La hazaña de ser Obdulio
Para El Uruguayo, lo mejor de esa victoria venía de algo aún más extraordinario, venía de lo que explicó Obdulio: “Si jugamos cien veces, ganamos sólo esa”. Nunca, ni adentro ni afuera de una cancha, encontró un gesto que le resumiera tan bien qué cosa es la modestia.
Por Ariel Scher para Deporte y Literatura
(Obdulio Varela, uruguayo y crack de más que el fútbol, murió el 2 de agosto de 1996)
Todavía El Uruguayo sentía esa emoción que lo acariciaba invariablemente en cada julio y casi lo ponía de vuelta en el medio de la infancia. “Si fuera por mi padre, me hubiera llamado Obdulio, pero mi abuelo pensaba que ése no era un nombre para nuestra familia”, dijo mientras Buenos Aires, su ciudad adoptiva, le obsequiaba fríos en colección. Era la vez número mil en que contaba esa historia, decidido a que, aunque los lugares y los públicos cambiaran, jamás aclararía que Obdulio era Obdulio Varela, un mito mayúsculo que nunca se pretendió mito y el prócer del triunfo de Uruguay en la final del Mundial de 1950 ante Brasil en el estadio Maracaná. Si en cada julio la piel se le erizaba y una lágrima le manchaba la mirada era porque aquel éxito frente a Brasil ocurrió justamente el 16 de julio. Y también porque desde ese partido, Obdulio fue el único ídolo que tuvo su padre en la vida entera.
A diferencia de otras gentes, El Uruguayo no sentía veneración por Obdulio Varela como consecuencia de la más famosa de sus acciones, aquella que fidedignamente narraba que en la final de 1950, después del gol que puso en ventaja a los brasileños, avanzó entre pausas hasta la mitad de la cancha apretando la pelota bajo una axila, congeló a un
estadio que hasta ahí parecía una caldera, pronunció su inigualable frase “muchachos, los de afuera son de palo” y encabezó una reacción fantástica que le dio a su selección el título. Para El Uruguayo, lo mejor de esa victoria venía de algo aún más extraordinario, venía de lo que explicó Obdulio: “Si jugamos cien veces, ganamos sólo esa”. Nunca, ni adentro ni afuera de una cancha, encontró un gesto que le resumiera tan bien qué cosa es la modestia.
Había aprendido desde los olores de la cuna, en los códigos del potrero y entre los secretos de la calle que Obdulio fue el hombre principal de un partido principal en la historia del fútbol, pero que su grandeza habría resultado idéntica inclusive si ese partido no se hubiera jugado. El Uruguayo admiraba de Varela que en la noche de esa final terminó absorbiendo cervezas y melancolías con los hinchas de Brasil en lugar de ir a brindar con los dirigentes. Y lo cautivaba su decisión de regresar a Montevideo envuelto en un piloto y un sombrero para escaparle a una notoriedad que no lo tentaba. Y lo conmovía que, tiempo antes, supiera ser tan líder de una huelga de jugadores como de los equipos a los que conducía desde su puesto de volante central. Y lo empujaba al aplauso que se negara a calzarse una camiseta del Peñarol con el que ganó seis títulos porque le habían puesto publicidad y ya había pasado la época “en que a los negros nos llevaban de la nariz”. El Uruguayo sabía que la gran hazaña de Obdulio no era el increíble campeonato del Maracaná, sino haber sido el hombre que fue.
Como a Obdulio le gustaba caminar sin rumbo, El Uruguayo lo intuía en cualquier calle durante sus periódicas visitas a Montevideo. Lo encontró una vez, no tanto antes del día de agosto de 1986 en que Varela se murió despertando lutos, memorias y tristezas. Nunca olvidó ese diálogo:
—Señor Varela, usted es un gran hombre —le dijo, soltando por la boca un aire que había juntado en toda la existencia.
—Se le agradezco, amigo —le contestó Varela—, ¿y usted cómo se llama?
—Mire, yo vivo en Buenos Aires, donde me dicen El Uruguayo. Lo de mi nombre es una larga historia.
Pero usted, si quiere, puede llamarme Obdulio. Seguro que mi padre se pondría contento.
*Por Ariel Scher para Deporte y Literatura