Derechos Humanos en abogacía: ¿educación o adoctrinamiento?
Por María Teresa Piñero y Lucas Crisafulli para La tinta
“La neutralidad de la educación, de la cual resulta el entenderla como quehacer puro,
al servicio de la formación de un tipo ideal de ser humano,
desencarnado de lo real, virtuoso y bueno,
es una de las connotaciones fundamentales de la visión ingenua de la educación”.
Freire, Paulo (2011): La importancia de leer y el proceso de liberación. México: Siglo XXI Editores, p. 115).
“Además una cosa:
Yo no tengo ningún inconveniente
en meterme en camisa de once varas”.
Nicanor Parra
Existen, por lo menos, tres afirmaciones que queremos problematizar en torno a los derechos humanos y su relación con la formación de las y los abogados. La primera es aquella que cree que se puede enseñar derecho prescindiendo de los derechos humanos. La segunda afirmación es aquella que cree que puede enseñar derechos humanos de una forma despolitizada y neutra, y, la tercera es aquella que cree que los derechos humanos son una forma de adoctrinamiento. Veamos cada una de ellas.
No quisiéramos meternos en la discusión de poder académico sobre si el derecho es ciencia o no, así que le llamaremos saber. Dentro del saber jurídico, el cual es milenario (podríamos irnos a la vieja Mesopotamia con el Código de Hammurabi, pero sería técnicamente más correcto hablar de saber jurídico a partir de los jurisconsultos romanos que se dedicaban a interpretar normas). Desde entonces, el derecho como rama del saber es bastante reacio a los cambios, sobre todo, a aquellos que implican una transformación radical del paradigma jurídico.
Desde el año 1994 que se reformó la Constitución Nacional, no existe forma de interpretar ninguna norma (civil, penal, laboral, de familia, administrativa o derecho bancario) que pueda obviar el marco de los derechos humanos o, por lo menos, no existe una forma correcta de hacerlo. Si una norma jurídica, una ley, por ejemplo, contraviene la Constitución Nacional o los Tratados Internacionales de Derechos Humanos a ella incorporados, debe ser declarada por los jueces como inconstitucional. Esta es la única manera de asegurar la supremacía constitucional en el sistema jurídico argentino.
Si un profesor de derecho civil olvida los derechos humanos para interpretar una norma contractual está interpretando mal esa norma, porque la jerarquía constitucional le obliga a que tenga en cuenta lo que los tratados de derechos humanos establecen. Posteriormente, puede echar mano a otros métodos interpretativos como el literal o el contextual.
En segundo lugar, un profesor de derecho no puede estudiar ni enseñar derecho -y, menos aún, derechos humanos- si cree que el derecho es neutral. No existe neutralidad porque lo que hace un jurista es interpretar una norma y una norma es un acto de gobierno de la polis, por lo tanto, es político -obviamente, no es partidario-. Tampoco son neutrales ni apolíticas las sentencias judiciales que resuelven controversias y conflictos en base a las normas jurídicas. Son también actos de gobierno y, por lo tanto, actos políticos. Una parte importante de la doctrina jurídica argentina ha intentado obviar el fenómeno político del derecho extraviándose en discusiones abstractas con casos de laboratorio que no ofrecen soluciones concretas para los operadores jurídicos. Interpretar una norma es darle herramientas a los operadores para que apliquen el derecho de una forma racional y no antojadiza.
El miedo a la politización del derecho es un lugar común en las Facultades de Derecho. Probablemente, tenga que ver con que la posición de las y los profesores sobre que el derecho oscile entre un iusnaturalismo y un positivismo. Ambos permiten aislar al tema de los derechos humanos de su contexto de emergencia y violación. El primero permite seguir pensándolos vinculados sólo a un derecho natural, por lo que las condiciones de su justicia se vinculan inexorablemente a un lugar más allá de lo que sobre ellos diga un juez o la ley misma. Lo segundo los coloca en una posición de impermeabilidad, pues ubica su discusión sobre lo que las normas dicen o regulan. Y listo. En ambos casos, el efecto es conjurar el miedo a la politización sosteniendo que puede interpretarse la norma (el deber ser) con prescindencia de la realidad (el ser).
Entonces, es como decir que podemos pensar e interpretar el tema de los derechos humanos haciendo un listado (nacional o internacional) de las normas que los consagran o apelando a la dignidad del hombre y reclamando por un derecho natural, que, obviamente, nunca es suficiente. No ver la realidad para creer que se puede hacer una ciencia impoluta del derecho descontextualizada e igual para Dublín que para Córdoba no parece ser una forma razonable de interpretación.
Los derechos humanos son una creación humana y tienen como misión evitar -o intentarlo por lo menos- el sufrimiento humano. Por eso, decimos que anidan en la memoria de los pueblos. Todos los derechos son la consecuencia de una lucha, por lo menos, cuando los pensamos históricamente desde esta marginalidad latinoamericana. Los derechos, en tanto prerrogativas y facultades de las personas, son la síntesis de una dialéctica histórica entre violación y reconocimiento. Cada sufrimiento humano bien puede ser traducido luego en una violación a los derechos humanos.
Sin embargo, no basta que se indique simplemente la injusticia de ese sufrimiento. Para hacer que del sufrimiento brote un derecho, se requiere activismo y compromiso por los derechos humanos. Por eso, no puede existir una forma teórica de derechos humanos que pueda ser pensada por fuera del espacio y del tiempo, pues los derechos humanos son el unfinished, es decir, un proceso inacabado de ser siendo de la persona.
De esta manera, llegamos al tercer problema en la enseñanza de los derechos humanos, que es afirmar que enseñar los derechos humanos en base a la memoria de los pueblos, es decir, ubicar en contexto, discutir su alcance en la historia específica -aquella que tiene nombres y apellidos-, problematizar los conflictos y tensiones entre derechos en sociedades reales implica “adoctrinar”. Suponemos que se utiliza dicha palabra como sinónimo de politizar, entonces, sería bueno que se revisara la propia concepción sobre el derecho para no caer en lo que Duncan Kennedy llamaría conjurar el miedo a politizar por medio de la prédica.
Si politizar es activar su defensa, afirmamos que un abogado que no luche por los derechos humanos es un abogado descolocado del espacio y del tiempo, e incapaz de plantear y resolver conflictos y tensiones entre derechos humanos reales. Pero, además, enseñar derechos humanos no puede sino ser el activismo en su defensa. Y con el mismo método que cualquier enseñanza: la honestidad intelectual y la argumentación racional en un espacio de respeto democrático.
Que el derecho es lucha lo dijo Caspar Rudolf von Ihering, no el Che Guevara. A propósito, el jurista alemán decía que no es la voluntad del pueblo (Volksgeist), sino la voluntad de “los individuos que luchan” la que hace cambiar y evolucionar al derecho. De la protesta, del activismo en sus diferentes formas es que nacen derechos que modifican el derecho. Eso no es adoctrinamiento, sino una verdad histórica.
Las ocho horas de trabajo, las vacaciones pagas, el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, el voto de los varones, el voto de mujeres, la igualdad jurídica de la mujer y el varón, entre otros derechos, son la síntesis de una dialéctica histórica entre violación y reconocimiento de derechos que se transforma nuevamente en tesis, pues un derecho conquistado no siempre es reconocido y, muchas veces, conquistado jurídicamente, luego, es eliminado por otros gobiernos que los arrebatan. No se puede estudiar derechos humanos sin pensar la práctica de los derechos humanos, sin pensar en las múltiples violencias que viven muchas personas ni las luchas por establecer sentidos a lo que grupos o personas entienden sus derechos. ¿Cómo enseñar derechos humanos en la Argentina hoy y temer a la “politización” de discutir el sentido que al mismo le dan los pañuelos verdes y los pañuelos celestes’?
Así y concluyendo, afirmamos que si la ley se encuentra entre el deber ser de los derechos humanos y una realidad con prácticas violatorias de los derechos humanos, el activismo del abogado, es decir, abogar, podría traducirse como el esfuerzo por hacer avanzar el ser (la realidad) a ese deber ser de los derechos humanos que nos marcan los tratados internacionales. Ello se logra en la práctica jurídica cuando se interpreta la ley de forma armónica con los derechos humanos y se la aplica desde este paradigma al caso concreto para restituir o garantizar derechos, sobre todo, de aquellas personas más vulnerables.
En cambio, adoctrinar, parafraseando a Paulo Freire, sería una educación que entusiasma a los oprimidos para que su sueño sea convertirse en opresores. Nuestra práctica educativa y científica intenta ser liberadora, pues creemos que debe discutirse todas aquellas verdades sagradas del derecho, pero no de forma genérica y abstracta, sino contextualizada, reflexiva, historizada, dialógica con nuestrxs estudiantes que son el verdadero sentido de nuestro quehacer.
No. No somos neutrales. Primero, porque sería imposible serlo, pero, sobre todo, porque somos mucho más transparentes al anunciar desde dónde pensamos/enseñamos/escribimos. Ante la violación a los derechos humanos más elementales, la neutralidad se asemeja bastante a una complicidad silenciosa. Si la neutralidad se traduce como una trágica renuncia a la aceptación pasiva de la injusticia, pues, entonces, no somos ni queremos ser neutrales. Estamos contra toda forma de explotación y miseria, y creemos que los derechos humanos pueden ser un discurso y una práctica liberadora para evitar (nuevamente) caer en el horror.
* Por María Teresa Piñero y Lucas Crisafulli para La tinta. Imagen de tapa: Facultad de Derecho.