El nacionalismo burgués y el virus de Malvinas
Por Diego Gómez para La tinta
Durante los siglos XIX y XX, millones de seres humanos lucharon y dieron sus vidas para barrer al capitalismo, en particular, y a la explotación de clase, en general. La toma de conciencia de los oprimidos acerca de la explotación a la que estaban sometidos, estaba a la orden del día. Pero, además, existía un estado de alerta político e ideológico. Esto puede medirse a través del caudaloso volumen de lo escrito por los teóricos revolucionarios de los siglos XIX y XX. Marx y Engels, pero también Bakunin y Kropotkin, tanto como Mao y Mariátegui o Gramsci y Rosa Luxembrugo, entre tantísimos otros, dan cuenta del sentir fidedigno de que la revolución social era posible.
Los acontecimientos revolucionarios no hacían más que darles la razón a aquellos que escribían sobre la liquidación de la explotación. La Primavera de los Pueblos de 1848, la Comuna de París en 1871, La Revolución Rusa de 1905, la Revolución Mexicana de 1910, la Revolución Rusa de 1917, el Bienio Rosso italiano (1920-21), las revoluciones en Hungría y Alemania en 1919, etc., fueron solo algunas de las rebeliones anticapitalistas que se dieron durante más de un siglo.
¿Por qué la revolución nicaragüense de 1979 fue el último suceso verdaderamente anticapitalista? ¿A qué se debe que todo el ímpetu que había comenzado en las barricadas parisinas, en junio de 1848, se haya ido desvaneciendo casi siglo y medio después? Los últimos 40 años no solo han sido los años de las derrotas; también han sido los años de la capitulación revolucionaria. Porque una cosa es que los intentos sean derrotados y otra es que dejen de existir. Desde hace ya casi medio siglo, no ha habido ningún intento serio de transformación radical de las relaciones capitalistas de producción. La ideología burguesa se ha ido consolidando hasta convertirse en algo “natural”. Lo llamativo es que, como nunca antes, se perciben todas las desgracias que el capitalismo produce, pero, a la vez, pareciera estar asumida la absoluta imposibilidad de hacerlas a un lado. La resignación y la apatía conviven con proyectos políticos reformistas, que no solo no realizan las reformas que declaman, sino que terminan constituyéndose como la herramienta de dominación más efectiva.
La Nación, el Estado y el progresismo
Viejos antagonismos como el de Nación (o Patria) versus Imperio, que ya eran difusos y turbios décadas atrás, se reflotan en el presente latinoamericano, vaciados de cualquier tipo de contenido anticapitalista. La Nación, la Patria, se opondrían a las fuerzas imperialistas que, en alianza con cada una de las oligarquías de los distintos estados-Nación, serían la causa de los males y sufrimientos de los pueblos. Por medio de la categoría de Nación, que, como se ha dicho arriba, es absolutamente difusa, se pretende aunar fuerzas para luchar todos juntos por la “liberación nacional”. Tomando prestado un disfraz venerable, como decía Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, se intenta legitimar el accionar político del presente, que poco tiene que ver con la lucha del pasado. Porque algunos de los movimientos de liberación nacional del siglo XX, aun no siendo anticapitalistas, se enfrentaban a las potencias colonialistas y a las elites locales en busca de un mundo más justo. Sin embargo, en el siglo XXI en América Latina, en general, y en la Argentina, en particular, tal escenario es una falacia evidente. La dicotomía imperialismo versus nacionalismo no podría ser más rancia.
La sofisticación de la dominación capitalista viene con “envase” de emancipación a través del Estado. Las fuerzas nacionalistas burguesas (con pretensiones progresistas) no hablan de socialismo, comunismo o de la abolición de la propiedad privada. La palabra clave es: neoliberalismo. Es decir, que el problema no es el capitalismo, sino una determinada fase: la neoliberal. Existiría, entonces, un capitalismo bueno o, al menos, no tan malo. El paraíso del nacionalismo estatal burgués, es decir, el Estado de Bienestar, aquel “bello” lugar que habitaron Adán y Eva antes de que esta última mordiera la manzana neoliberal, existió solo en algunos de los países desarrollados y estuvo acotado a un breve periodo de tiempo. Sin embargo, la vuelta a ese mundo, por cierto, mucho más imaginado que real, se ha vuelto un telos.
Para los movimientos nacionalistas burgueses, la dicotomía buscada para ocultar la inherente explotación del régimen capitalista es la de capitalismo salvaje versus capitalismo benévolo. El Estado burgués sería la herramienta de liberación, el medio a partir del cual puede obtenerse una vida mejor. Las políticas de Estado, que relajarían todos los males de la economía de mercado, a la cual mucho se la puede criticar, pero ni cerca se está de querer combatirla.
La siguiente frase deja ver, en carne viva, los horizontes turbios y espurios del vuelo de la perdiz nacionalista: “Queremos hacer el mundo un poquito más justo”. ¿Pero qué significa hacer al capitalismo un poco más justo? ¿Que, en lugar de un 50 por ciento de pobreza, hubiera un 40 por ciento? ¿Que, en vez de una guerra devastadora, como la Segunda Guerra Mundial (SGM), existiesen pequeños (y no tanto, porque la guerra de Siria es una gran tragedia) conflictos bélicos desparramados por Asia y África? ¿Que los trabajadores, ante la imposibilidad de conseguir un empleo y, con ello, una remuneración que les viabilice llevar adelante sus vidas dignamente, puedan acceder a la asistencia social del gobierno de turno? En definitiva, no tocar una sola de las leyes que tiene la dinámica de funcionamiento del capitalismo. Solo intentar atemperar, hipócritamente y perversamente, las consecuencias que lleva consigo la valorización del capital.
Arriba se habla de hipocresía y perversión por lo siguiente: no se atempera nada. Todo lo contrario, se da “aire”. Presentándose como morigerador, ayuda a la consolidación y dominación del capital. ¿Por qué sí es posible la solución desde adentro? Si por medio de las políticas públicas se puede moldear una sociedad mejor, ¿para qué cambiarla? ¿Por qué luchar y poner el cuerpo en las “calles”, en la vida real, si la democracia y el parlamento pueden hacerlo, por uno, de manera pacífica y civilizada? Solo se trataría de no equivocarse a la hora de elegir. Hay que pensar bien en el cuarto oscuro y no dejarse llevar por las mentiras de la “derecha”, de los medios de comunicación y todos los malos del mundo, con son Macri, Trump y Bolsonaro, a la cabeza.
Pero todo este discurso del nacionalismo progresista, que, en la Argentina, está de moda y que parece tener una interesante clientela electoral, se desmorona si para el que suma uno más uno es dos. Es decir: si se tienen en cuenta las leyes del capitalismo, que no es más que una forma histórica de relación de los hombres con la naturaleza y entre sí. Forma no natural, porque es social, pero con reglas que la hacen ser lo que es y no otra cosa. Reglas que implican la concentración de capital, la opresión y explotación de los trabajadores. Reglas que impiden la unión y organización política, por medio de obstáculos ideológicos, de aquellos que están sometidos a vivir una vida de carencias y sufrimientos.
Leyes que hacen que la mercancía, como una relación social, “proyecte ante los hombres el carácter social del trabajo de estos como si fuese una carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores” [1].
Guerra de Malvinas: el virus nacionalista
Un claro y radical ejemplo de cómo la ideología de los nacionalismos burgueses contribuye a solidificar el dominio del capital es la Guerra de Malvinas. Un gobierno dictatorial, pero además genocida, se propuso una intentona militar absolutamente descabellada con el fin de ocupar las Islas Malvinas. La Junta Militar estaba prácticamente herida de muerte para inicios de 1982 y jugó una última carta. Ante esta situación, casi toda la clase política argentina se manifestó a favor de la jugada militar. El gobierno de facto, que ya no podía sostenerse por mucho tiempo, fue respaldado por la mayoría de los partidos políticos. Pero además, miles y miles de argentinos se manifestaron en apoyo de la gesta “patriótica”, concurriendo a la Plaza de Mayo, el 2 de abril de 1982. Galtieri y el resto del gobierno se legitimaron, momentáneamente, y de haber sido exitosa la “movida”, seguramente el destino de la Argentina hubiera sido otro y el Proceso de Reorganización Nacional hubiera tenido un sentido histórico diferente para el conjunto de la población argentina.
En la guerra de Malvinas, puede verse claramente cómo funciona el nacionalismo burgués. En primer lugar, construye una verdad que pretende transformarse en mito, que poco tiene que ver con la realidad: “Las Malvinas son argentinas, porque lo fueron y entonces deben de serlo”. Esta afirmación, más allá de cualquier dato histórico que lo confirme, aparece como una cuestión dada, como una legitimidad nacional. Luego, en segundo lugar, genera una unión alienada del pueblo trabajador bajo los intereses de la clase dirigente burguesa. El slogan podría decir “Todos los argentinos debemos estar unidos, más allá de las diferencias, porque nos convoca la Patria”. En tercer lugar, distancia a los trabajadores a escala nacional y a escala internacional. Se genera una falsa unión que debilita los intereses de clase al interior del Estado-Nación y por fuera del país; al apelarse a lo nacional, se debilita la solidaridad internacional del conjunto de los explotados del modo de producción capitalista.
Con el fin de quitar el velo del mito, con pretensiones históricas de que las Malvinas fueron arrebatadas por los ingleses, se pueden enunciar algunos hechos que fácilmente contradicen tal afirmación/mitología. En principio, cuando fueron definitivamente colonizadas por Inglaterra, no existía la Argentina. Sí se puede hablar de la existencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata (entidad política que reemplazo al homónimo virreinato) y de la Confederación Argentina. Pero la República Argentina como la conocemos hoy, es decir, con los límites territoriales actuales, estaba lejos de consolidarse. Recién luego de la guerra de la Triple Alianza, de las Campañas al Desierto (llevadas adelante por Adolfo Alsina y Julio Argentino Roca) y de la definitiva capitulación de Buenos Aires, en 1880, se puede hablar de una Argentina tal y como la que existe en la actualidad. Es decir, sin disputas intestinas y con la misma demarcación geográfica.
Para 1833, momento de colonización definitiva de las Falklands por parte de la corona británica, Argentina no existía y, si se pretende su existencia, hay que aclarar que el territorio era mucho más reducido que el consolidado en 1880. La colonización hacia el sur y la guerra contra el Paraguay hacia el norte, décadas después de 1833, tuvieron como consecuencia la consecución de territorios para la oligarquía terrateniente en ciernes. En los territorios conquistados, vivía gente que fue asesinada y colonizada.
Entonces, si se toma 1833 como la fecha en que las Malvinas pasaron de manos argentinas a manos británicas -es decir que se pretende desde ese momento la existencia de la Argentina-, debe de tenerse en cuenta que el Estado argentino conquistó, por medio de la violencia (incluyendo el genocidio), territorios que hoy día forman parte del país. Territorios que nunca devolvió y para los cuales ni siquiera se tuvo en cuenta la posibilidad de otorgarles una relativa autonomía política.
Es decir: derechos culturales (educación en su lengua, por ejemplo), pero también sociales y económicos. Como el resto del país, esas tierras son propiedad de unos pocos y sus habitantes padecen gobiernos autoritarios eternos, con una especie de casta dirigente feudal peronista, radical o del algún histórico partido provincial; todo bien, pero bien argentino.
Al nacionalismo burgués malvinista, se le podría hacer la siguiente pregunta: ¿por qué los territorios ocupados son nuestros y los “perdidos” también? ¿Por qué se reclaman las Malvinas y no se devuelven los territorios paraguayos conquistados por la Triple Alianza, tanto como los obtenidos a costa de la matanza de los indios mapuche, ranqueles, tehuelches, pampas, etc.? Pero además, existe una circunstancia sustancial en relación a los tres sucesos. Las dos conquistas llevadas adelante por el proto-Estado argentino están manchadas de sangre, mientras que la toma británica de las islas del Atlántico Sur carece de violencia. No se realizó ningún tipo de matanza para colonizar las Malvinas. En esta, al menos, Inglaterra está “limpia”, mientras que la Argentina “prehistórica” nació con sendos genocidios hacia el norte y hacia el sur.
Como hemos enunciado arriba, otra característica sustancial del nacionalismo burgués es la alienación del conjunto de los trabajadores. Esto quiere decir que los intereses de la clase dominante se convierten en los intereses de los dominados. En ese sentido, se puede destacar que, el 30 de marzo de 1982, se había realizado una masiva movilización, convocada por la CGT Brasil, en la que se coreaban las siguientes consignas: “¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!”, y “¡El pueblo unido jamás será vencido!”. Esta manifestación popular fue brutalmente reprimida, con más de 1.000 trabajadores detenidos, enfrentamientos callejeros con la policía, barricadas en las calles y manifestaciones en todo el país. Pero tres días después, el 2 de abril, el presidente de facto Leopoldo Fortunato Galtieri, desde el balcón legitimador de la Casa Rosada, decía lo siguiente: “En estos momentos, miles de ciudadanos, hombres y mujeres en todo el país, en todos los pueblos, en las pequeñas granjas, en las ciudades y en esta Plaza de Mayo histórica que ha marcado rumbos a través de la historia nacional, ustedes, los argentinos, están expresando públicamente el sentimiento y la emoción retenida durante 150 años a través de un despojo que hoy hemos lavado”. Todo lo que había sido enfrentamiento y lucha contra el régimen se convirtió en un impasse, en un “cese del fuego”. El virus nacionalista, el comodín había surtido efecto.
Finalizada la guerra de Malvinas, la cuenta regresiva del Proceso de Reorganización Nacional se activó, el virus se evaporó y los militares debieron comenzar a planear la retirada y hacer las valijas. Las condiciones que el gobierno dictatorial podía imponer para su salida del poder, luego de la derrota, eran mucho más precarias que las existentes antes del 2 de abril de 1982.
Quizás no sea agradable para los partidos políticos burgueses argentinos, pero sí muy suculento (por el aprendizaje que implica) para la ideología anticapitalista, que la derrota militar generó condiciones de mayor fortaleza para la vuelta de la democracia que las que se dieron en los vecinos Chile y Uruguay. A modo de ejemplo, en la Argentina, se pudo llevar adelante el juicio a las Juntas Militares, en 1985, mientras que, en Chile, Augusto Pinochet fue nombrado senador vitalicio y, en Uruguay, se dictó la Ley de Caducidad, que imposibilitaba el juzgamiento de los militares. Quizás suene incómodo y no guste, pero no fue la lucha del pueblo, y menos aún de la casta político-partidaria burguesa, lo que generó las condiciones favorables para la transición democrática en la Argentina. Más bien, la finalización satisfactoria de las tareas que el Proceso de Reorganización Nacional se había planteado como objetivo, por un lado, y el fracaso en la guerra de Malvinas, por el otro. La transformación de las relaciones sociales, por medio del terrorismo de Estado, se había completado a principios de la década de 1980. El ataque a los trabajadores, que había ya comenzado con firmeza a partir del golpe de Estado de la Revolución Argentina (1956), no se había detenido desde aquel entonces, pero sí se había radicalizado con la creación de la Triple A, el Rodrigazo y el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
La labor finalizada habilitaba la vuelta al régimen electoral y el triunfo en la guerra de Malvinas hubiera generado mejores condiciones para la transición. El gobierno militar se hubiera alejado del genocidio y acercado al patriotismo.
* Por Diego Gómez para La tinta / Imagen de tapa: Victor Bugge
Nota:
[1] Marx, K p 37 (1998) “El Capital”, Fondo de Cultura Económica, México D.F. p 35.