El boxeador trans que enseñó a abrazar a otros hombres dando golpes sobre el cuadrilátero
Se convirtió en el primer boxeador trans para desvincular la masculinidad de la violencia, y demostrar que los hombres también se abrazan dentro y fuera del ring. «Aunque los hombres me han hecho daño, ahora soy percibido como una amenaza y tengo la responsabilidad sobre este cuerpo y su efecto en el mundo».
Por Mónica Zas Marcos para El diario
Muchos boxeadores se suben a un ring para validar su hombría o para evitar partirse la cara cualquier otro día en la calle. Thomas Page McBee (Carolina del Norte, 1981) lo hizo al revés: para entender que la naturaleza violenta no está escrita en las hormonas y demostrar que se puede desvincular de la mentada masculinidad tóxica.
Sobre un cuadrilátero de Madison Square Garden, en Nueva York, McBee descubrió los miedos, las inseguridades y los tabúes de los hombres que boxean y de todos los demás. También de los trans. A él siempre le habían dicho que era distinto y que no debía preocuparse por esos instintos nocivos, pues, al fin y al cabo, no había crecido con ellos. Hasta que un día, después de su transición, en un conato de pelea callejera, supo que podía pegarle dos buenos puñetazos a un matón tatuado, con aliento a licor y dos metros de altura. Es más, no solo podía, sino que quería hacerlo.
A través de una preparación exprés de boxeo, McBee escribe una biografía personal que es a su vez un estudio sobre la masculinidad, los estereotipos frágiles del macho occidental y la necesidad humana -que no femenina- de afecto.
Tras dolorosas y costosas operaciones, años de inyecciones y un proceso psicológico muy complejo, el escritor culminó su transición y comprendió su cambio de rol en la sociedad.
«Aunque los hombres me han hecho daño y han abusado de mí, sé que ahora soy percibido como una amenaza», asume sentado en un hotel del centro de Madrid, donde presenta su libro Un hombre de verdad (Temas de hoy). Él no fue calificado como tal hasta los 30, por eso quiere acabar con esa etiqueta a golpes desde el cuadrilátero, pero sobre todo desde la prosa.
—¿En qué momento decidió resolver su «crisis de masculinidad» a través de un deporte de contacto asociado con la violencia?
—La sombra de nuestra cultura es la violencia. Hasta ese momento, mi relación con la violencia era fingir que no tenía ningún tipo de impulso que fuera en esa dirección. Pero cuando me encontré en aquella pelea callejera, sentí cómo me recorría el deseo de herir a ese hombre que me estaba intentando pegar.
Para mí tenía más que ver con querer afrontar esta violencia que es parte de nuestra cultura y que se espera de mí como hombre, en lugar de fingir que soy ya el hombre perfecto que lo tiene todo controlado. Quería encarar mi peor parte. La pregunta fue: ¿puedo emplearla de una manera que sea productiva en lugar de dañina? Y el boxeo fue el deporte perfecto para descubrirlo.
—El ring no es el escenario típico de una biografía trans. ¿Por qué se centró en un combate amateur en lugar del tratamiento hormonal, la operación o el proceso de transición?
—Al menos en EEUU, las historias de la gente trans han capturado un imaginario que encuentro muchas veces sensacionalista. Por eso intento hablar en mis libros sobre temas universales. Soy consciente de que la gente quiere mantener una distancia prudencial conmigo por este tema, pero mi objetivo es acercarme.
Hace mucho tiempo que quería hacer preguntas sobre la masculinidad. Pero, cada vez que lo intentaba, o no me tomaban en serio o decían cosas como, «es que los tíos son así», o «tú no eres ese tipo de hombre, así que no te preocupes por eso». Durante la pelea callejera, sin embargo, la violencia me amenazó de una manera distinta. Yo también puedo ser violento.
Así, me surgieron muchísimas otras preguntas: sobre el deseo de agredir, sobre cómo funciona la testosterona, si influye o si hay algo innato en las hormonas en términos de violencia (que en absoluto). Por todo lo que descubrí gracias al boxeo, creo que la pelea era el punto de partida más sincero.
—Más que de una masculinidad tóxica, el libro habla de una masculinidad frágil. ¿Cuál es la conexión que encontró entre ambas?
—La masculinidad frágil es un componente de la masculinidad tóxica. La definición de masculinidad tóxica es un conjunto de comportamientos socializados que enseñamos a los niños sobre lo que significa ser un hombre. Y una de las lecciones clave es que la masculinidad es un monolito. Para ser un hombre de verdad, debes aspirar a una única manera de ser un hombre. Y, si fracasas, entonces tu masculinidad es frágil.
Ese sentido de la masculinidad está a riesgo de perderse continuamente por factores externos. El miedo a perderla es lo que provoca comportamientos que asociamos con la masculinidad tóxica.
—A un nivel superficial, es lo que ha intentado transmitir el anuncio de Gillette. Que las nuevas generaciones de niños se identifiquen con una masculinidad no monolítica.
—Justo. Me parece que lanza un mensaje muy positivo. Hay niños que están sufriendo daño real, como las víctimas de bullying, que podrían tener una infancia mejor si los adultos ayudasen. El anuncio muestra, a gran velocidad, las maneras primarias que llevan a los niños a ser hombres que hacen daño, igual que aprenden a comportarse con mujeres de forma peligrosa. Pero, para mí, lo mejor es que ofrece intervenciones muy razonables y sencillas que cualquier hombre puede hacer para evitarlo.
—Sin embargo, las reacciones que ha despertado son poco razonables. ¿Por qué cree que los hombres se han identificado con la masculinidad tóxica en lugar de con la ejemplarizante?
—Me encanta esa reflexión. Hay un término sociológico que se llama «amenaza de la identidad» y tiene que ver con la respuesta que han tenido ciertos hombres. Surgió a partir de un test falso en el que los sociólogos les decían a un grupo de hombres: «Tu resultado en el test ha sido más femenino». Amenazaban su identidad. De pronto, los que salían del test presentaban un perfil conservador, querían comprar coches más grandes o apoyaban invertir más dinero en el Ejército. Características asociadas a la masculinidad tradicional, en definitiva.
Así que, aunque los hombres no puedan explicar por qué reaccionan de forma tan negativa al anuncio, es muy probable que estén experimentando esta amenaza. Se han identificado tanto con la idea socializada de la hombría, que tristemente se han llegado a creer que es su propia identidad.
—Escribió en 2015 sobre una crisis global de la masculinidad. ¿Cree que estamos peor que entonces? En Europa vivimos el auge de los ultranacionalismos, pero EEUU tiene ahora el Congreso más diverso y feminista tras la victoria de Trump.
—En los 90 se reconoció por primera vez la masculinidad tóxica como un término que hasta entonces se llamaba masculinidad hegemónica. En 2008, con la gran crisis, esta idea entró en la cultura popular y la gente comenzó a hablar de un libro llamado El final del hombre, de Hannah Rosin. Aunque hubo su correspondiente histeria por el fin de la masculinidad, lo positivo de que muchos hombres se quedaran en el paro fue que aceptaron más responsabilidades domésticas.
Pero con la elección de Trump, el mundo vivió un gran retroceso. Como dices, aquí aún está pasando. Estamos en un cruce de caminos, donde todo lo que está mal está a plena luz y se ve. Cuando yo estaba escribiendo mi libro sobre la masculinidad antes de las elecciones de 2016, un montón de gente pensaba, «¿por qué estamos hablando de esto?». Ahora es obvio el por qué hablamos de esto, pero lo que vamos a hacer al respecto aún no. Depende de nosotros.
—Su libro ha sido destacado como uno de los mejores lanzamientos feministas del año. ¿Tuvo que cambiar su rol en el movimiento después de la transición?
—He tenido que hacer muchos cambios, en muchos sentidos. Mi madre era feminista y yo lo he sido durante toda mi vida. Antes de mi transición, el feminismo me ayudó a entender las cosas que no debería tolerar en el trabajo. Tras mi transición, tuve que hacer lo contrario y rechazar mis privilegios. Eso fue un poco difícil de aprender.
Muchos de los comportamientos que me resultaban útiles antes de la transición, resultan dañinos para las demás ahora. Al ser un hombre que no parece trans, me encuentro en una postura distinta y tengo la obligación de ser un aliado. Pero a la vez, también soy abiertamente trans, y en ese sentido no puedo evitar que mi género esté al frente. Sigo aprendiendo cómo debo actuar, pero el feminismo ha sido uno de los pocos conceptos que ha sobrevivido a lo largo de toda mi vida.
—Se califica de aliado. ¿Cómo fue ceder ese rol protagónico tras haber sufrido en sus propias carnes un abuso sexual y la violencia machista?
—Esa puede que fuera una de las partes más complicadas de mi historia. Soy bastante sensible a este tema porque los hombres me han hecho daño y han abusado de mí. Pero por ello no puedo quitarme la responsabilidad de este cuerpo y de su efecto en las demás.
Caminando por el mundo con el aspecto que tengo ahora, soy percibido como una amenaza en ciertos contextos. Y entiendo por qué. Y no es que no me entristezca, pero me hace ser todavía más consciente de que tenemos que curar a los hombres para que las mujeres puedan ir tranquilas sin ver a los hombres como amenazas.
—Ha presentado el libro junto a James Rhodes, cuyas memorias también abordan un episodio de abuso sexual. Sin embargo, usted lo trata de forma opuesta. ¿Cómo contarlo desde el empoderamiento en lugar que desde el trauma?
—Mi anterior libro tiene mucho más que ver con la exploración de mi historia familiar. Mi infancia estuvo lejos de ser la ideal, en muchos sentidos. Abusaron de mí, era un niño trans y no estaba en el cuerpo que quería estar. Pero también existieron cosas maravillosas. Como mi madre murió justo antes de que yo escribiera este libro, quizá he reflexionado mucho sobre mi infancia y las cosas que me ayudaron a convertirme en quien soy ahora. Y he llegado a la conclusión de que el equilibrio triunfó.
He tenido mucha suerte de tener la madre que tuve y una familia que me apoyaba. Y, cuanto más mayor me hago, me doy cuenta de que todo el mundo pasa por algún trauma en su vida. Puede que no sea una violación o un abuso. También puede ser una pérdida o la muerte. Teniendo todo esto en cuenta, creo que he tenido muchos recursos, he podido curarme y moverme en esa dirección en lugar de enfocarme en lo malo.
—Ahora que hay niños y niñas comenzando su transición mucho antes. ¿Qué cree que fue lo mejor y lo peor de haberla completado en la treintena?
—Lo peor es obvio. Y, aunque me siento muy agradecido por todas las fases de mi vida, no puedo recuperar el tiempo perdido. Fueron muchos años de no saber lo que es sentirse en casa dentro de mi propio cuerpo. Es difícil de explicar, pero realmente yo pensaba que era una sensación común y que nadie se sentía cómodo con su cuerpo. Eso sí que se lo hubiese deseado a mi yo más joven.
Pero no cambiaría la mejor parte: pasar el condicionamiento de género como adulto me dio muchísima ventaja y acortó un proceso que habría sido mucho más largo. El poder explorar y ser capaz de afrontar estas cuestiones acerca de la masculinidad, es muy difícil para los hombres. A mí se me hicieron mucho más obvias porque no tuve una infancia masculina y tuve más urgencia por encararlas.
—Explica en el libro que muchas de estas contradicciones se dan en sus relaciones con mujeres. ¿Qué fue lo que más tuvo que trabajar con ellas tras la transición?
—Fue raro porque antes de mi transición vivía en un mundo queer porque las mujeres me veían como una persona masculina, pero no tenía tetosterona. Por ejemplo, yo nunca he sido un buen cocinero, lo cual antes estaba bien. ¿Por qué tenía que saber cocinar? Pero, después de mi transición, ya no está tan bien [risas]. Sentía que tenía que compensar que los hombres no hagan esas cosas aprendiendo a hacerlas, y en eso mi historia no importaba para nada. Al final del día, yo no era más que un hombre que no cocinaba.
Ser un hombre trans es diferente a ser un hombre que no nace trans. Comprendo ciertas experiencias que ha tenido mi mujer y que quizá a un hombre cis le costaría más. Pero generalmente importa más la manera en la que el mundo la trata a ella, y la gran diferencia que existe con cómo me trata a mí. Intento ser muy consciente de todo esto.
—También aborda lo poco que le costó ganarse el respeto de los hombres tras la transición. ¿Fue duro tener que volver a ganarse el de las mujeres?
—Más bien he tenido que darme cuenta yo de las maneras en las que no me estaba ganando su respeto. Es complicado, porque las mujeres en mi vida sentían empatía por mí como hombre trans. Veían las barreras y los prejuicios hacia la gente trans, así que me dieron mucho margen. Aunque a mi mujer, en concreto, se le da súper bien señalar los comportamientos que no estaban alineados con mis valores [risas].
Prefiero que la gente me haga responsable a que sean condescendientes por mi naturaleza trans, sobre todo las mujeres en mi vida. Les he dejado muy claro que yo quiero su feedback y he tenido que demostrarles que, si me afean algo, no tiene nada que ver con ser tránsfobo. Quiero saber cómo puedo ser un mejor aliado, un mejor compañero de trabajo, mejor jefe, mejor amigo, mejor esposo…aunque esto último mi mujer me lo dice sin problemas [risas].
*Por Mónica Zas Marcos para El diario / Imagen de portada: Joan Cortadellas.