Gorilas frente al espejo
Sebastião Salgado se ubica con su cámara frente a un gorila y se alista para disparar. Detrás del visor, ve que el animal fija sus ojos en el cristal del objetivo y comienza a meterse y sacarse un dedo de la boca, una y otra vez. Ve allí a otro gorila, que repite el movimiento de su dedo de manera exacta y simultánea. De pronto, su mirada cobra un halo de enigma resuelto: se ha descubierto a sí mismo. Salgado dispara.
Por Lucía Maina para La tinta
Recorrer las 245 fotografías que componen Génesis, la última obra de Sebastião Salgado, es volverse gorila por un rato. Los homo videns entraremos a la exposición esperando encontrarnos, una vez más, en el cómodo reino de las imágenes y caminaremos erguidos, pisando cemento firme por los primeros pasillos del museo. Pero, poco a poco, las figuras que el fotógrafo brasilero pondrá en nuestro camino nos obligarán a caminar hacia atrás, cada vez más encorvados, hasta que ciudades y pantallas quedarán a milenios de distancia de nuestros cuerpos peludos.
Génesis es el resultado de la epopeya de ocho años que llevó a uno de los mayores referentes de la fotografía sociodocumental por 32 países en busca de los orígenes. Un viaje plagado de instantes decisivos, que han sido congelados para que, ahora, los seres urbanos viajemos hacia ellos.
Los secretos que se esconden detrás de las imágenes son relatadas por Salgado en el documental La Sal de la Tierra, un magnífico homenaje a su vida y obra realizado por Wim Wenders junto a su hijo Juliano Ribeiro Salgado. La epopeya de Génesis no es un viaje más del fotógrafo, sino el intento de un ser humano por volver a nacer después de verse perdido entre guerras y miserias. Tras retratar los mayores sufrimientos de nuestra época a lo largo de su carrera y, en particular, tras experimentar el límite del horror en el genocidio de Ruanda para su obra Éxodos, el artista tomó la decisión de abandonar la fotografía. Pero, diez años después, volvió a ese mismo país; solo que, esta vez, en lugar de poner su cámara frente al dolor de un niño tutsi, la puso frente a un gorila.
A lo largo de su viaje, el fotógrafo brasilero se sumergió en ese 46% del planeta que aún permanece virgen, pero los paisajes que retrató parecen o bien postales de otro planeta o bien un planeta Tierra de otra era. A través del blanco y negro, y de la singular estética de la luz que caracterizan al autor, las montañas de Alaska, las costas de la Antártida, la selva amazónica y el desierto del Sahara se vuelven una misma esencia de formas desconocidas.
La última obra de Salgado es un viaje plagado de extrañamiento en un lugar que, sin embargo, nos resulta familiar
Los animales salvajes que, tantas otras veces, hemos visto en versión National Geographic se muestran aquí como especies extravagantes, especialmente, porque muchos de ellos parecen tan extrañados como nosotros mismos ante su imagen. Una tortuga de las islas Galápagos –de 1,5 metros y más de un siglo de vida– nos mira de reojo con el cuello rugoso levemente torcido hacia la derecha, como intentando descifrarnos: lo que busca, en realidad, es descifrar a Salgado, que, antes de congelar esa mirada, ha imitado a su modelo para ganarse su confianza.
En lugar de acortar la distancia mediante un teleobjetivo, el artista opta por acercarse a los animales y mimetizarse con ellos, aunque la hazaña lo exponga a permanecer frente a frente con un tigre dispuesto a devorarlo. Y esta elección del peligro de la interacción por sobre la comodidad de la técnica deja su huella en las imágenes que nos ofrece.
En el mundo de los orígenes, también hay seres humanos: tribus africanas, nómadas siberianos y pueblos amazónicos brotan envueltos en la naturaleza sin más objetos que los que encuentran en su hábitat para sobrevivir. Un chamán de la Isla de Siberut, en Indonesia, permanece sentado sobre un telón montado por el fotógrafo, tejiendo una estera con hojas del árbol sagú, completamente despreocupado por el reflejo de su imagen. De los seres del Génesis a nuestra cultura del selfie, parece haber una galaxia de distancia.
Y, sin embargo, las luces que dibuja el artista casi siempre iluminan un gesto, una mirada, una figura que nos recuerda a algún pariente lejano; como si, con cada disparo, Salgado lograra atrapar ese instante decisivo en que montañas, tortugas y chamanes se meten el dedo en sus bocas mientras nosotros abrimos la nuestra.
* Por Lucía Maina para La tinta / Fotografía fuente: Alejandro de Argos