Colombia: El regreso de lo que no se ha ido
El gobierno de Iván Duque promueve al país como una panacea para hacer negocios y recibir turistas, mientras se multiplican las muertes por la violencia estatal y paramilitar.
Por Pablo Nariño para Rebelión
Decía Edgar Allan Poe que una mentira viaja alrededor del mundo, mientras la verdad se pone las botas, y la mentira sobre la realidad colombiana circula a formidable velocidad por el planeta. La élite liberal-conservadora, hasta sus más “independientes” escisiones, han hecho de Colombia una mercancía que se ofrece y vende a pedazos, pero este propósito se topa con un obstáculo: el vertedero incubado durante décadas en las más elevadas alturas del Estado, que había sido arrojado al subsuelo, pretendiendo ocultarlo para que no emergiera su fetidez, y evitar así ahuyentar la “inversión extranjera”.
Esa misma élite y su gobierno, que andan por el mundo con un maletín bajo el brazo ofreciendo las mejores tierras del país para proyectos de megaminería, que ejecutan convenios para construir colosales hidroeléctricas y exportar energía -mientras millones de colombianos carecen de ese derecho-, no sabe cómo borrar de su portafolio de servicios, la piel y el espíritu estremecido de su mercancía. Es graciosamente absurdo observar al presidente Iván Duque, con una apenas si controlada euforia, presentar al país y al mundo, “logros” como el de la promoción para que extranjeros vengan para el “avistamiento de aves”, cuando la guerra recrudece en los campos, se talan cientos de miles de hectáreas, y hasta ríos como el Magdalena se están secando por darle cabida a proyectos minero-energéticos; y es aún más paradójico, cuando miles de habitantes de Bogotá, la “Atenas suramericana”, avistan cuerpos desmembrados que al amanecer cuelgan de los árboles de sus parques o yacen en basureros improvisados en los barrios.
Al mismo tiempo, es una infamia que mientras el gobierno colombiano aumenta -a pesar del rechazo mayoritario de la sociedad- el sueldo a los senadores de la República, cotidianamente el ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios) en una calle desahuciada de cualquier ciudad colombiana irrumpa y, sin preámbulos, pisotee con jactancia la mercadería de los trabajadores que venden empanadas, manzanas, piñas, naranjas, cachivaches y demás “lujos” de la pobreza.
Hace pocos días los colombianos se frotaban los ojos para ver que era el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, quien afirmaba que el gobierno nacional “no tiene certeza de las causas del desempleo”, ni tiene idea “de las medidas apropiadas para corregirlo”. También hace unas semanas, llegaron las palabras de Christopher Pissarides, adalid del neoliberalismo, invitado a la Convención Bancaria en Cartagena, que contó con la presencia de Duque, y en la que Pissarides aseguró que el “elevado” salario mínimo de Colombia es “desastroso” para la economía del país. ¡Extravagante!, más si se tiene en cuenta que en Colombia, uno de los países más inequitativos del mundo, el salario mínimo se ha convertido en un privilegio, y aun así está demostrado que es imposible que una familia sobreviva con ese monto, uno de los más bajos de la región.
Así va quedando claro para inmensos sectores de la sociedad que cuando la clase social dominante y su clase política prometen el crecimiento de la economía se refieren a la economía de ellos; que cuando anuncian participación política es la de su propia clase política; cuando hablan de “legalidad” es para legalizar la ilegalidad de ellos, y convertir en delito los derechos de los ciudadanos, y cuando hablan de salud y pensiones se refieren a las potencialidades económicas para ellos especular y ganar miles de millones con el escaso dinero del pueblo.
Pero así procede la élite económica y política colombiana: sin autoridad moral, y con falacias señala y fustiga a otras naciones, mientras a su interior la muerte y el delito son agasajados; conservan un país convulsionado, y además pugnan por convulsionar a otros. Porque en medio de la histórica balacera colombiana, el fascismo criollo truena, clamando por desatar sus oscuras reservas, y calculando de la mano de la Casa Blanca incendiar al país para que las llamaradas alcancen a Venezuela.
El colombiano es un Estado fallido, cuenta con un conflicto social y armado que parece perpetuo, con seis millones de desplazados internos, millones que han debido huir del país por la violencia política y la falta de oportunidades; un Estado donde los líderes de organizaciones sociales son asesinados diariamente, su clase gobernante está ligada casi por completo a redes de corrupción, es líder del narcotráfico, del tráfico de órganos, más de 300.000 individuos son víctimas de trata de personas, debido a causas como la pobreza; los grupos paramilitares, con tolerancia de las instituciones y la complicidad de agentes del Estado, se financian de la trata de migrantes y víctimas del conflicto armado. Y a pesar de la mal actuada demagogia del gobierno en el tema de la niñez, mueren dos niños o niñas al día, y casi el 40 por ciento se encuentra en condiciones de pobreza y un 19 por ciento de tasa de mortalidad en menores de 1 año, según las siempre desinfladas -en estos casos- estadísticas del DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística).
Es inevitable evocar hoy, en medio del genocidio contra líderes y activistas sociales colombianos, aquella sentencia de Duque emitida en su discurso de posesión hace un año: “No tengo ni tendré opositores en Colombia”. Afirmación que en un país como el nuestro son como mínimo sombrías, porque la élite, valiéndose de violentos dispositivos, como el encubrimiento de la verdad, la deformación de la realidad, la violencia y el terror de Estado, ha sabido materializar consensos a las malas, empeñado en el absurdo de “ajustar” la realidad al discurso, lo que no se circunscribe solo a un despropósito intelectual sino que puede ser tan real y brutal como las mutilaciones a serrazos y los estiramientos a martillazos que Procusto acometía a sus invitados para que encajaran de manera exacta en su camastro.
El pasado 20 julio, en su discurso ante el Congreso, mientras eludía hablar de la alarmante situación de guerra sucia en el país, tres líderes sociales caían asesinados. No debería entonces sorprender la reacción del pueblo cartagenero en el contexto de la movilización nacional e internacional contra el genocidio de líderes sociales, al notar la presencia del presidente marchando. Duque no había considerado que lo que para él solo era una simple “astucia” populista, significó un agravio y una burla para los colombianos. En las redes circularon trinos con ciertas variaciones entre ellos, que decían: “Ahora solo falta que Álvaro Uribe marche en contra de las Águilas Negras”. Quizás, parodiando al poeta Juan Gelman, haya que decir: si el gobierno nacional investigara a fondo las causas del genocidio de líderes sociales y las del desempleo, se encontraría consigo mismo.
En el gobierno Duque estamos presenciando el regreso de lo que no se ha ido, mientras propala alrededor del mundo la “dulzura” política y social del Estado colombiano, con el fin de seducir la gula destructiva de las empresas transnacionales; el pueblo ha tomado nota de acciones y omisiones, ha escuchado las breves e inconmovibles declaraciones presidenciales, y ha percibido en su retórica agresión, desprecio y desinterés. Así que, a lo mejor, al final podrían revelarse las contracciones de un nuevo país: menos “feliz” para Gallup y más real para todos.
*Por Pablo Nariño para Rebelión