De plantas, sociedades y pandemias

De plantas, sociedades y pandemias
28 abril, 2020 por Redacción La tinta

A raíz de ejemplos puntuales, David Jiménez-Escobar –Doctor en Ciencias Biológicas del Instituto de Antropología de Córdoba CONICET–Museo de Antropología de la UNC– destaca el papel que tienen las plantas en nuestras sociedades. Estas protagonistas, algunas veces olvidadas, han construido profundos vínculos a lo largo de miles de años, lazos de convivencia con la humanidad. Las pandemias traen reflexiones y, en otras ocasiones, las plantas, las soluciones.

Por Dr. David Jiménez-Escobar para Museo de Antropología

Desde nuestras casas (aquellxs que podemos), confinados al aislamiento, romantizando la vida al son de sutiles encuentros que nos generan las videollamadas y llenos de miedos al contagio, al vínculo con lxs otrxs, llega un momento en que empezamos a cuestionarnos, a preguntarnos: ¿Qué pasó? ¿En qué momento todo cambió?

Tal vez, sea el momento de mirar hacia atrás, repensar, reevaluar y comprender que otras pandemias ya han tocado nuestras puertas como sociedad. ¿Qué relaciones encontramos entre esos males y las plantas, cuando en muchas ocasiones hemos encontrado alivios y soluciones? Incluso, recientemente observábamos (pues #cuarentena) cómo muchas personas retornaban al campo, migraban desde las ciudades, con la consigna de volver a lo “natural” a lo “ancestral” a lo “nativo” –a veces sin tener muy en claro a qué nos referimos con esas categorizaciones– con la esperanza de reverdecer nuestras vidas, encontrar soluciones, salidas y curas a muchos de los problemas que en el cotidiano generan esas grandes urbes.

En la historia reciente de la humanidad, en esta mal llamada modernidad, no sería la primera vez que estos verdes seres con clorofila nos salvan las papas (literal). Un ejemplo que no deberíamos olvidar es el de la quina (Cinchona spp.). Estas rubiáceas, parientes del café, son árboles de origen sudamericano, cuyo nombre proviene del quechua que significa corteza. Y es su corteza marrón, dura y amarga la que proporcionó la cura contra el paludismo, conocido también como malaria. Esta enfermedad producida por un parásito y trasmitida por un mosquito, ha agobiado, infectado y matado a millones de personas en las zonas tropicales.

La quina, desde tiempos prehispánicos, ha sido un árbol reconocido y utilizado por las sociedades amerindias. Una planta medicinal, cuya corteza se usaba para aliviar fiebres, calambres y resfríos. Pero, fue tan sólo a mediados del siglo XVII que se reconoció su potencialidad curativa contra la malaria. Desconociendo todo un pasado indígena, en 1661 empezó la exportación de quina, con el nombre popular de “corteza jesuita”. Millares de cargamentos se embarcaron desde Latinoamérica, atravesando el Océano Atlántico para llegar a España, lugar donde se distribuía al mundo.

 

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(Imagen: Archivo del Real Jardín Botánico, Madrid, España)

La explotación de este recurso se mantuvo continua, casi hasta 1939, y sirvió para aliviar a las tropas durante la segunda guerra mundial. La quina, también llamada cascarilla, fue una planta que salvó a la humanidad del azote de las temidas fiebres palúdicas tropicales, convirtiéndose así en una planta con protagonismo en distintos escenarios. Con una demanda tan alta, las potencias económicas del mundo, generaron sus propios cultivos y en 1945 la quinina empezó a ser sintetizada en Europa.  Se podría pensar que al sintetizar la quinina –la sustancia con el principio activo en la corteza de la quina– la humanidad le daría una digna jubilación a este heroico árbol, pero no, lo sorprendente de esta historia es nuestra respuesta tan poco humana ¿o demasiado humana? Exaltados ante las propiedades curativas que brindaba este árbol, decidimos acecharlo, perseguirlo y casi llevarlo a la extinción en áreas naturales. Aunque en la actualidad no se extrae la corteza de plantas silvestres, es el avance de la frontera agrícola y la deforestación de los bosques su nueva e implacable amenaza.

Así en la historia es como, en ocasiones, nos convertimos en expertos sintetizadores de sustancias, olvidando a las protagonistas. Aunque no es el caso de la famosa amapola, también conocida como adormidera (Papaver somniferum). Una hierba del viejo mundo, de flores llamativas y vistosas. Al parecer, no fueron dichas flores las que nos llamaron la atención como humanidad (bueno, quizás en un principio sí), lo que seguramente nos atrajo de ella, fue su abundante látex o exudado blanquecino, lleno de alcaloides. A esta planta, que según registros arqueológicos empezamos a cultivar hace más de 4000 años, le debemos nada más y nada menos que las sustancias opiáceas (la morfina, la codeína y la heroína, entre otras). Hasta acá, los dos relatos nos alientan a tomar conciencia del fuerte impacto que generan nuestras relaciones con las plantas, sin perder el foco en cómo ellas nos redefinen como sociedad.

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(Imagen: Museo del Palacio, Taipei, Taiwan)

Vale traer a colación que, así, en nuestros encuentros y desencuentros con las plantas, también existen tristes episodios, como la terriblemente célebre hambruna irlandesa y escocesa en la década de 1840. Hambruna generada por la plaga de la papa (Solanum tuberosum), una enfermedad atribuida a un hongo (Phytophthora infestans), que arrasó con los cultivos del tubérculo en toda Europa y donde se cree murió al menos una quinta parte de la población de Irlanda.

La papa, que llegó al viejo mundo después de la conquista, es originaria de los cordillera de los Andes, lugar donde fue domesticada y en donde los registros arqueológicos demuestran que su cultivo acompaña a las sociedades andinas desde hace 8000 años. Pero hay que ser justos con la papa, esta noble planta que nos ha acompañado en nuestras más grandes penurias, en algún momento de la historia más reciente también fue rechazada.

En muchos lugares de Europa, la papa fue considerada una planta diabólica, deforme e incluso culpada de generar enfermedades como la lepra y la sífilis, además fue acusada de generar hermafroditismo y masturbación. Pero poco a poco, y desde la clandestinidad, esta planta emprendió su propio camino hacia el protagonismo que se merecía; el primer paso fue el de forraje de animales, posteriormente el de alimentar enfermos, luego “pobres” y después a las hambrientas y desgastadas tropas. Incluso se mantienen vigentes anécdotas como las del Rey Luis XVI de Francia (1754-1793), que por sugerencia del naturalista y agrónomo Antoyne-Augustin Parmentier, empezó a decorar la solapa de sus trajes con la flor de esta pequeña gran sudamericana –Una suerte de marketing para zafar de la hambruna en la que estaba sumido el reino –.

Si a esto le sumamos la facilidad de su cultivo, la capacidad de almacenamiento en el invierno, la popularidad como alimento de soldados y muy seguramente, la capacidad de generar licor a partir de los tubérculos, la papa fue generando aceptación entre su público a tal punto de que hoy en día este órgano subterráneo está presente en centenares de recetas, preparaciones y platos alrededor del mundo. Aun así, es increíble que en ese mundo se comercialicen tan sólo 20 variedades de papa, cuando en países como Perú, por ejemplo, se estima pueden crecer cerca de 3000 variedades.

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(Imagen: Real Sociedad de Agricultura, Londres, UK)

Entonces, resulta interesante entender el impacto que produjo este tubérculo no sólo en las sociedades europeas y también pensar en ese entramado de relaciones históricas que construyen (y construyeron) las sociedades amerindias, en torno a este cultivo –y a otros– a lo largo del tiempo.

Es así como nuestra historia siempre se ha tejido y destejido en relación constante y directa a un sin número de plantas compañeras. ¿Qué sería de los desayunos sin las infusiones de Coffea arábica (café) o deIlex paraguariensis (mate)? ¿Sin los diarios o sin los libros, que vieron en el papiro (Cyperus papyrus) el origen del papel? ¿Qué sería de nuestras cuarentenas sin el dulce y amargo sabor del chocolate, proveniente de la domesticación del cacao (Theobroma cacao) en Mesoamérica? Son incontables los ejemplos que vinculan a plantas con comunidades y es menester recalcar que en todos ellos nos encontraremos con saberes y conocimientos que se construyen-deconstruyen en una co-evolución constante humano-planta, procesos históricos que se despliegan en las múltiples naturalezas puestas en juego, donde las distintas sociedades humanas han experimentado, probado y/o rechazado el uso de las plantas a lo largo del tiempo.

Hoy por hoy, volvemos a mirar nuestros entornos, nuestros jardines, nuestros huertos, nuestros bosques, nuestros cultivos. Al igual que en otras ocasiones, volvemos a pensar si una vez más serán estos verdes seres los que nos ofrecerán una oportunidad, los que nos brindarán una nueva esperanza. Si serán ellas las salvadoras. ¿Estarán las respuestas a nuestros interrogantes en un discreto yuyo serrano, en la corteza de un árbol de las yungas o en la flor de una tímida epifita que se esconde en lo poco que nos queda de bosque atlántico?

Sólo el tiempo y la investigación conjunta entre la academia y las comunidades locales moldearán un futuro -esperemos cercano- de encuentros y desenlaces entre humanos y plantas. No sabemos si será para esta ocasión –sería trasmitir falsas esperanzas– pero tal vez las soluciones a nuestros interrogantes estén escondidas en algún verde subterfugio (tal vez). Entonces: ¿Qué pasaría si ya no quedan estos subterfugios? ¿Qué pasaría si ya no quedan comunidades que nos enseñen de las plantas?
Quizás, el hacernos esas preguntas sea una discreta forma de enfrentarnos a nuestras propias pandemias.

*Por Dr. David Jiménez-Escobar. Becario Posdoctoral, Equipo de Etnobiología, Instituto de Antropología de Córdoba IDACOR-CONICET para Museo de Antropología de la FFyH- UNC / Imagen de portada: David Jiménez-Escobar.

Palabras claves: coronavirus, pandemia, Plantas

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