Empandemiados

Empandemiados
27 marzo, 2020 por Gabriel Montali

Por Gabriel Montali para La tinta

Cuarentena total: día uno. La calle hace silencio de domingo. Tanto silencio que puedo distinguir las conversaciones de mis vecinos con claridad. Sobre todo, los lamentos de Ana, la señora que vive al lado de mi departamento, que, con su vehemencia pueblerina –típica herencia tana aún vigente en el interior de Córdoba–, saluda triste por teléfono al nieto que no puede ver desde hace días y que seguirá extrañando vaya a saber por cuántas semanas. Es que la abuela Ana ya pasó los sesenta y cinco, y tiene algunos achaques para respirar, producto de su largo noviazgo con el cigarrillo, más un stent que, hace rato, pide refuerzos. Yo, que tengo la mitad de sus años y estoy entero de salud, intento imaginar la sensación: saber que tenés el boleto picado; saber que, si te toca el virus, fuiste, la espichás. Una condena añadida a la miseria de jubilación, a la discriminación que sufrís por haberte convertido en un cacharro viejo, en un objeto improductivo. Esos seres queridos que “lamentablemente” vamos a perder, como dijo el primer ministro británico, Boris Johnson, en su sentencia sin juicio.

¿Cómo será saberse material de descarte? ¿Qué sentirán quienes confirman lo que tampoco era un secreto: que, para el sistema, no significás nada, o peor: que el muy forro se relame, quizás hasta la excitación, porque tu muerte representará un ahorro para el presupuesto público? Lo intento imaginar, pero no puedo. Qué le voy a hacer. Ya me tocará; nos toca.

Son las nueve de la mañana y, mientras un grillo me taladra la cabeza con su canto, recuerdo un concepto que trabaja el escritor Jordi Carrión: la idea de que la ciencia ficción es el nuevo realismo. Se trata de un concepto interesante que admite una doble lectura. Por un lado, hemos hecho posible, en el terreno de lo real, casi todo lo que imaginaron los padres de las grandes distopías –sólo nos falta lo que no depende de nosotros: que vengan, por fin, los ovnis o que nos reviente un asteroide. Por otro, esa situación parece estar agotando las bases del género, debido a que ya no resulta fácil proyectarse hacia el futuro, es decir, imaginar una tragedia que vaya a ocurrir, digamos, en cien años, por culpa de nuestra irresponsabilidad en el presente. Al contrario, todo parece suceder acá, ahora, en este tiempo que tiene la forma de nuestro hedonismo: lo quiere todo para él.


Veamos: la instantaneidad de la globalización, las gigantescas desigualdades –entre ellas, el borronamiento de las fronteras para el capital y las pestes, pero no para la mayoría de las personas–, los polos que se derriten, la lluvia envenenada con agroquímicos, el terror xenófobo hacia los demás. No nos resultó suficiente cumplir las fechas míticas de Orwell y Blade Runner ni tampoco crear nuestra propia corporación Tyrell. Ahora, vivimos una situación que tiene a todo el planeta como víctima, un sucedáneo de Soy leyenda, con nuestros hogares convertidos en la zona segura –otro sucedáneo: hace tiempo que el encierro es nuestra forma de seguridad, incluso, de comunicación.


Mientras la curva de contagio se alza sobre el planeta con la fuerza de un tsunami, se multiplican las fantasías conspirativas: que al virus lo implantaron los yankees, que es una estrategia de los chinos para derrumbar la economía mundial, que el responsable es algún laboratorio que ya tiene la vacuna lista para amasar fortunas. En fin, un delivery de opiniones delirantes que han expuesto, quizás con mayor énfasis que en otras oportunidades, la crisis de interpretación en la que vivimos. El exceso y la velocidad de las interconexiones hacen cada vez más difícil distinguir lo real de lo fake, lo lógico de lo incoherente. Todo ello potenciado por la pereza intelectual a la que nos empujan los algoritmos, esos sistemas capaces de construir un relato de los hechos a la medida de nuestras posiciones ideológicas.

Episodios como las reacciones canallescas de Trump, Bolsonaro y Johnson frente a la pandemia, o los irresponsables que evaden la cuarentena sabiéndose posibles contagiados, o los necios que enfilaron en modo vacaciones hacia Villa Gesell, obligan a cambiar la referencia literaria a la situación: más que La peste, de Camus, la metáfora adecuada es La divina comedia, el grotesco dantiano. El legítimo temor al virus compite en rating con la impostura de los gestos paranoicos, entre el “a mí el presidente no me va a decir lo que tengo que hacer”, de Aníbal Pachano, y el economicismo pedorro de Javier Milei, para quien la cuarentena total impuesta por el gobierno es una medida “asesina”, porque afecta innecesariamente a la producción en un contexto en el que, total, “sabemos que hay gente que va a morir”, dijo en una entrevista en la que defendió la tesis del premier británico.

Ojo, no quiero pasar por pesimista; también hemos visto escenas entrañables: el coraje de médicos y médicas, de enfermeros y enfermeras, o el gesto de quienes se ofrecen para ayudar a los pacientes de riesgo con alguna compra o algún trámite. También la clase política se ha mostrado a la altura de la crisis, lo mismo que muchos funcionarios de los distintos servicios públicos: empleados bancarios, del transporte, docentes que pasan horas migrando su trabajo a las plataformas virtuales para que sus alumnos no pierdan horas de clase.

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(Imagen: La tinta)

Pero sería un error dejarse arrastrar por el optimismo. En el fondo, la palabra lacrimosa, sensiblera, banal, opera con la misma lógica de la crítica gritona y despiadada. Ambas representan una sedante mirada hacia fuera, una invitación a no revisar nuestro propio comportamiento. Un gesto cómodo, casi como un posteo en Facebook; quizás como esta nota. ¿Cuántos de nosotros esquivamos en estos días la mano que nos pidió una moneda? ¿Cuántos miramos con recelo a quien se nos sentó al lado en el colectivo? Una marca fuerte de nuestra época: repudiamos a los irresponsables sin detenernos a pensar en nuestras propias miserias, como si el egoísmo individualista fuese algo que siempre ocurre en otra parte, en otro cuerpo.

Releo el fragmento de un poema de Martín Gambarotta: “Nadie lo va a decir, nadie/ lo va a decir/ pero:/ para salir de la casa oscura/ primero hay que haber entrado/ haber estado largo rato/ en situación mercurial, rotando/ en el ojo mismo del vacío/ haber pensado que se salió/ todavía estando adentro”.

Todos los seres humanos de la historia se han hecho, en algún momento, la misma pregunta: ¿podrá esta situación cambiarlo todo? La pregunta vuelve, se renueva, se repite. Es un presente estado de suspensión: un cuerpo rotando en el vórtice de un agujero negro.

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: La tinta.

Palabras claves: coronavirus, cuarentena

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