Cuarentena
Escribo sin esperanzas de ser leído, desde una ciudad fantasma llamada Córdoba. Esperamos recluidos la embestida definitiva del virus COVID-19. Sabemos de lugares en que los hospitales están colapsados y de países con camiones del ejército cargados de cadáveres.
Esperamos el final encerrados en el departamento. Ahora estamos sentados en el piso porque, a cierta hora, el sol hace bailar las hojas de un árbol en la pared: queremos llevarnos esa última imagen del mundo. Nos quedan provisiones, pero no para mucho más: botella y media de vino y un frasco lleno de flores. Sabemos igualmente de contrabandistas que venden cajas de vino más allá de las vías, pero para llegar a ellos hay que pasar por sobre el cadáver de un gato blanco que hay en la calle desde hace varios días y que nadie se ocupa en recoger.
Nos llegan noticias de que en el resto del país las cosas están parecidas. Sabemos que en Buenos Aires el ejército construye hospitales. Alguien nos hizo llegar imágenes de la 9 de Julio vacía. Sabemos de rutas cortadas y de controles policiales en las esquinas. Las principales capitales del mundo (Madrid, París, Roma, New York, Shanghái) han sido absorbidas por el silencio. Un fantasma recorre Europa.
La experiencia de la cuarentena, sin embargo, no me es ajena. La viví hace no mucho, más allá de los límites de este mundo.
Quisiera compartir mi experiencia.
Hará cosa de un mes atrás me tocó vivir veinticinco días encerrado en una nave espacial, ubicada al norte de Dinamarca, en un lugar en el que hace un frío de cagarse y no vuela una mosca ni hay perro que ladre. Fui enviado allí por el gobierno, en misión especial para conocer una extraña forma de vida extraterrestre.
Llegar no fue fácil. El camino era extremadamente inhóspito, y estuvo cargado de retos y desafíos. Nada más iniciar mi periplo, los planes de viaje cuidadosamente preparados durante meses, colapsaron en cuestión de minutos y me vi en calzoncillos en pampa y la vía, en un país cargado de mitos y fantasmas.
Una avioneta de hélice (pintada de colores que parecían el avión de Crosty) me recogió con cinco horas de retraso en Copenhague, al mediodía. Treinta minutos después me dejó en un aeródromo desierto a 150 km de destino, donde en vano busqué algún ser humano vivo. Caminé la ruta bajo la lluvia hasta ser recogido, kilómetros después, por un vikingo al frente de algo así como un Fiat 128 (al que no le entendí nada, porque hice trampa en el exámen de inglés), el cual amablemente me dejó en una esquina de la nada donde, horas más tarde, frenó un colectivo sin pasajeros que me teletransportó hasta un tren en mitad de la noche.
Un extraterrestre originario de Chile me esperaba en la estación: atravesamos la noche y los campos hasta llegar a un lugar apartado, envuelto en silencios, en donde estos seres extraños viven ocultos en su nave espacial. Fui conducido hasta mi dormitorio, ubicado detrás de unos últimos árboles. Allí fui asaltado por un francés, que de una sentada se bebió todas mis provisiones de whisky –pero soy latinoamericano: estoy acostumbrado al saqueo de los rubios-. Al otro día comenzaba mi convivencia junto a veintitantas personas oriundas de países tan distantes como Hong Kong, China, Israel, Francia, Italia, Rusia, México, Rumania y Polonia, además de algunos especímenes criollos –que por todos lados andamos-. Me vi forzado a aprender inglés. Ahora hablo cantonés, un cacho.
La comunidad de extraterrestres: se hacen llamar a sí mismos Odin Teatret. Viven más allá de los límites de lo conocido, practicando un peligroso rito con más de 2400 años de antigüedad al que llaman teatro. Practican este rito día y noche, y sueñan cómo practicarlo el día después. Así construyen una extraña forma de libertad fundada en la disciplina, o mejor dicho: una extraña forma de disciplina que construye libertad. Durante mi estadía transpiré como yegua, conocí nuevas soledades y limpié inodoros ajenos con una extraña alegría. Desarrollé abdominales. Amasé tallarines en familia. Evolucioné hacia el otro lado. Llevé la música de Rodrigo Bueno. Y aprendí a bailar. Su nave espacial está armada con los restos de un granero, en el mes a mes reciben un tráfico incesante de extraterrestres oriundos de todos lados, allí en su país de acogida en donde los días son breves y las noches un solo viento.
Entre nosotros existen seres que no son de acá. Andan entre las ciudades y los campos, la llanura y la montaña, confundidos con las personas. Viven, incómodos, entre los comunes mortales, ignorantes de que no son de este planeta. Hay quienes, eternos extranjeros de las galaxias, mueren sin conocer su verdadera identidad. Pero los hay que, en determinado momento de su errático paso por este mundo, son llamados por una extraña voz: entonces caminan, más allá de los mares y los continentes, guiados por el mismo silbido hasta este pequeño último rincón de la tierra.
Allí, en Holstebro, casi nunca sale el sol: los navegantes de esta nave espacial, sin embargo, lo fabrican paredes adentro. Lo amasan en sus cuerpos y lo llevan en la boca, como un tesoro, hasta que encuentran ojos capaces de mirarlo.
Los habitantes de la nave-Odin día a día ponen en práctica las formas de vida propias de su planeta, fundadas en la solidaridad, el trabajo y la creatividad. Llevan una vida comunitaria estrictamente planificada, pero cosa curiosa: cada uno es libre de ser como es. Reina el silencio. Abundan las sonrisas. Y se trabaja de jugar.
En mis treinta días dentro de la nave, salí solo dos veces: una vez al súper (a comprar whisky) y la otra a tomar sol en buzo (aún así, me volví más pálido que Ozzy Osbourne). Y sin embargo jamás me sentí encerrado: quizás porque, secretamente, descubría yo también que era un extraterrestre.
En estos tiempos en que el mundo se encuentra pronto a desaparecer y en que nos encontramos recluidos en nuestras cuevas, a la espera de lo peor, en estos momentos en que estamos al borde de extinguirnos como especie, sería bueno observar que: cuando nos recluimos, el planeta reverdece. De un modo que yo solo vi reverdecer en el Odin, en aquella colonia de extraterrestres que aprietan al sol entre los dientes.
Viví recluido en una nave espacial durante treinta días y fui parte, por ese breve lapso de tiempo, de un virus de amor que me hizo descubrir que yo, en realidad, quizás tampoco soy de este planeta. Y que existe un lugar, allá en el norte, donde ser extranjero es tal vez la mejor forma de pertenencia.
Ojalá las personas que hoy se ven obligadas a quedarse puertas adentro tengan la misma oportunidad de aislamiento amoroso que yo tuve y logren desarrollar brazos fuertes para cuando llegue la hora: de salir a fundar una aldea nueva, más luminosa, sobre los desechos de nuestros antepasados, los humanos, aquellos antiguos saqueadores de planetas.
Por Ignacio Tamagno / Foto: La tinta