Che, voy al arco
Fue tan poco lo que escribió el Che Guevara sobre su relación con el fútbol que despertó en nosotros una aspiración menor: animarnos a cierta reconstrucción realizada por historiadores y testigos, con el simple afán de hallar detalles imperdibles y, por qué no, al Che futbolista.
Por Pablo Llonto y Alejandro Wall para Revista Un Caño
Había pasado el tiempo. Treinta y nueve años desde el asesinato. Y el Che Guevara estaba allí; su rostro en una bandera mediana, en lo alto de una platea primermundista cuando la Argentina jugaba el Mundial de Alemania 2006.
Toda la tarde desafiante, sin que nadie advirtiera que aquel cabrón tan rebelde estaba haciendo añicos la regla monacal de la FIFA: “No se permiten banderas políticas». El Che, más allá de Blatter y de todo.
Sin embargo, puede uno imaginarse, con escaso margen de error, que el Che Guevara no era un fanático del fútbol. Pero, ¿y si lo hubiese sido?
Fue tan poco lo que escribió Guevara sobre su relación con el fútbol que despertó en nosotros una aspiración menor: animarnos a cierta reconstrucción realizada por historiadores y testigos, con el simple afán de hallar detalles imperdibles y, por qué no, al Che futbolista.
“Un día, jugaba fútbol con otros chicos y veo que regresa a la casa muy serio, y entra a su dormitorio, busca un pantalón y sale… Le pregunté: ‘¿Dónde vas con ese pantalón?’, y él respondió: ‘Es para el Negro, que tiene su pantalón roto y no puede jugar. Y además, ¿por qué yo voy a tener diez pantalones y mi amigo ninguno? Sus padres no tienen dinero”. (Rosario González, niñera del Che, fallecida).
Primera señal. Primeros partidos. No hay precisiones sobre fechas, pero el gesto habría ocurrido a mediados de los años ’30. Ernestito, el hijo de los Guevara-De la Serna llega a Alta Gracia, Córdoba, a los cuatro años. Su familia había elegido aquella ciudad por consejo del médico familiar quien, ante el niño asmático, recomienda la búsqueda de un clima seco.
“Allá por 1937 o 1938, me acuerdo de que Ernesto armó un partido entre católicos contra ateos. Se jugaba normalmente frente a la puerta de casa, en la calle. Yo era alumno del Colegio Champagnat, que era católico, pero pudo más mi amistad con Ernesto y me puso con él en el equipo de los ateos. Ni me acuerdo cómo salimos. Yo era de Buenos Aires, pero iba siempre de vacaciones a Alta Gracia porque teníamos una casa allá. Así nació nuestra amistad con el Che. No recuerdo que Ernesto haya ido alguna vez a la cancha”. (Carlos Figueroa, amigo de la infancia del Che. Consultado por los autores de esta nota).
El puesto de Guevara ya era firme, sería arquero. La causa era una sola: evitar los agotamientos prematuros por el asma. Si bien con posterioridad –cuando jugaba al rugby- hubo testigos que lo vieron retirarse de algunos partidos para inyectarse adrenalina, no hay constancia de algo similar cuando atajaba. Sus amigos de la infancia aseguran que alguna vez Ernesto armó un equipo al que llamó «Aquí le paramos el carro».
“Leía las crónicas deportivas para informarse sobre los campeonatos profesionales de fútbol, y como la mayoría de sus amigos eran adictos a los mismos clubes, Ernesto Guevara quiso elegir uno distinto. Cuando descubrió la existencia de Rosario Central, un club de la ciudad donde él había nacido, adhirió fervorosamente a su divisa. A partir de ese instante le encantó que preguntaran ‘¿de qué cuadro sos?’, porque le daba la oportunidad de responder con cierta altivez: ‘De Rosario Central. Yo soy rosarino’”. (Del libro El Che Guevara, de Hugo Gambini).
¿Descubrió la existencia de Central? Si bien el poco serio periodista Gambini no da referencias acerca de quién le acercó la información sobre cómo el Che se hizo Canalla, deberíamos deducir que fue el padre.
“Estando en el Sierras Hotel de Alta Gracia, cuando mis hijos Roberto y Ernesto aún eran niños (ocho y once años) un íntimo amigo mío les preguntó a modo de broma: ‘¿A que no saben los nombres de los jugadores de Boca?’. Cuál no sería la sorpresa de mi amigo cuando los dos al unísono le fueron dando a toda velocidad los nombres de los once jugadores… Además podían dar de memoria los jugadores de River, de Racing, de Tigre y de la mayoría de los cuadros de Primera División. Y es que realmente el fútbol los apasionaba”. (Ernesto Guevara padre, fallecido, en su libro Mi hijo el Che).
Los niños futboleros de hoy día podrán asombrarse del buen uso que le daban a la memoria los Guevara. Ellos, que ni siquiera conocen la mitad de la formación de un equipo que no sea el propio en su versión 2015, deben saber que en el mundo sencillo de los años ’30, para varones y mujeres, era más que pecado mortal no repetir, sin pausa para respirar, las formaciones de los equipos grandes. Años después, alguien trataría de convertir a Ernestito en un hincha de la otra Academia, la de Avellaneda.
“Lo quisimos hacer hincha de Racing, porque el Pelao (así lo llamábamos a Ernesto) adoraba al Chueco García, y como Racing lo compró y nosotros éramos hinchas de Racing, lo queríamos convencer. Pero él decía: ‘Yo voy a ser hincha de Central hasta que me muera”.
La evocación fue realizada por Alberto Granado, amigo de la infancia de Ernestito, a un integrante de la OCAL, la divertida Organización Canalla Anti Leprosa que sólo vive para mofarse de Newell’s. Le preguntaron a Granado por qué Ernesto salió de Central y no de Newell’s y el viejo amigo se animó a una deducción, de alguna manera, conveniente: “Porque los de Newell’s eran los pitucos, los niños bien, y el Che siempre luchó contra los pitucos y los niños bien”.
Para la OCAL, estas palabras resultaron maná del cielo. Tanto que se animaron a concluir que “el che ya era de la OCAL, ¿o no?”.
“El ídolo del Che era un jugador de Central llamado el Torito Aguirre”. (Carlos Calica Ferrer a los autores de esta nota).
Cuando Waldino el Torito Aguirre apareció en Central en 1941, Guevara andaba por los 13 años. Y si bien nadie recuerda haber visto a Ernestito en la tribuna de Central, se sabe que seguía con atención los partidos, los goles y las hazañas en velocidad de Waldino. En un Central-Newell’s de 1949, Aguirre gambeteó a medio equipo rival, metió un gol y no tuvo mejor idea que ir a celebrarlo frente a la tribuna de mujeres bajándose los pantalones. Se lo llevaron en cana. ¿Acaso el Che podría haber tenido otro ídolo?
El Torito fue asesinado en octubre de 1977 cuando, detenido por la policía, borracho y después de un robo, los homicidas de uniforme se cargaron a uno de los más extraordinarios jugadores canallas. Ya en la adolescencia, y con Ernesto viviendo en Córdoba, ciudad en la que cursaría la secundaria, hubo quienes lo vincularon con un equipo de Bouwer, en el Sur de Córdoba. Pero la ausencia de precisiones mayores obliga a dejar ese dato, por el momento, en suspenso. El salto con la pelota pasa a ser enorme:
“Nos encontrábamos con un grupo de camineros que estaban en una práctica de fútbol, ya que debían enfrentarse a una cuadrilla rival. Alberto sacó de la mochila un par de alpargatas y empezó a dictar su cátedra. El resultado fue espectacular: contratados para el partido del domingo siguiente; sueldo, casa, comida y transporte hasta Iquique. Pasaron dos días hasta que llegó el domingo jalonado por una espléndida victoria de la cuadrilla en que jugábamos los dos…”. (Diario de Viaje del Che. Ocurrió en el norte de Chile, verano de 1952).
Alberto es Granado, que tenía 30 años y había entusiasmado a Guevara (23) para iniciar el viaje por Latinoamérica. La aventura siguió por Perú y allí sería donde Guevara escribiría:
“En la ruinas nos encontramos con un grupo que jugaba fútbol y enseguida conseguimos invitación y tuve oportunidad de lucirme en alguna que otra atajada por lo que manifesté con toda humildad que había jugado en un club de Primera de Buenos Aires con Alberto, que lucía sus habilidades en el centro de la canchita, a la que los pobladores del lugar le llaman pampa. Nuestra relativamente estupenda habilidad nos granjeó la simpatía del dueño de la pelota y encargado del hotel que nos invitó a pasar dos días en él”.
Este partido, jugado en las ruinas de Machu Picchu, no sería el único. Restaba aún la experiencia deportiva en el leprosario de San Pablo, también en Perú, algunas de cuyas escenas fueron reflejados en la película Diarios de Motocicleta. La evocación es de Granado:
“Siempre me acuerdo de la canchita de San Pablo porque era maravillosa. Estaba rodeada de árboles, era cortita y ancha. Jugábamos contra los leprosos y contra los sanos, que eran dos equipos”.
El pase de Guevara jugador a Guevara entrenador se produjo meses después, cuando arribaron a Leticia, en Colombia. Es el último registro futbolero en aquel diario de viaje:
“Lo que nos salvó fue que nos contrataron como entrenadores de un equipo de fútbol mientras esperábamos avión, que es quincenal. Al principio pensábamos entrenar para no hacer papelones, pero como eran muy malos nos decidimos también a jugar, con el brillante resultado de que el equipo considerado más débil llegó al campeonato relámpago organizado, fue finalista y perdió el campeonato por penales. Alberto estaba inspirado, con su figura parecida en cierto modo a Pedernera y sus pases milimétricos, se ganó el apodo de ‘Pedernerita’, percisamente, y yo me atajé un penal que va a quedar para la historia de Leticia”.
Fue después de ese partido cuando conocerían a Alfredo Di Stéfano, en circunstancias que ni la propia Saeta recuerda en sus memorias. Por entonces jugaba en Colombia. De allí en adelante, la historia alejaría de a poco al Che de los campos de juego.
En 1953, emprendió el segundo viaje por Latinoamérica, junto a Calica Ferrer, y llegó a Guatemala en diciembre de ese año. Guevara se convertirá en el Che y todos ustedes saben lo demás. Quizá la siguiente sea la crónica de su último partido:
“En 1963, en Santiago de Cuba, hicimos un partido de fútbol. Él era ministro de Industrias, un personaje muy popular. Pero cuando estaba en el arco no se acordaba ni de su cargo ni de ninguna otra cosa. Cuando estaba en el arco, era arquero. Enfrentábamos al equipo de fútbol de la universidad, que era entrenado por Arias, un español. En el partido, Arias recibió la pelota y avanzó tranquilamente, pero el Che salió del arco, se le vino encima y le dio un revolcón. Nadie pensaba que el ministro se iba a tirar a los pies por una pelota…”. (Alberto Granado, en su libro Con el Che por América Latina).
¿Guevara futbolista? No, no. Sólo un atrevimiento. Sin dudas hizo mejor todo lo demás. Pero aun así, ello no opaca el legítimo orgullo de los hinchas de Central. El Che era de ellos. En 1997, un grupo de hinchas viajó a Cuba dispuesto a celebrar –como todos los 19 de diciembre desde 1971- la famosa palomita de Aldo Poy. Ernestico, uno de los hijos del Che, le lanzó la pelota a Poy y el cabezazo se inmortalizó en La Habana. En Alta Gracia, en la Casa Museo del Che, se encuentra una tipa, árbol que fue plantado bajo la tierra traída de Cuba, en octubre de 2002, por algunos miembros de la OCAL.
Esta es toda la historia que hay, más la que se llevó el viento. Quien la tenga, puede seguir aportando. En Un Caño siempre habrá lugar para el Che.
*Por Pablo Llonto y Alejandro Wall para Revista Un Caño. (Esta nota fue publicada originalmente en el número 14 de la Revista Un Caño, en octubre de 2006.)