¿Cómo desactivar la bomba sojera?
Otra vez sopa: el gobierno peronista aumenta las retenciones a la soja y sectores de “el campo” se rebelan en defensa de su renta sectorial. Pero la historia nunca se repite y los contendientes ya no son los mismos. Mientras los ruralistas se sienten empoderados por cuatro años en el poder, es de esperar que el nuevo oficialismo despliegue estrategias para evitar que los opositores se abroquelen. La clave está en los trabajadores del complejo agroexportador, que durante el macrismo la pasaron mal.
Por Juan Manuel Villulla para Revista Crisis
Por estas horas, la escalada de un nuevo conflicto “campo versus gobierno” va a depender de cómo el gobierno desactive la bomba de tiempo que le dejó el macrismo en la pampa húmeda. La “resistencia con aguante” ahora es amarilla y le encontró el gustito a movilizarse para disputar fronteras afuera de sus contornos más duros. Pero lo que no se sabe es que la experiencia de Cambiemos en la patria sojera dejó un tendal de trabajadores rurales sin empleo, salarios reales por el suelo, miles de Pymes agrarias fundidas, y muchos más votos celestes de lo que cualquiera hubiera pensado. ¿Qué harán esos grupos subalternos de las pampas si se vuelve a pudrir? ¿Logrará el peronismo capitalizar en términos de movilización los apoyos electorales que cosechó entre los sectores populares agrarios?
Los empoderados del macrismo
Antes de las elecciones del 27 de octubre, como parte de la campaña del #sísepuede, grupos de ruralistas organizaron la “Marcha del Millón”, nucleándose en rutas, rotondas y plazas del interior pampeano. A juzgar por las imágenes que ellos mismos hicieron circular en las redes sociales, el nombre les quedó medio grande. Algunos días antes de la asunción del nuevo gobierno, también vía redes, se lanzó el agrupamiento “Campo + Ciudad”, organizado por los llamados “Guardianes de la República” y liderados por Sebastián Quiroga, vicepresidente de la Coalición Cívica de San Javier, Córdoba. Avisaron que respetaban el resultado electoral, pero que la iban a pudrir si consideraban pisoteados sus derechos. A las pocas horas de la asunción de Alberto Fernández, ya daban por pisoteados sus derechos y están convocando a una movilización para el 18 de diciembre contra la Ley de Emergencia Económica, a la que consideran “hecha para robar”. Pero cuando el sábado 14 el gobierno toqueteó un poco los porcentajes de las retenciones a las exportaciones de granos, la gota rebalsó y “los ruralistas” se sintieron meados. Aunque lo que tendrán que tributar es menos de lo que pagaban en agosto de 2018 bajo la administración macrista, la medida fue suficiente para activar todas las alertas y encontrar, finalmente, el motivo para hacer lo que tenían ganas de hacer desde antes: movilizarse contra “el populismo”.
En un punto es natural: así como en 2015 existieron las “plazas del aguante” protagonizadas por los derrotados del ballotage, necesitados de reunirse, acompañarse y activar para revertir, ahora los derrotados son ellos y tienen el mismo impulso. Por eso se vuelve al mito de origen donde esperan encontrar las fortalezas identitarias para bancar lo que viene: la mística del conflicto de 2008. Pero no estamos en 2008.
El desafío del actual oficialismo consiste en poner de manifiesto que estos grupos representan una identidad político-ideológica –legítima como tal–, y expresan los intereses económicos de una parte –sólo de una parte– del sector agropecuario. Privilegiada, por cierto. Pero la resistencia amarilla no expresa lo que dice representar ni en términos económicos ni en términos políticos. En otras palabras, no son eso que llaman “el campo”.
Chetoslovaquia por dentro
El mapa de Chetoslovaquia, con esa franja amarilla que corta el país por el medio, no deja ver lo que pasa por abajo, la composición social dentro de “el campo”. Ese mapa es elocuente pero está construido con los resultados finales a nivel provincial; a nivel de distritos, en esas mismas provincias, buena parte de los electorados rurales lo votaron a Alberto Fernández. Fue así en Santa Fe, en Entre Ríos, y también en La Pampa y Buenos Aires, donde el Frente de Todos no ganó sólo con el voto urbano (más bien al contrario, perdió en todas las grandes ciudades menos en el Gran Buenos Aires y Rosario). El único lugar que se ha transformado en una plaza cambiemita de punta a punta es Córdoba.
Es más: en Buenos Aires, el Frente de Todos ganó en 46 de los 100 distritos con territorialidad agraria. Y no se trata de 46 distritos “marginales” en términos productivos: en el núcleo sojero más fértil del país, en el partido de Colón, Alberto y Cristina sacaron el 55% de los votos, mucho más que en cualquier barrio de la Capital Federal. En la misma zona, los Fernández anduvieron entre el 45 y el 50% de los votos en Chivilcoy –cuna de la agricultura bonaerense bendecida por el mismísimo Sarmiento–, Chacabuco –capital nacional del maíz–, Salto, Suipacha, Bragado y General Viamonte. Es decir, partidos del “norte rico” de la provincia más rica del país. En el oeste bonaerense –la zona power de invernada ganadera tradicional, lechería a gran escala y agricultura moderna–, el abogado peronista de la UBA se anotó a Pehuajó, Carlos Tejedor –patria chica de Emilio Monzó–, Daireaux, Guaminí e Hipólito Yrigoyen. Lo mismo en el sur triguero y ganadero de Buenos Aires, donde el nuevo Presidente cosechó nada menos que el 54% en González Chávez, 47% en Tres Arroyos –el distrito más importante de la zona–, 53% en Benito Juárez, y otro 54% en Laprida. Casi todo el centro bonaerense de tierras bajas buenas para la cría de vacunos, también apoyó al Frente de Todos, como se ve en Las Flores, Rauch, Ayacucho o Tapalqué, entre otros.
Quizás una parte de estos buenos guarismos se deban a la alianza con Sergio Massa, y otra parte a ese Renault Clío que se merece un monumento en la capital de la provincia. Pero el fenómeno no se dio sólo en Buenos Aires: medio núcleo sojero de Santa Fe también bancó al peronismo unido en las urnas, como en los distritos de Constitución, San Jerónimo y San Lorenzo, aunque no así –llamativamente– en las tierras norteñas de Perotti. Entre Ríos también quedó fuertemente dividida en su interior y La Pampa fue casi toda celeste.
La soja working class no va al paraíso
Pero en los distritos del interior pampeano no vive sólo gente vinculada al agro, de modo que no se puede tomar estos resultados como “la palabra del campo”. Tampoco se trata de un mundo generalizado de riquezas y prosperidad. La contracara del boom de los agrobusiness en la pampa han sido los trabajadores rurales.
Aunque el sector agropecuario emplea sólo al 5% de los asalariados de la región –el resto vive de la industria, los servicios y el Estado, entre otros rubros–, los obreros rurales componen el 70% de las personas ocupadas en el campo. ¿A quién votó, entonces, esa mayoría silenciosa que, en definitiva, es el verdadero sustrato social de eso que llamamos “el campo”?
Entre las PASO y las elecciones de octubre, un trabajador rural de un feedlot en el partido de Laprida –donde el Frente de Todos se impuso cómodo–, nos hablaba de las opciones políticas de sus compañeros, a los que detesta: “Acá los gauchos lo votan todos a Alberto. No por convicción ni nada. Por el bolsillo. No están pudiendo pagar la cuota del auto que se compraron con esos créditos UVA. Algunos lo tuvieron que devolver. Yo no, yo voto en blanco”. El que no devolvió un auto devolvió una moto. Pero les quitaron lo bailado y la plata dejó de alcanzar.
Entre 2016 y 2019, los trabajadores rurales pampeanos perdieron 34 puntos de sus salarios reales. Como corolario de esa caída, este año los laburantes con las mejores remuneraciones del campo –los operarios de maquinaria agrícola– recibieron un amargo aumento que dejó sus haberes mensuales en 27 mil pesos. Es decir, por debajo de la línea de pobreza regional, ubicada ya por ese entonces –y con meses de fuerte inflación por delante– en 30.100 pesos. Mucho peor quedaron sus “pares” ganaderos, a quienes los representantes de “el campo” y su gobierno premiaron con salarios formales en 17 mil pesos mensuales, obligándolos a laburar horas extras o conseguir changas adicionales para sobrevivir.
A esta debacle salarial se suma un dato de más largo plazo, que contradice el humo que los think-tanks de los agronegocios le venden cotidianamente a la sociedad argentina: lejos de generar “uno de cada tres puestos de trabajo” en la economía, o de ser “vanguardia en la generación de empleo”, el empresariado agrario de la pampa húmeda expulsó entre 2011 y 2019 al 10% de su personal. Como se trata de un sector que emplea tan poca gente, estas 11.400 familias que quedaron sin fuente de sustento en el período no resultan un número tan grande comparados con los 125 mil puestos de trabajo formales que desaparecieron en toda la economía nacional sólo en 2019. Pero la proporción al interior del sector agropecuario pampeano es enorme. Y sobre todo contrasta fuertemente con los incrementos productivos en el mismo período: aumentaron un 40% las toneladas cosechadas, un 20% la superficie sembrada, y un 7% el stock ganadero. De modo que, a pesar de la quita de retenciones, las devaluaciones, los ministerios, y todos los beneficios directos e indirectos que el macrismo entregó al empresariado concentrado del agro, nada de eso derramó ni en empleos ni en salarios ni en mejores condiciones de vida para quienes componen el 70% de eso que llamamos “el campo”.
Esta mayoría social agraria tuvo bastantes motivos económicos para votar contra Macri. Y a diferencia de otras formas de exteriorizar el descontento –que implican exponerse a confrontaciones cara a cara–, el cuarto oscuro de una elección –mal que mal– tiene eso: habilita una expresión independiente fuera del radar del control directo de empleadores u otras figuras que representan al poder en los poblados donde residen los trabajadores y trabajadoras rurales. De todos modos, además de la economía, juegan la política y la ideología. “Yo voy a apoyar al cambio. Le voy a dar una chance más”, nos decía un trabajador que cobraba menos de la mínima legal y a quienes los peones del campo de al lado lo querían convencer de votar a Alberto y de que pida un aumento. Mate de por medio, otro obrero hijo de un sindicalista rural de La Pampa nos aseguraba que no iba a votar al Frente de Todos “porque se robaron todo”.
La república de la soja desunida
Pero si hay que hablar de convicciones políticas, el caso de los tres diputados de Cambiemos recién electos que pocos días antes de la asunción del nuevo gobierno abandonaron el espacio por el que fueron elegidos es elocuente. Uno de esos tres es Pablo Ansaloni, exhombreador de bolsas, criado entre los sindicalistas obrero rurales de Colón, allí donde, como vimos, el Frente de Todos levantó el 55% de los votos. Según nos dijo, en la cima de su firmamento estaba Perón. E inmediatamente después, el “Momo” Venegas. Pero el “Momo” murió. Y ahora parece que el rebaño está un poco descontrolado. La UATRE tramita su ingreso a la CGT “de todos”. Y líderes de las “Bolsas de Trabajo” como Ansaloni abandonan el barco macrista. Cuando un periodista le preguntó los motivos de su “borocotización”, el hombre respondió con un súbito rapto de democratismo: “yo voy a donde me dicen mis trabajadores”. Y es que en las tierras agrícolas de Ansaloni, el “mensaje de las urnas” fue bastante claro.
Los trabajadores y trabajadoras en relación de dependencia no son el único ruido en la “república de la soja”. Los resultados que acaban de publicarse del reciente censo nacional agropecuario indican que, entre 2002 y 2018, desaparecieron alrededor del 30% de los productores.
Se trata de prácticamente 30 mil PyMES agropecuarias que ya no existen en el mapa de la zona pampeana. ¿Cómo pudo suceder esto bajo el auge de los commodities? En primer lugar, porque aún entre los campos sojeros o maiceros, no todos tienen la misma escala productiva ni, por lo tanto, la misma magnitud de rentas y ganancias. Los campos chicos son menos productivos y tienen más costos por bolsa de grano cosechada que los grandes que, por el contrario, ahorran hasta un 30% de sus costos gracias a sus “economías de escala” (compras al por mayor, centralización, acceso crediticio privilegiado, etc.).
En rigor, más allá de los “derrames”, es esta cúpula empresaria la que captura el grueso de la renta de la producción de granos para exportación. Y con lo que acumula sale a alquilar, comprar o saquear tierras a pequeños y medianos productores o a campesinos de escalas más chicas que están fuera del esquema de los agronegocios en distintos puntos del país, promoviendo la imparable concentración agraria.
Según datos oficiales, un 10% de grandes empresas concentra la comercialización del 80% de la soja. Ahí está la papa. ¿Vale la pena salirle a cobrar retenciones al otro 90% de productores, que individualmente aporta poco a la recaudación, y cuya movilización política en defensa de sus márgenes puede desestabilizar al gobierno en un contexto regional tan áspero? Acaso sea más inteligente políticamente cobrarle fuerte a la cúpula y liberar de esa carga a la mayoría de los productores, para no entregar innecesariamente a los grandes capitales y propietarios de tierras un ejército de pequeños y medianos productores aliados en defensa de la renta del sector.
Por otro lado, no todos los productores viven de la soja o el maíz; al contrario, muchos compran esos cultivos para alimentar animales, de modo que el precio interno de los granos los afecta directamente y en un sentido inverso que a los empresarios agrícolas. Estas contradicciones económicas han generado diferencias políticas entre las entidades, así como entre sus representantes y sus bases. La corriente chacarera «Bases Federadas», por ejemplo, que dirige la Federación Agraria de la provincia de Buenos Aires, se distanció de la conducción nacional de su entidad, criticó duramente los “14 puntos programáticos” de la Mesa de Enlace antes de las elecciones –que entre otras cosas pedía una reforma laboral-, destruyó mediante un comunicado el balance agrario de Vidal, saludó la llegada de Axel Kicillof a la gobernación de la provincia y la de Alberto Fernández a Balcarce 50. Por su parte, la corriente “Chacareros Federados”, que dirigió durante décadas las filiales de la misma entidad en el sur santafesino, también se pronunció contra el macrismo y tensionó la intervención oficial en el INTA a través de su representante en el organismo estatal.
La bomba sojera puede estallar en las manos del nuevo gobierno si asume que los grupos concentrados o las corrientes políticas republicanas del ruralismo representan al conjunto de ese gran universo que desde la ciudad denominamos “el campo”. Por el contrario, existen allí múltiples contradicciones sociales que habilitan nuevas alianzas y configuraciones políticas, si es que el conflicto se encara con inteligencia y una genuina voluntad de justicia social.
*Por Juan Manuel Villulla para Revista Crisis. Fotos: Sebastián Pani.