Saber que no habrá nada que nos proteja de la muerte o de esta obediencia marcial, que acabará siendo lo mismo.
Por Marina Chena para Lobo Suelto / Foto: La tinta