Estado neoliberal y elecciones en puerta
Por Oscar Soto para La tinta
Después de casi cuatro años de que Mauricio Macri accediera al gobierno por vía del voto popular, resulta una extrañeza, poco predecible, pero definitivamente cierta, que la organización política de la derecha argentina no solo dispute formalmente elecciones, sino que, además, se mantenga en el poder.
Una aclaración necesaria para el lector vale el recorrido de la reflexión: la clasificación geométrica de la política argentina no es una pieza anticuada ni un recurso pasado de moda. La ubicación de bloques políticos partidarios y grupos sociales en torno de la representación a la “izquierda” o “derecha” del perímetro político nacional tiene un recorrido largo en la historia política del país. No obstante eso, a diferencia de otros trazos “ideológicos” de América Latina e, incluso, en contraste con la mayoría de las disputas políticas europeas, Argentina cuenta con una singularidad nativa a la hora de encuadrar políticamente sus opciones electorales. Tanto el peronismo como el radicalismo, las dos opciones partidarias más fuertes del siglo XX, han estructurado un mapa político cuyas oscilaciones al centro-izquierda o al centro-derecha han sido lo suficientemente proporcionales como seccionadas.
El clivaje de libertad e igualdad
Desde 1916, cuando la Unión Cívica Radical llegó al poder a instancias de la “Ley Sáez Peña”, la institucionalización de la participación ciudadana (restringida) y un giro retórico-práctico sobre los resortes del Estado marcaron el inicio de una apertura a las demandas sociales de las clases medias en la Argentina. No en vano, la inmigración de trabajadores socialistas y anarquistas, junto con los rumores de la Revolución Rusa en ciernes, lograron incidir en la legitimación de algunas políticas distributivas o compensatorias para las sectores populares (en esos remotos años “radicales”, se nacionalizaba el petróleo y se diseminaba la enseñanza universitaria después de la Reforma de 1918).
Sería a partir de la sublevación popular del peronismo en 1945 cuando se concretaría una efectiva democratización social de la Argentina. El viejo Estado oligárquico-agroexportador se resquebrajó frente a un tipo de política de redistribución basada en el consumo y la visibilización de las clases trabajadoras del país. Pese al discurso oficial actual, desde el gobierno de Perón en adelante, las acciones de la vieja estatalidad liberal se impugnaron con el aumento del gasto público en salud, educación y vivienda, las políticas de defensa, legislación y control de las exportaciones e importaciones, el fortalecimiento de la industria nacional, en especial, la “industria pesada”, la nacionalización de empresas de servicios públicos como los ferrocarriles y teléfonos, y la creación de nuevas empresas de servicios como Gas del Estado, Agua y Energía, y Aerolíneas Argentinas.
Si bien la antigua ligazón del aparato estatal con el capitalismo nunca se puso en cuestión ni se modificó a la manera de otras revoluciones sociales y nacionales, el germen de las batallas populares que sobrevinieron en la Argentina pos-peronista (marcadas por todas las formas posibles de re-organización de las clases dominantes) dio como resultado la politización de obreros/as campesinos/as y sectores populares en general, y una fuerte represión militar que buscó, por medio de Golpes de Estado y “democracia restringida”, contener y reprimir los “aires” de las clases bajas que “creían tener perpetuidad en sus derechos” como si se tratara de algo adquirido, idea recurrente en la actualidad.
La apertura de la conciencia de reivindicación política y social ha sido una de las más nítidas modalidades de contraponer la humanidad de las clases subalternas al privilegio de las élites políticas argentinas. Tal como decía Arturo Jauretche: “El peronismo no pudo sacar el techo, pero le hizo un agujero enorme y, por eso, el pueblo empezó a mojarse de riqueza”.
Ese cuadro, de imperfección para algún teórico puntilloso de izquierda y de malestar para las clases acomodadas que comulgan en su ideario con la derecha política -desde el peronismo a esta parte-, ha atravesado la historia política argentina.
Siguiendo ese hilo del análisis, podemos aventurar que, en Argentina, hay una división -un tanto simplista, pero no menos cierta- asentada sobre dos clivajes ideológicos: existe un sector concentrado del poder económico que históricamente ha reivindicado el valor de la libertad de mercado para los cuales el Estado es claramente un estorbo; mientras que, por otro lado, existe una amplia gama de sectores obreros, industriales, profesionales y pueblo en general para quienes la condición de la “igualdad” resulta un sentido innegociable y, por ende, la intervención estatal, un pre requisito para la justicia social.
Neoliberalismo y coyuntura
Todo ese pedazo de historia política argentina, en la que el capitalismo nunca desapareció (la mayoría de los dirigentes suelen no proponerse eso cuando entran en política partidaria), pero el agujero a sus núcleos de poder más sólidos se hizo palpable en pibes comiendo más, familias llegando a fin de mes, hijos e hijas de obreros arribando a la Universidad Pública o pequeñas y medianas empresas produciendo trabajo local; se transformó, desde los años 70 del siglo pasado en adelante -especialmente en los 90-, en una anomalía: el Estado se hizo más presente que antes en el resguardo de los intereses de las clases dominantes, mientras que los partidos que históricamente representaban a las clases medias y bajas del país se aturdieron en el medio de la globalización neoliberal.
En la modesta historia nacional, la “igualdad” terminó por disiparse en los bordes de la “libertad” (de mercado), pasaron al frente los defensores de la economía liberal y el país lo sintió en carne propia. Hasta la crisis de 2001, antes del desenlace político de la experiencia kirchnerista, la derecha argentina se robusteció. Solo con los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, el Estado recuperó una relativa línea crítica del neoliberalismo hegemónico. Miles de discusiones abrieron el ciclo político reciente en América Latina, en el que coincidieron los Chávez, Lula, Correa, Dilma, Evo y los Kirchner, entre otros, pero si algo es claro es que la capacidad estatal se orientó hacia la búsqueda de un mínimo de igualdad, redistribución de riqueza y limites a la expansión de la miseria que el neoliberalismo propuso como política obligatoria.
El triunfo de una alianza neoliberal, formalizada en la figura de Mauricio Macri en 2015, significó una novedad y un estacazo a las predicciones más realistas: los sectores económicos concentrados del país armaron un partido político (ya no un golpe militar), ganaron las elecciones y se mantienen hace casi cuatro años en el poder haciendo de lo poco o mucho que se ha alcanzado en derechos sociales, un recuerdo del pasado.
Las posibilidades de que gane la oposición a este gobierno en las próximas elecciones nacionales aún son una incertidumbre, no constituyen una certeza y seguramente despierta interrogantes en muchos sectores sociales en el presente año electoral, pero lo que es innegable es que, tarde o temprano, las clases trabajadoras de este país deberán poner un límite a este ajuste permanente; entre tanto, la recuperación del consumo y el trabajo, el limite a la fuga de capitales, el restablecimiento de la soberanía cedida además de la ciencia, la técnica y los criterios mínimo de vida para los sectores populares son una urgencia actual. Estamos nuevamente ante la disputa por un Estado más neoliberal o la posibilidad de hacer algún agujero al techo para poder respirar.
*Por Oscar Soto para La tinta.
*Politólogo y docente. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-UNCuyo.