El amor es una droga dura, lo efímero del placer

El amor es una droga dura, lo efímero del placer
11 marzo, 2020 por Redacción La tinta

 Por Manuel Allasino para La tinta

El amor es una droga dura es una novela de la escritora Cristina Peri Rossi, publicada en el año 1999. Nora y Javier, protagonistas de esta historia, transitan incómodos sus días por las concepciones arraigadas en la cultura que se les atribuyen tanto a las mujeres como a los hombres. A Javier, el deseo lo lleva a rozar los límites de su configuración como sujeto. En cambio, Nora, objeto de deseo de Javier, se mueve como pez en el agua guiada por sus desordenadas pasiones. La relación entre ambos provoca fisuras que van desdibujando los límites de sus identidades. 

Cristina Peri Rossi, a través de una fluidez y una extraordinaria soltura, nos invita a vivir, hasta las últimas consecuencias, la fugacidad del placer y la obsesiva aventura de la pasión. 

peri-rossi-literatura-2“Ahora cuando experimentaba un agudo síndrome de abstinencia, no sabía bien qué necesitaba: no sabía si su sangre, sus vísceras, su cerebro, sus pulmones, su hígado, su corazón, necesitaban una raya de cocaína, un gran vaso de ron o una gran dosis de Nora. Entonces, fumaba con mucha ansiedad. No sabía qué dolía más: la soledad del anochecer en el hotel, la soledad de su habitación, la falta de alcohol, de cocaína o de Nora. Pero le parecía mucho mejor echar de menos todo junto que sufrir por una sola cosa. <La última intensidad que le queda al adicto es el dolor>, pensó. <La ausencia> sintió que estaba con las dependencias sueltas. Y quería fijarlas. A esa imprecisa hora en que el atardecer se convierte en noche y las sombras ganan el interior de las casas y de los muebles (la hora que había pintado Magritte en alguno de sus cuadros), él quería depender de algo o de alguien: de un vaso de alcohol, de un cigarrillo, de una mujer, de una raya de cocaína. Podía beber, podía fumar, podía esnifar, hasta podía conseguir alguna mujer, siempre y cuando el acto de fumar, de esnifar, de beber o de follar tuviera esa intensidad imprescindible para sentirse vivo. Una intensidad que posiblemente iba a asustar a Nora.  Esa intensidad en la que vivir se confunde con morir, esa intensidad en la que morir parece el acto más vivo de todos.  Siempre había sido así, sólo que su profesión le había dado un buen pretexto para vivir al límite, sin que pareciera una elección personal. No quería que nadie volviera a salvarlo de sí mismo. Era un hombre con suerte. En Afganistán, una bala mató a Dante, el fotógrafo que trabajaba a su lado. Las últimas palabras de Dante antes de morir, fueron: <me alegro de no haber dejado de fumar>. Y en Nicaragua, una mina estalló a pocos metros pero no lo alcanzó. Ni siquiera tuvo tiempo de advertir el peligro que había corrido. La mina estalló, simplemente, y él se salvó. Solía decir que había hecho la misma elección que Aquiles: una vida breve pero intensa (no se atrevía a decir <gloriosa>, como el hijo de Tetis). Pero ya no tenía edad para afirmar que había elegido una vida breve”.

Los personajes están magistralmente retratados por Peri Rossi. Javier es un fotógrafo que se disputan las agencias de noticias y las revistas especializadas. Amante de los lujos que da la vida pequeña burguesa, su corazón le juega una mala pasada, producto del exceso de alcohol y drogas; y el constante estrés de la profesión. Es allí cuando decide poner un freno y casarse con una colega de la agencia donde trabaja: se mudan al campo en busca de tranquilidad y descanso. Pero Javier, en uno de sus tantos viajes a la ciudad, se cruza con Nora, una mujer mucho más joven que él y a la cual había olvidado totalmente. El reencuentro lo deja paralizado y, a sus cincuenta años, vuelve a desafiar los límites y regresa al torbellino pasional del sexo, e intenta mantener encendida una fuerza que parece agotarse sin remedio.   

“Lo amado es un fetiche, representa la imagen del deseo. La imagen que, entre miles, conviene al deseo de un individuo. Javier comprendió, entonces, el carácter irremediable de la ausencia. El juego de agua que adoraba – como se adora a un dios- había desaparecido súbitamente, sin dejar huella, sin dejar, siquiera, un espacio vacío en el exterior. El vacío estaba en su interior. Entonces, se dio cuenta de que la mirada era como un cordón umbilical. La mirada operaba como un hilo: de adentro, al afuera; del afuera, al adentro. La mirada conducía por vías invisibles la relación entre el sujeto y el objeto y le confería el carácter único, intransferible, subjetivo. Años después, cuando las violentas dictaduras del mundo hacían desaparecer a los opositores, Javier comprendió el significado de ese acto en su terrible punición. Desaparecer era mucho peor que morir: del muerto, siempre quedará algo: la memoria de su muerte. Comprendió, también, el significado de los ritos fúnebres de todas las culturas. Hay que velar al muerto para aceptar su muerte, para que, efectivamente, podamos reconocerlo como muerto. Pero quien desaparece no está muerto: nos faltan sus restos, su cadáver, su despojo. Es posible consolarse de la muerte de alguien, siempre y cuando nuestra mirada se cerciore del hecho, lo compruebe, lo aprehenda. Pero si ha desaparecido, en cambio, flota. Flota en una región transparente, en un espacio que no tiene ubicación en ninguna parte (no es un cementerio, no es una tumba, no es el aire, no es el mar) y al que no tenemos acceso, en tanto nosotros mismos no hemos desaparecido. No podemos mirar una desaparición como miramos una muerte. La usencia del juego de agua azul tuvo ese carácter absoluto.  Por eso, con el tiempo, se hizo fotógrafo, aunque lo que quería fotografiar era imposible: Javier no quería fotografiar sólo el objeto sino la mirada que iba del ojo al objeto y era el cordón umbilical del deseo. Como si la mirada pudiera desentrañar la causa del deseo.  Hasta que se dio cuenta de que para desentrañar la causa del deseo tenía que fotografiar al deseante, no al deseado. Aún así, la causa del deseo permanecía como una incógnita, como un enigma”. 

La novela de Cristina Peri Rossi describe con precisión quirúrgica cómo la proximidad entre la muerte y la intensidad pasional, la fugacidad del placer y el dolor de una retención imposible nos llevan a temer y sortear la extinción que la lucha amorosa anuncia.

“El martes Javier compró una caja de bombones que tenía un dibujo de una barca meciéndose en la costa, cargó con el equipo fotográfico y se dirigió, en taxi, a la casa de Nora. La cita era a las dos de la tarde. Se sintió a gusto, dentro del taxi: creía volver a la etapa profesional. Eso le daba seguridad, fortaleza, confianza en sí mismo. ¿Cómo había podido vivir los últimos tiempos, alejado de la ciudad? Nora lo recibió con alegría: le tendió los brazos al cuello y le dio un beso en la boca, fugaz, que lo sorprendió antes de poder disfrutarlo plenamente. (Tenía las manos ocupadas por el equipo fotográfico y la caja de bombones envuelta en un papel color fucsia y con un lazo dorado). Pensó que le gustaba besarlo así, por sorpresa, decidiéndolo ella. La observó, mientras se inclinaba para ajustar las lentes de la cámara: estaba adorable, sencillamente adorable. Adorable era una palabra estúpida que reunía una cantidad de percepciones diferentes: el pelo, la sonrisa, los pómulos, la voz, los gestos, el brillo de la mirada, los movimientos, en fin, todo. Como todo no se podía decir, iba a intentar fotografiarlo. Adorable era una palabra estúpida que significaba, en realidad, que estaba deslumbrado: todo excedía la descripción, la fragmentación. Sin embargo, la empresa de fotografiar lo adorable también era imposible. Produciría, a lo sumo, una serie de imágenes a las cuales su deseo procuraría aferrarse, y, al mismo tiempo, imágenes destinadas a provocar el deseo de otra gente. Esta última idea lo puso celoso ¿Acaso tenía que hacer como Lacan, el maestro, que se encerraba cada tarde a contemplar, en la soledad de una habitación de la cual sólo él tenía la llave, el cuadro de Courbet: El origen del mundo? El maestro también había experimentado el síndrome de Stendhal y quedó enganchado. Como se trataba de un cuadro (un cuadro prohibido, clandestino, un cuadro considerado obsceno, pero ¿quién pudo considerar obsceno ese entero, perfecto, pleno, y a la vez inconcluso, cerrado, abierto sexo de mujer? ¿Qué temían los hombres del sexo descubierto de una mujer, de su exposición? ¿Qué había de irresistible en él?), lo compró, lo encerró en una habitación, y pudo suministrarse dosis diarias de contemplación del Origen del mundo, sin ser observado, sin ser encerrado en una clínica de desintoxicación. Nunca, antes, el maestro tuvo la oportunidad de contemplar de manera tan secreta, tan íntima y obsesiva la causa de su deseo. Estaba ahí, en el cuadro que un pintor medio loco había pintado y escondido, aunque era, sin duda, el mejor cuadro que pintara nunca. Courbet también había experimentado el síndrome de Stendhal: el cuerpo desnudo –el sexo femenino abierto y cerrado, como una cripta, firme y laxo, descubierto, y a la vez, lleno de enigma -era el de su amante. Courbet intentó atrapar en el cuadro la causa de su deseo (subyugado por el síndrome) y el cuadro, a su vez, se convirtió en la imagen del deseo de Lacan, que contrajo el síndrome, y ahora él, Javier, iba a intentar fotografiar (era otro cuadro) la imagen de Nora: del deseo sólo podemos atrapar imágenes. Courbet, Lacan, él, víctimas y gozadores del mismo síndrome.  Pensó si a la vez (es decir, dentro de pocos años) él también tendría un cuarto secreto, un cuarto tan íntimo como un baño privado, con una gran fotografía de Nora desnuda, y si dedicaría varias horas del día -las más hipnóticas, las más intensas- a contemplar esa fotografía, bajo la ilusión de haber atrapado el secreto del deseo subjetivo. De su deseo.  El deseo no siempre es un ancla, le dijo Francisco. Pero quizás, a veces, queremos anclarnos en él, aún a riesgo de dependencia. En la dependencia, no hay nada más que pensar, nada más que decidir; ligados para siempre el deseo y el objeto, se establece un vínculo que es una maroma. Ata a la vida, al mismo tiempo que la destruye. (Sin esa maroma, la vida se destruye, de todos modos, pero el azar o el destino sustituye la culpa del dependiente)”.

El amor es una droga dura de Cristina Peri Rossi es una novela que aborda al placer y al deseo con sus complejidades. Es un manifiesto que observa con el poder de una lupa los comportamientos y las identidades culturales contemporáneas en las grandes ciudades de occidente. 

peri-rossi-literatura

Sobre la autora

Cristina Peri Rossi nació en Montevideo. Vive en España desde 1972 y tiene ambas nacionalidades. Es licenciada en Literatura Comparada. Su obra narrativa comprende: Viviendo (1963), Los museos abandonados (1968), El libro de mis primos (1969), Indicios pánicos (1970), La tarde del dinosaurio (1976), La rebelión de los niños (1980), El museo de los esfuerzos inútiles (1983), La nave de los locos (1984), Una pasión prohibida (1986), Solitario de amor (1988), Cosmoagonías (1989), Fantasías eróticas (1991), La última noche de Dostoyevski (1993) y Desastres íntimos (1997). Es autora de los libros de poemas Evohé (1971), Descripción de un naufragio (1974), Diáspora (1976), Lingüística general (1979), Europa después de la lluvia (1987), Babel bárbara (1992), Otra vez Eros (1994), Aquella noche (1995) e Inmovilidad de los barcos (1997).

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: Cristina Peri Rossi, El amor es una droga dura, literatura, Novelas para leer

Compartir: