Camila La Incendiaria – Parte 1
Por Ezequiel González Carrera para La tinta
«A dónde van las palabras que no se quedaron
A dónde van las miradas que un día partieron
Acaso flotan eternas
Como prisioneras de un ventarrón
O se acurrucan entre las rendijas
Buscando calor
Acaso ruedan sobre los cristales
Cual gotas de lluvia que quieren pasar
Acaso nunca vuelven a ser algo
Acaso se van
¿Y a dónde van?
¿A dónde van?».
A dónde van. Silvio Rodríguez
¡Oh, justo ahora que estoy jugando!, me dijo cuando le propuse ir a tomar un café en la cantina para que empezara a contar. Se divertía con los juegos de ingenio de la feria de matemática en uno de los patios del colegio, que atraía a cuanto estudiante quisiera escapar del gris cotidiano de una educación que ya no va más.
Sacame en la próxima hora cuando esté en clase, completó con su sonrisa, que es la sonrisa de la vida cuando tiene 17 años. Y entonces después.
-¿Querés un café, Cami?
-No, está bien, gracias.
-Dale, yo te invito.
-Bueno, entonces un cappuccino de vainilla.
Nos sentamos en la mesa del rincón. Afuera la lluvia amenaza nuestras posturas y ella me mira con sus ojitos en luz y el fulgor de la rebeldía hoy vestida con una remerita blanca mangas cortas que no es del uniforme, su pollera cuadrillé bastante más arriba de las rodillas, rompiendo el reglamento, como sus pelos negros rubios rojos azules, sus uñas pintadas de rojobordó y unos aros redondos y grandes, de gitana. Todo en ella rompe el reglamento. También los tatuajes que en un par de semanas van a dibujar sus costillas izquierdas con el símbolo de sagitario y su pelvis derecha con “arte”. Representan mi personalidad, dirá con la misma sonrisa y la tonada cordobesa de zona norte.
-¿Alguna vez te hicieron una entrevista?
-Sí, por hockey.
-O sea que tenés experiencia.
-Sí… pero no te prometo nada.
-Bueno, Cami, contame, ¿qué paso ese día?
La madrugada del jueves 9 de agosto de 2018 se terminó de votar en el Congreso de la Nación la ley de Intervención Voluntaria del Embarazo. La madrugada del 9 de agosto de 2018 Camila duerme. Se había quedado dormida en la cama de mamá mientras seguía, con los nervios a la intemperie, la votación en el senado nacional. Antes de quedarse dormida se puso el pañuelo verde al cuello y sacó una foto para Instagram:
No te quedes en tu lugar
Que así a nadie vas a salvar
Sumate a esta ola
O esta ola te va a arrastrar
Escribió y decoró la foto con su sonrisa de medio lado y unos corazoncitos sobrevolando su cabeza rubia de bote. Después se ató el pañuelo verde en la muñeca derecha y se acostó en la pieza de la mamá a seguir la votación por televisión junto a su hermana mayor. Las tres siempre estuvieron muy atentas y comprometidas con este tema. La mamá no había podido ir a las marchas porque trabaja todo el día, entre bancos de mañana y jugadoras de hockey por la tarde. Pero su hermana y ella, sí. Camila se emocionaba al ver el ambiente que había, personas de todas las edades, una nenita que la llevaban en brazos, una abuelita, y decía: esto no es moda, esto es algo que pasa. Es una realidad. Quiero volver, a cada marcha quiero volver. Y volvería a ir pero ahora está mirando con sus ojitos entrecerrados a esos viejos y viejas que argumentan por que sí y porque no en algún canal que ya ni se acuerda. Sus ojos se cerraron sin querer porque hoy no había tenido hockey y su cuerpo, esos días, como que se relaja y cede pase lo que pase, no la deja decidir.
-Acá tienen el café, ¿qué quieren: azúcar o edulcorante?- dice la cantinera.
-Edulcorante los dos.
-¿Uno o dos?
-Yo cuatro-, dice Camila.
-¡Cuatro!- se sorprende la cantinera.
-Yo soy así- Sonríe la Cami.
Así es Camila, que duerme en la madrugada de este jueves porque el hockey la deja. La mamá, que fue una muy buena jugadora y ahora es entrenadora, la llevó al club cuando apenas tenía cinco años. Ya casi ni se acuerda de aquellos días en que se dedicaba a jugar haciendo montañitas y esconder la bocha en los conos de una canchita que era casi toda de piedra. Ahí nací yo, dice siempre. Todos, TODOS sus recuerdos del club son lindos. Hasta los que tendrían que ser feos, porque en sus más de doce años blanquinegros nunca llegaron a una final, ni siquiera a una semifinal. Y eso la impacta porque Camila es muy buena jugadora, seleccionada de Córdoba y hasta del país en algunas oportunidades. La han llamado varias veces de otros clubes y del exterior. La quieren, la desean porque es una crack que a sus quince ya fue promovida a la primera para jugar con las de veinte y treinta, guerreras consagradas. Por eso mismo tuvo que madurar de repente, los caprichos de quinceañera no podían entrar a esas canchas profesionales. Entonces mamá sabía indicarle qué sí o qué no para que sus nuevas compañeras no la mandaran a la mierda. Más perfil bajo, más humilde, no te quejes, seguí corriendo, garra, respeto, amor, no te rindas le decía a su Camila. Así se fue convirtiendo en lo que es ahora: una referente del club. Las nenas le piden que firme sus camisetitas blancas y negras, la siguen a todos lados, la miran, quieren ser como ella. También las mamis, a las que entrena y prepara para ganar.
-Todo lo que tengo, todo mi yo, lo formó mi club. Estoy acostumbrada a perder desde que tengo cinco años, y todos los partidos entro pensando que puedo ganar y no sabiendo que voy a perder, es algo muy lindo porque siempre seguís intentando. ¿Entendés?
Sí, creo que entiendo, pero es jueves y estás durmiendo y soñando, quizás, mientras en el Congreso pasa lo que pasó y todavía no sabés.
A las 6.40 la alarma del celular la levanta. Salta y de manera mecánica entra al Twitter. El pajarito explotaba de memes, chistes, comentarios. Tarda segundos en saber que perdió. ¡38 a 31! ¡Insultos, furia, mucha furia! Con el envión del enojo sale corriendo hasta la habitación de su hermana ¡viste lo que pasó! ¡Sí, no lo puedo creer! Grita su hermana, también. ¡País de mierda! Su mamá también se sumaba al coro de bronca por toda la casa. Casi sin avisar esa furia se volvió decepción. Tanto movimiento no alcanzó para abrir más ojos, las millones de caras que salieron, conocidas y desconocidas, casos que salieron a la luz, gente de mi edad que me vino a contar sus propias experiencias, gente que yo no me hubiese imaginado, se dice mientras se mete adentro del uniforme. ¿Cómo puede haber gente que de verdad piensa que no pasan estas cosas?
Camila, con esa bronca decepcionada, se saca otra foto antes de salir para el colegio. Todavía los ojitos hinchados, sus pelos rojos sobre rubios sobre negros y la mano derecha con el pañuelo en la muñeca sobre su carita de mañana ya sin sonrisas, ni siquiera de medio lado. La sube a Instagram con lo primero que se le pasó por la cabeza, sin darse cuenta que en esas primeras palabras vendría la revolución. Baja corriendo para la cocina, se toma un café rapidísimo y sale, que mamá y su hermana que se despiertan media hora antes esperan en el auto, ¡Dale, Camila, siempre lo mismo!
Son las siete y cuarenta y pico de la mañana en un colegio católico adonde Camila va desde que tiene cuatro años y casi siempre ha llegado tarde. Con su mochila flaca y los pelos a la ventanilla abierta se mete de canuto en la fila para que no la vean los preceptores, le quedan poquitas faltas. Antes de venir a este colegio vivía en Buenos Aires. Nació en Palermo durante aquellos años en que su mamá había seguido a una amiga para probar suerte en la Capital, pero tu ciudad siempre tira. Entonces la abuela les consiguió banco en este colegio al que iba todos los días para ver si por favor le dan un lugar a mis nietas así se vuelven. Hoy, doce años después de aquella primera vez y desde el fondo, Camila sufre todos los rituales de comienzo de día que se multiplican por miles de colegios –filas castrenses de adolescentes obligados a ser zombies, celadores vigilando silencios impuestos, canciones auroras, rezos llenos de lagañas y pocas ganas, bendiciones, pónganse derechos y que tengan un buen día. En la fila todo el mundo habla de eso: de que no se había sancionado la ley. Camila se cruza con una compañera “provida” que festeja la victoria, dice que está muy bien lo que pasó. Si a mí me pasara algo así, ella dejaría que yo me muera, piensa Camila mientras la escucha y la mira sin decir nada. Shockeada por su pensamiento la decepción sigue subiendo y sube con su sexto bé por las escaleras que la llevan hasta el aula y percibe el ambiente triste del día, lo ve en las caras de sus compañeras verdes, impactadas, no lo pueden creer. Se sienta en el lugar de siempre, tercer banco contra la pared, al lado de la ventana que no puede ver, y se dispone a no prestar atención al docente de turno. Hasta primer año escribía todo lo que decían, todo, pero desde entonces nunca presta atención.
-¿Por qué nunca escuchás las clases?
-Porque estoy en mi mundo. Si no, pienso en mil cosas que no me hacen bien… no sé. Si tengo que hacer un ejercicio lo hago rápido y los cinco minutos que me quedan hago lo mío: un dibujo, una pintura, un poema.
-¿Y después cómo hacés?
-Agarro un resumen de alguien y me lo aprendo. Las chicas me lo dan, sí, ya saben cómo soy. Estoy pero no estoy. En ninguna clase.
Algunos profesores ya se resignaron a Camila. Está el otro que se acerca y le dice ay qué lindo que está esto, o ¿me mostrás qué estás haciendo? Y le gusta, se preocupa. Otros le reclaman todas las veces, le dicen que no que no que no, como aquella clase en la que todos gritaban, destapaban comidas olorosas, veían series en sus celulares y ella, Camila, dibujaba: dibujaba. Y la profe enojadísima, que no, Camila, que no, y Camila se enojó, se hartó, en qué te afecta a vos que yo esté dibujando, cuál es tu problema, mirá cómo está todo el curso y vos me reclamás a mí. Ni te afecto la clase, yo ya no entiendo, ya es algo personal, le decía, encrespada. A los pocos días se ganó un dos de concepto -sí, todavía existe la nota concepto-. ¡Por qué! Porque dibujás en clase, le respondió la profesora. Impotencia y a llorar.
-Me largué a llorar porque encima estaba jugando un torneo y estaba como el orto y dije la concha de la lora, esta culiada me puso el dos por estar dibujando ¿entendés?- me dice la Cami, sacándose repentinamente la bola del chupetín de la boca (el capuccino ahora es chupetín).
Camila sigue sin prestar atención en la mañana del jueves y se acuerda de las primeras palabras que puso en el Instagram. Camila empieza a escribir esas mismas palabras alrededor del apunte de la asignatura de turno. Camila sigue escribiendo, poseída, absorbida en su mundo que siempre es mejor que un aula fría. Camila escribe con su mano derecha. Camila sueña. Camila sueña que escribe. Camila reclama. Camila proclama. Y escribe. Camila escribe. Camila escribe y escribe y escribe hasta que ya no le queda espacio en los márgenes de aquel apunte y en su cabeza grita ¡lo voy a pasar a una hoja! Y Camila empieza de nuevo, sigue escribiendo. Camila escribe escribe escribe. Hasta que lo escribió. Lo escribió todo.
Camila escribió un poema.
Lo miró con los ojos llenitos de revolución. Aunque la mañana era ceniza algo se le empezó a prender de nuevo. Le salió su sonrisita de medio lado, la de pícara, y se dijo casi entusiasmada: ¡quiero que lo vean todos!
Camila en pausa, mirando remirando en otra dimensión la hoja con aquellas palabras, se acuerda -mientras la profe seguramente sigue hablando de vaya a saber qué me importa- de cuando se sacó la foto haciendo fakiu con las dos manos y a sus espaldas el Papa queriendo salvar las dos vidas, hace ya algunas semanas. Al instante la subió a Instagram, quiero que todos vean lo que hago con este adoctrinamiento. No le importó que alguna gente seguramente se iba a enojar, “es el Papa, su santidad, querida”, nada.
También recuerda, con sus ojitos todavía en pausa sobre aquel papel, la charla que les dio una señora especialista que trajeron y que estaba llena de peros. Pero ellas, las menos, también levantaban la mano con verdes argumentos, porque no podían creer los fundamentos que ponían algunos de sus compañeros, “pero concreto así podemos pasar a otro, por favor”, recuerda que respondía la señora especialista. Para qué nos hacen hacer esto si no nos dejan casi hablar, rezongaban las pocas.
-Quería que lo vieran, quería que lo lean y quería saber, sobre todo, qué les provocaba.-Vuelve a tensarse la Cami, ahora con el chupetín más chiquito.
Entonces pide permiso, o no, para salir de la clase. ¿Camila pide permiso? O quizás en el recreo. No creo. No sabe porque está en otra dimensión. Baja las escaleras hasta la librería, emocionada pide dos afiches grandes y blancos. Sube rápido ¿de a dos escalones? Poseída los pega para que sean más grandes todavía ¡Bien grande! ¡Quiero que lo vean todos! Los recorta con una forma que a ella le gusta, porque ella, artista en ningún ciernes, ya entiende que la forma hace al contenido, ella ES la estética.
¿Pero qué vas a hacer, Camila? ¡Qué estás haciendo, carajo! ¡Adónde fueron tus años religiosos, de nenita bien que reza todo el tiempo debajo de sus dos coletas, que pasa frente a las iglesias y se persigna, antes de cada comida, de dormirte sobre rezos voluminosos, pidiendo siempre perdón a nadie por nada! ¡Pendeja de mierda! ¡Que estás bautizada, comulgada, Camilita, por favor! ¡No prendas la mecha!
Bautizada y comulgada pero no confirmada. En tercer año eligió no hacer la confirmación. Ni en pedo, no quiero eso. Demasiado con lo que ya tuve, la comunión la hice porque fueron un par amigas y porque la capilla estaba cerca del club, salía de entrenar y me iba corriendo, pensaba Camila a sus quince.
-La verdad no sé qué fue lo que cambió.
-¿Crees en dios?
-No-, dice casi de memoria, pero a la milésima de segundo dice más fuerte:-¡No sé!
No sé si creo-, y chupa el chupetín bolita y violeta que en un rato será solo chicle.- Creo mucho en las buenas energías, en que todas las cosas tienen un por qué, es como que voy tomando muchas cosas y armando mis propias conclusiones.
-¿Y qué hacés cuando en el cole tienen que ir a misa?
-Me aburre mucho. O sea, no quiero estar. Estoy así, mirando, no estoy… no estoy.
-¿Se arrodillan acá?
-Ehhh… no… creo que no… no.
-¿Te persignás?
-No, ya no.
-¿Por qué dejaste de persignarte?
-Porque no me interesa.
-¿Y en el curso qué pasa con tus compas?
-Y como que hay un grupo que cree mucho, son muy activas en la religión, van a grupos de vida, todo así. Y después los que creen pero nieeeee y entonces van y se persignan de onda, ellos mismos dicen: ¡uy, estoy haciendo esto de onda! Después están los que no saben si creer o no. Otros que les da igual y vos les preguntás y te dicen no, no me importa. Y están los que directamente no creen.
Camila acomoda el cartel inmenso y blanco que armó con los dos afiches y ahora con un fibrón negro se pone a escribir
Escribe escribe escribe escribe escribe escribe
Camila escribe con letras furibundas a quemarropa rabia ternura de venganza vomita entrañas hirviendo desahogo luchas Azurduy Beauvoir las que murieron las que vendrán las que pueden salvar
Fuego fuego fuego fuego fuego fuego
Sus compañeras le preguntan qué hacés Cami, qué hacés, nooo, un poema, un poema, chicas. Camila se hace la otra para que nadie ni nada frene este viento de revolución, ni alguna de sus amigas, ni ninguna “buena” conciencia, ni una conciencia demasiado adulta. Qué hacés, qué hacés, Cami, nada, un poema, un poema, fue. Sigue copiando lo que lee en aquella hojita que antes en el apunte gris y antes en esa cabeza irreverente de pan de Peter, en esa cabeza que ahora piensa que tiene que aprovechar el segundo recreo de las 10.35 para que la gente se acerque. Para que la gente lo vea. Con una fibra color verde va terminando de pintar y decorar las palabras escritas en negro. ¡Quiero que lo vean todos!
¡¡¡Tiiiiiimbreeeeeeeeeeeeeeee!!!
*Por Ezequiel González Carrera para La tinta.