Fragmentos de «Fútbol Atorrante», de Alejandro Dolina

Fragmentos de «Fútbol Atorrante», de Alejandro Dolina
20 mayo, 2019 por Redacción La tinta

Por Alejandro Dolina

Vengo trotando con la pelota en los pies. Alguien me ha dado un buen pase y ahora me acerco al área contraria. Presiento un galopito detrás mío y apuro el tranco, asustado. Miro. Lo que veo no me dice mucho. La defensa adversaria está bien ubicada. En cuanto alguno se avive que no se me ocurre nada, me atora y me quita la pelota. Podría tratar de cortársela al wing, por detrás del marcador, pero esas casi nunca pasan. También podría amagar el pase y seguir yo, pero noto en la cara del zaguero central que se trata de un individuo suspicaz: no se tragará ningún amague. De pronto, sin que nadie me lo diga, se que alguien aparecerá desde atrás para ayudarme.

Entonces pongo cara de centreforward, corro al arco. El zaguero se corre un poco para tapar el tiro. Pero yo no shoteo. Le doy suave hacia mi izquierda. Y allí, por donde yo adivinaba, aparece el compañero, libre de marca, ganador, imparable. Casi sin acomodarla le mete un derechazo que entra por cualquier parte. Gol. Después de celebrar con un grito, mientras los rivales deslindan responsabilidades, mi compañero me guiña un ojo. Al pasar me toca, apenas. He pensado como él. He confiado en él. Somos amigos. Sin mirarlo casi, le digo «Bien, che». Soy feliz.


Es hermoso el fútbol de la muchachada. El fútbol amateur, el de los equipos de barrio. El que se juega en canchas alquiladas. O en los pocos potreros que nos quedan. El que llena el Parque Saavedra. O la cancha de Alianza. O la de atrás de los cuarteles de Ciudadela. O los descampados de San Miguel. Sobre ese fútbol se ha escrito poco y mal. No seré yo quien lo remedie. Mi humilde intención es trazar algunos apuntes para que algún estudioso de verdad empiece a escribir de una vez un tratado completo sobre el tema.


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Personajes del fútbol atorrante

Cesarini decía que uno es igual en la cancha y en la vida. No sé si esto será cierto. Con la gente -ya se sabe- es inútil proponer leyes inmutables. Los postulados sirven para triángulos y cotangentes, pero no para los hombres de carne y hueso. Allí fracasan. Pero volvamos al potrero. Conozcamos sus personajes principales.

El morfón: Azote de las canchas. Egoísta y obcecado. Jamás pasa la pelota. Únicamente lo hace cuando está perdido. Sus pases son imperfectos, de mala gana, mordidos y con efecto. Algunos han querido ver en el morfón una concepción individualista del fútbol. Yo creo, simplemente, que un morfón es un pavote.

El tronco: No sabe nada. Es torpe. Y cada partido es para él una humillación.

El sobrador: Cobarde en la adversidad y fanfarrón en el triunfo. Este jugador suele aparecer cuando el equipo gana tres a cero. Entonces tira caños, intenta lujos y se burla de los rivales.

El pecho frío: Ausente de barullos y entreveros. Nunca se ensucia. Nunca grita. Nunca se enoja.

El loco: Suele ser puntero. Es eléctrico e imprevisible. Jamás hace caso, habla solo y se ríe de sus jugadas absurdas.

El arquero: Nunca supe qué es lo que hace que alguien se vuelva arquero. Quizá alguna oculta vocación de trapecista. Hay algo curioso: los pibes más chicos se desesperan por ir al arco. Conforme crecen abandonan los tres palos y ya grandulones, hay que mandarlos a atajar de prepo.

El tipo que pasaba por ahí: Personaje cuya importancia pocos han comprendido. Es el undécimo hombre. Cada vez que falta uno, los muchachos miran a su alrededor, eligen al morocho más aparente y le lanzan la invitación. ¿Querés jugar? Y el tipo acepta. Lo ponen de cualquier cosa, por allá adelante. Nunca le dan un pase. Lo ignoran. Ni siquiera le reprochan nada. Cuando termina el partido todos se olvidan de él, como si no hubiera jugado. Y quien sabe cuántos triunfos se han cimentado en el humilde trabajo de los tipos que pasaban por ahí.

El pibe: Es más chico que todos y se abusa. Sabe que no lo van a tocar y que hay diez grandotes dispuestos a defenderlo. Lo mejor es darle sin asco.

Hay muchos: el referí, el matón, el héroe, el caudillo, el delegado, el gritón, el que reparte las camisetas, el llorón, el lesionado, el suplente, el pavo y otros mil.

Mentiras criollas

Flotan en el aire algunos conceptos equivocados sobre la táctica y estrategia del fútbol atorrante. Y los futuros tratadistas deberán refutarlos. Veamos algunos de ellos.

«Es lo mismo perder uno a cero que diez a cero». Axioma que pretende inducirnos a atacar desesperadamente aunque nos revienten a goles. Es falso. Es mejor ir perdiendo uno a cero. De este modo con un gol de casualidad, empatamos. En el otro caso, nos ponemos diez a uno.

«Venimos a divertirnos». Frase que le sueltan a uno cada vez que se pone un poco nervioso. Y aquí nos hallamos ante un punto fundamental. «¿Venimos a divertirnos o a hacernos mala sangre?» me preguntan a veces cuando me enojo. Y yo contesto: «A hacernos mala sangre». Sí señor, yo no vengo a divertirme. Para eso está el ludo, el desconfío o el pinchanúmeros, pero nunca el fútbol. Yo quiero sufrir ante el resultado incierto. Padecer la angustia del dominio rival. Sentir miedo ante los golpes y aguantármelo. Quiero imaginar que cada partido es terrible y decisivo. Sé que deberé poner inteligencia y fortaleza. Que hay compañeros que necesitan socorro y adversarios dispuestos a todo. Esta realidad me excita, me entusiasma, me indigna y me enfervoriza, pero no me divierte. Y quienes van a la cancha a divertirse han equivocado el lugar.

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Una receta para ganar siempre

No se trata de un esquema posicional. Es algo sentimental. A tomar nota los técnicos, porque esta receta nunca falla. Pues bien: sostengo que el afecto entre los integrantes de un equipo, lo torna invencible.

Por eso no debemos burlarnos socarronamente de aquellos que hablan del «grupo humano». Algo sospechan estos caballeros.

Yo recién lo descubrí hace poco. Una frase de Menotti me lo reveló. El flaco le puso nombre a algo que yo sentía desde hacía mucho tiempo.


¿Por qué uno quiere en su equipo a ciertos tipos? ¿Porque juegan bien? ¿Porque se adaptan mejor al juego de uno? No. Uno los elige porque los quiere más. Ahora lo sé bien. Y sé que nunca podría jugar un buen partido con compañeros a quienes detestara. Es así. Uno está dispuesto a alentar al que se equivoca, si hay afecto. Uno ayuda al que está en apuros, si hay afecto. Uno se mata cuando escucha al amigo que le grita «Bien, Negro». Y este afecto, este viril cariño, es lo mejor que tiene el fútbol.


Este juego, señores, no es una escuela de vida, ni una filosofía, ni una cosmovisión, como pretenden hoy en día los deportistas presuntuosos. Pero el solo hecho de aprender a cinchar por un fin común y sacar la cara por el compañero basta para recomendar su práctica con todo calor.

El puntero llega al fondo de la cancha. Se dispone a lanzar centro. Yo estoy en el medio del área. Muy marcado. El puntero no centrea. Elude a su marcador y se viene hacia el área. Uno de los que me marcaba lo va a buscar. En ese momento me la toca. La pelota viene rasante, firme. Yo presiento algo detrás mío. Amago el remate, pero abro las piernas y la dejo pasar. A mis espaldas entra, imparable, el compañero. Le pega un derechazo terrible. Gol. Cuando vuelve me guiña el ojo. Al pasar me toca, apenas. Casi sin mirarlo le digo «Bien, che». He pensado en él. He confiado en él. Somos Amigos. Soy feliz. Buenas tardes.

* Por Alejandro Dolina

Palabras claves: Alejandro Dolina

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