La culpa no es del chancho
Por Ariana Lebovic para Córdoba Psi y La tinta
“Llegó un momento en que el sufrimiento de los demás no les bastó:
Tuvieron que convertirlo en espectáculo”.
Amelie Nothomb, Ácido Sulfúrico.
Un grupo de adolescentes filman mientras otro tanto golpea hasta la muerte a un joven que se desploma en medio de la calle en una ciudad balnearia, en pleno verano. La violencia proyectada sobre la pantalla se emite sin editar en las diferentes emisoras de aire y cable, imagen que no es única ni será la última. No es ciencia ficción, es una realidad. El crimen del verano es tapa de diario y tema de todas las sobremesas. Me fui a dormir con angustia, pensando en ese joven que podría ser mi hijo, mi paciente, mi vecino, pensé en su familia rota de dolor, también pensé en la tragedia de lo que significa morir joven, antes de tiempo. La imagen era contundente, un cuerpo desplomado en medio de una calle transitada, la soledad de quien existe sólo para la mirada de una cámara, y desperté con la necesidad de escribir, de poner palabras a semejante acto salvaje, escribir como intento de reparar una herida, una desgarradura. Porque todos estamos heridos.
Un mundo que mira sin mirar el padecimiento de los otros y los transforma en espectáculo cual circo romano. A veces el sufrimiento tiene la cara de un pibe o de una piba, otras puede ser un chancho volador, pero eso nos conmueve menos de lo que nos indigna. “Falta de educación, excesos”. El público opina, juzga, debate frente a la pantalla. Once contra uno, rugbiers, forzudos, insensibles. Adolescentes.
En La Sociedad del Espectáculo, Debord [1967] afirma: “El espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente”¹. Hacer de la de la violencia una imagen, proyectarla y exhibirla sin cesar, parecería ser la mejor manera de neutralizarla, banalizar y reducir su sentido, naturalizándolo.
Crueldades expuestas, exhibidas a toda hora, a cada instante, a las que nos acostumbramos como el pan nuestro de cada día, elevadas a la categoría de shows televisivos. Se pervierte así la relación de lo humano con el sufrimiento, cuanto más exposición, más adormecimiento y aceptación. La indiferencia es una forma de crueldad, cuando no se intenta directamente dominar o someter al otro, basta con desatenderlo, dejarlo solo, no escucharlo, no asistirlo.
De repente, se me vino a la memoria un capítulo de la serie Black Mirror que mostraba de manera inquietante este tipo de fractura o escisión psíquica que se produce en aquellos que pareciera se vuelven ojos, disociando el mirar del sentir. Un grupo de personas filman desde sus celulares un acto cruel, todos esos yoes allí presentes miran extasiados una escena de linchamiento psíquico y físico sobre una mujer, culpable de la muerte de una niña. La escena es la representación de la tortura y, para mi gusto, plantea cuestiones que podríamos llamar éticas en cuanto a la función de la mirada y la responsabilidad del que mira sin intervenir. Están ahí con todo su ser, pero, en lugar de atender el pedido de auxilio, miran como voyeurs impávidos sin ser conscientes de la responsabilidad que su presencia constituye: insensibles, inmutables, crueles. Pienso entonces en la responsabilidad del que mira y en lógicas de disciplinamiento que tienen por ley el ejercicio de la crueldad.
Pedagogías de la crueldad, antipatías, anti-empatías. Esos que miran sin mirar parecen anestesiados, adormecidos, pero están ahí y también son responsables.
Vuelvo a Villa Gesell e invoco a Silvia Bleichmar [2007] para pensar que no se trata de una falta de educación, a esos chicos bien comidos y educados no les falta disciplina, les falta ternura, empatía, sensibilidad, no son bestias salvajes, responden a códigos, patrones culturales. Lo que aquí está en juego es algo más profundo que una falta de límites, se trata de una falla brutal en la constitución del sujeto ético, pero que, paradójicamente, se sostiene en ideales, ser macho es ser potente, fuerte, dominante.
Según Emmanuel Levinas, la ética implica el reconocimiento del semejante como otro humano, en tanto que, para Freud, la capacidad del adulto de atender a la vulnerabilidad y al desvalimiento infantil es la fuente de todos los motivos morales. “Así, la cuestión de la ética empieza por el modo en que el adulto va a poner coto a su propio goce con relación al cuerpo del niño. En los cuidados que realiza, va a inscribir el orden de una circulación que, siendo libidinal, no es puramente erógena, sino que, además, es organizadora. Y esta forma de operar del adulto con el niño es la base de todos los ‘motivos morales’, como escribió Freud en Proyecto de una psicología para neurólogos. El niño llora porque tiene malestar, porque siente displacer: para que su llanto se torne mensaje, es necesario que haya otro humano capaz de recibirlo y transformarlo en algo a lo que hay que responder” .²
Si algo caracteriza a la condición infantil es la sumisión, la vulnerabilidad y la dependencia. Pienso en la crueldad que significa desatender el sufrimiento. Dejar a un niño llorar hasta el agotamiento o el adormecimiento, no intervenir frente a conductas de desborde, no ofrecer respuestas calmantes que le permitan en un segundo momento ser capaz de calmarse a sí mismo es dejarlo expuesto a angustias muy profundas que pueden dar lugar a respuestas que oscilen entre la desconexión, el terror y la impulsión.
La ausencia de empatía por parte del entorno sumado a castigos o conductas muy coercitivas puede inscribirse tanto como vacío como hostilidad, odio y dolor. Se atenta contra la capacidad de incorporar ternura e internalizar acciones de cuidado. Si no hay quien lo escuche al niño, no le queda otra opción que desestimar lo que siente, negarlo, disociarse.
A la vez, se horada la confianza en el adulto como alguien confiable, capaz de proteger y de cuidar. Endurecerse como modo de sobrevivir, falsos y funcionales self. Llegada la adolescencia esto se pondrá en acto de alguna u otra forma, incluso podrá hacer eclosión y entonces hay que repensar en los vínculos primarios como sedimento sobre el que se estructurarán las nuevas experiencias.
El adolescente que delinque tiene atrás toda una aldea: familia, escuela, club, lugares de pertenencia y una historia que lo constituyó. Cuando es un grupo el que comete un crimen tan brutal como el de Villa Gesell, nuestra función como profesionales de la salud mental es indagar sobre las condiciones que posibilitaron semejante barbarie de las que, sin lugar a dudas, los adultos son responsables. No es el deporte en sí, sino una cultura deportiva que promueve ideales y valores donde el “deber ser” se consuma a través de la demostración de fuerzas, la potencia se adquiere a través de la dominación y sujeción del otro. Machos son los que resisten, los que se la bancan, los que no sienten dolor. No es el deporte el violento, pero sí son micro-violencias sostenidas en micro-machismos: modos de relación al otro y de constitución de un tipo particular de subjetividad.
Un adolescente muerto y 10 que van a ir presos. 11 vidas desperdiciadas.
Es imposible no sentir dolor, es imposible no preguntarse por lo que antecedió para llegar a este brutal desenlace. ¿Qué señales se han desatendido para que un grupo de chicos llegue a semejante desborde? ¿Nadie lo vio? Dicen que era una crónica anunciada, que venían haciendo quilombos en sus lugares de residencia, ¿por qué se los dejó tan solos librados a sus propias impulsiones? ¿Eso no es también un poco cruel? Nadie los escuchó.
La experiencia del Holocausto, las dictaduras en Latinoamérica y los campos de concentración en el mundo ameritan que nos detengamos a reflexionar sobre un tipo particular de humanidad que, sabiendo lo que ocurre, desmiente y tolera todo tipo de excesos y violencias. Freud llamó desmentida a una forma de negar la realidad para satisfacer pulsiones inconscientes. Violencias desmentidas y naturalizadas. Amelie Nothomb, en su novela Ácido Sulfúrico, plantea cómo en el campo de concentración la función del anonimato da lugar a la legitimación de la crueldad. Los “nadies”, esos otros cuyo nombre propio ha sido expropiado, son fáciles de lastimar, de degradar, de matar. En tanto el otro es nadie, es mucho más sencillo eliminarlo.
Las políticas-económicas neoliberales han dado a luz formas de subjetividad en las que predomina un tipo de crueldad disciplinada. El sálvese quien pueda hoy se llama cultura meritocrática y conforma también un ideal, la reducción y explotación de los sujetos a meros objetos de consumo son tendencias del mercado. Neo-individualismos, cultura del descarte y supervivencias del más apto, reloaded. Por suerte, nos quedan los movimientos feministas, ofensiva sensible que intenta subvertir el orden establecido recuperando el rostro y la voz de las minorías no reconocidas.
* Por Ariana Lebovic, psicoanalista, para Córdoba Psi y La tinta / Imagen de tapa: On24.
¹ Debord,Guy (1967) “La sociedad del espectáculo”. Archivo Situacionista hispano.
² Bleichmar, Silvia (2. No por nada los espectáculos al estilo Gran Hermano o Los juegos del hambre se han vuelto furor durante la posmodernidad época en la que se usufructúa el goce voyeur y exhibicionista. En la cultura del No Te Metás, la participación queda reducida al rol espectador.