Sea quien sea que mate a “ladrón”, recibe 100 años de perdón
Por Victoria Siloff
Dos ciudadanos argentinos, uno “ladrón”, el otro “asesino”. Los rótulos del sistema penal se pegan sobre las frentes de los ciudadanxs, sobre sus vidas, sobre sus muertes.
Si se es “ladrón”, no se roba más que la propiedad privada; si se es asesino, no se asesina a una cosa, siempre el homicidio lesiona el derecho fundamental a vivir. Pero, como está a la vista en un sistema capitalista, en un modelo neoliberal, las cosas, la propiedad privada, un auto, un teléfono celular, un bolso o una bordeadora valen más que el derecho a vivir que tenemos todos los seres humanos que pisamos este suelo argentino.
En el caso mediático donde se llegó a un juicio oral y público, ya que, desde el poder judicial, se decidió acusar de homicidio por exceso en la legítima defensa al del Sr. Lino Villar Cataldo (64), el homicidio se dio entre dos personas particulares, entre dos “civiles”, no intervino personal policial ni las fuerzas armadas. Esto no es menor, ya que, cuando existe un hecho delictivo tan grave como un homicidio y el autor es un miembro de las fuerzas de seguridad, las leyes que se aplican no son sólo el Código Penal de la Nación, la Constitución y los tratados Internacionales de DD.HH, también se deben aplicar las leyes que regulan la actuación de las fuerzas armadas, los reglamentos, los protocolos, todo lo cual debe ajustarse necesariamente al Derecho Internacional de DD.HH, que, en nuestro sistema jurídico, tienen valor supremo.
Lino Villar Cataldo es médico, es decir, que tuvo acceso a cierto nivel educativo, cultural, social y económico. Cierto nivel al que no acceden las mayorías en un país que está siendo saqueado por un Gobierno imperialista, capitalista, totalmente autoritario y violador de los DD.HH como lo es el actual Gobierno de Cambiemos, donde las fuerzas armadas del Estado asesinan una persona cada 21 hs.
Villar Cataldo atendía su consultorio privado y trabajaba como cirujano en el Hospital de Boulogne (San Isidro), tiene en su poder armas de fuego y, el día 26 de Agosto de 2016, decidió utilizar una de sus armas y disparar, al menos cuatro veces, para evitar que un supuesto ladrón se llevase su auto.
La persona asesinada de cuatro balazos se llamaba Ricardo «Nunu» Krabler (24), que, según la investigación penal, intentó robarle el auto en la puerta de su consultorio en Ombú 6865, en Loma Hermosa, partido de San Martín.
En la investigación que hizo la Fiscalía, se demostró, a los fines de pedir la elevación a juicio, que había una “probabilidad” de que el Sr. Villar Cataldo haya actuado al margen de la ley, es decir, cometiendo un homicidio en exceso de la legítima defensa, un homicidio atenuado, con una pena menor a la de un homicidio calificado, pero homicidio al fin.
Tanto así, que la Fiscal Noemí Carreira, al momento de decir los alegatos en el juicio ante el Tribunal Oral Criminal (TOC) 3 de San Martín, a cargo de la jueza Carolina Martínez, pidió que fuera condenado por «exceso en la legítima defensa», un delito que prevé penas de entre 1 y 5 años de prisión. Casi la misma escala penal que tiene un hurto calificado por ejemplo (la escala del hurto calificado es de 1 a 6 años).
Casi, muy cerca. ¿Se entiende que, para el sistema penal, el apropiarse ilegalmente de una cosa ajena (sin violencia, ya que es hurto) es, a los fines de valorar la pena, “peor” o “más grave” que el hecho de asesinar a otra persona, excediéndose el “asesino” en el ejercicio de la legítima defensa?
Ya, teniendo eso claro, vemos que la sentencia no parece tan disparatada si la miramos con los lentes del derecho en el marco de un sistema de rapiña y capitalista como en el que vivimos.
Pero, para quien valora la vida, la vida humana, es sin dudas una escala de valores que, al menos, hace ruido. Las cosas jamás pueden valer igual que nuestras vidas y todo lo que hacemos con ella. La vida no me parece sea sagrada, no es ese el término indicado, pero la evidencia del valor vida es claro, sin vida no podemos mejorar, no podemos hablar, no podemos reivindicarnos, no podemos hacer, no podemos existir. No somos.
Pareciera que hay ánimos de que ciertas personas dejaran efectivamente de existir. Pareciera que, para el sistema penal, para cierto sector de la sociedad, para el poder judicial, para los medios masivos, hay ciertas vidas que está bien que dejen de existir. Casualmente (no creo en las casualidades), esas vidas generalmente viven, se forman, hacen, se expresan, existen, siendo una misma clase social, pobres. Negros, pobres, villeros y, si tienen los “frondosos antecedentes”, la fórmula es perfecta para el resultado absolutamente indiscutible, ese sujeto se deshumaniza y pasa a ser menos que una cosa, merece morir.
Como dije más arriba, no es lo mismo cuando es el Estado a través de sus fuerzas de seguridad quien asesina a un ciudadano común, a un civil, que cuando el hecho del homicidio se da entre particulares. Porque la ley y la realidad entienden que las responsabilidades son distintas porque los deberes impuestos por la ley para esos sujetos son distintos, porque las capacidades son distintas, porque la formación es distinta y, por ende, la posibilidad de reproche ante ese hecho repudiable como el homicidio es absolutamente distinta.
Así es que, por ejemplo, ante un hecho como la situación de padecer una amenaza, un miedo provocado por un peligro inminente, como es que nos agredan ilegítimamente al querer despojarnos de nuestras cosas, no es la misma reacción la que se espera de un miembro de las fuerzas de seguridad que de un ciudadano común, que no está formado en, ni regulado con, las responsabilidades consecuentes de portar un arma de fuego reglamentaria, ni con un supuesto rol social de “cuidar a los particulares” de hechos violentos justamente. Así es que, por ejemplo, en delitos como el hurto, el robo, y el homicidio, cuando quien los comete es miembro de las fuerzas de seguridad, eso es un agravante, un calificante. ¿Qué significa eso? Que si esos delitos son cometidos por un miembro de las fuerzas, el sistema entiende que merecen ser penados más duramente, la condena es mayor porque su rol es especial, son agentes del Estado.
Por lo que, en estos casos como los del doctor, donde el imputado/acusado de homicidio es un particular, el poder judicial suele ser proclive a justificar dichos homicidios. Justificarlos, en términos jurídicos, implica absolver al autor del homicidio, porque se “entiende” que actuó en el ejercicio de su “legítima defensa”. Ya que se le “exige”, por así decirlo, menos “racionalidad” en ese accionar o menor “tino” que el que se le exige a un miembro del Estado. La reprochabilidad que sufre esa conducta es de menor intensidad si la comparamos con la de un miembro de las fuerzas.
Cualquiera de nosotrxs puede buscar en los libros, códigos e internet diversos escritos y explicaciones en relación con la figura de la “legítima defensa”. Y puede sacar solx sus conclusiones. La tarea se la dejo. Debemos hacerla todxs. No sólo lxs jueces, no sólo los medios masivos de desinformación, no sólo un jurado popular. Debemos hacerla como sociedad. Debemos tomarnos el momento de pensar hacia dónde estamos yendo cuando creemos justo dispararle cuatro tiros a otra persona, que ya estaba lejos de quien dispara y no implicaba un peligro de vida para quien la asesinó. Eso, déjenme decirles (porque ya cumplí la tarea de pensarlo), no es legítima defensa. Es un fusilamiento.
Los fusilamientos por “gatillo fácil” hoy, en Argentina, son la mayor causa de muerte de ciudadanos comunes, junto con las muertes en cárceles y comisarías, donde el autor de dichos delitos es el Estado.
Las víctimas, en su absoluta mayoría, son pertenecientes a un sólo grupo social, jóvenes pobres, “negros de mierda”, personas privadas de la libertad, presxs, aún sin condena, supuestxs ladronxs. Personas que no fueron sometidas a un debido proceso, a un juicio justo, que, ante la supuesta comisión de un delito, que, en su mayoría, son delitos contra la propiedad, reciben la pena de muerte automáticamente, en la calle, corriendo de espaldas, recibiendo balazos de plomo, en la cárcel, en la comisaría o en el traslado de un penal a otro, del penal a tribunales o en los paseos en los automóviles después de horrorosas torturas.
En este caso, la Fiscalía entendió que el médico no actuó en legítima defensa, sino que actuó excediéndose en la misma, porque ya no había riesgo de vida para el médico.
Pero hay quienes, en su estructura de pensamiento, entienden que, después de un robo, salir detrás del “ladrón” y fusilarlo de cuatro o más disparos es “defenderse legalmente”.
Esta supuesta “justicia por mano propia” no es otra cosa que el capitalismo, la deshumanización, la valorización de las cosas por sobre las personas, el individualismo, la expresión de una opinión pública generada por intereses privados, no es otra cosa que la injusticia plasmada en un genocidio que no se nombra como tal.
Pero también es, además, en el contexto social, económico y electoral que vivimos, un show punitivo de sangre, de odio y demagógico. Lo cual se hace evidente en los titulares de los diarios de mayor tirada, en la voz de los locutores de medios masivos, de radios con mayor llegada, en las placas televisivas de los programas más vistos en el país, en nuestro propio órgano legislativo que está “discutiendo” bajar la edad de imputabilidad como “la solución” ante la “inseguridad”.
Que un particular sea juzgado y absuelto como lo es por ahora (la sentencia no está firme) este doctor es resultado de una acumulación, de una construcción, de la impunidad del Estado que ha venido asesinando, torturando, vejando, humillando, sometiendo, exterminando en “democracia” a un grupo social, los pobres, los pibes pobres, los “negros de mierda” con “frondosos antecedentes”. Lo que, a su vez, se ha ido construyendo como justicia y no como lo que es, un genocidio, o, al menos, un crimen de lesa humanidad.1
Lo peligroso ahora es que también se construya entonces y desde el mismo Estado como dogma casi natural, que asesinarnos entre ciudadanxs es apenas un hecho más que debe quedar impune -siendo, a su vez, una estrategia demagógica en un contexto de saqueo, de “crisis” económica y social profunda- bajo el disfraz elástico y jurídico en el que se transforma así aplicada la “legítima defensa”, bajo la ideología de que “quien roba merece morir”. Siempre, claro, si quien roba es un joven pobre, villero y con “antecedentes”, porque es así y sólo así que el problema de la “inseguridad” va a solucionarse. Negando entonces y al mismo tiempo que en un sistema de rapiña, capitalista y bajo un modelo económico de saqueo imperialista. La “inseguridad” es apenas un síntoma social, una consecuencia absolutamente inevitable de todas las injusticias que sufrimos como sociedad, como comunidad y, sobre todo, cierto grupo social, como foco de muerte adonde apuntan las armas, las condenas, las torturas, las muertes injustas.
* Por Victoria Siloff. Abogada, Diplomada Internacional en Seguridad Humana y Derechos Humanos, militante antirrepresiva.
Nota:
(1) En este sentido, Carlos Slepoy nos dice que en el genocidio “(…) el represor pretende la destrucción, total o parcial, de grupos humanos. Aquí sí el tipo penal exige una intencionalidad específica, el propósito de destrucción de alguno o algunos de los grupos existentes en una sociedad o sociedades. La acción criminal va dirigida a la destrucción del grupo aunque para ello, y como modo de destruirlo, se ataque a los individuos que lo conforman. En términos jurídicos, se diría que los sujetos pasivos de la acción son los individuos, pero el sujeto pasivo del delito es el grupo en el que éstos se integran. Se reprime a las personas con el objetivo de destruir sus grupos de pertenencia. La conformación del grupo puede venir dada por la voluntad de quienes lo componen o ser por completo ajena a la misma. El grupo, en este último caso, es formado por la decisión del represor. Este estigmatiza a determinados sectores y decide su eliminación, aunque quienes son parte del grupo así constituido no tengan conciencia de pertenecer al mismo. La célebre y aterradora frase del general Ibérico Saint-Jean lo patentiza de este modo, “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después… a sus simpatizantes, enseguida… a aquellos que permanecen indiferentes y finalmente a los tímidos. (…) La dictadura no dirigió un ataque generalizado o sistemático contra la población civil. Su propósito fue destruir los grupos en que aquellos se integraban y perpetró, en consecuencia, un genocidio”. Y no quiero decir con esto que estoy segura de que exista una planificación específica y concreta en la mente de cada miembro de las fuerzas ni que haya conciencia de esto en cada policía que comete homicidio. Pero sí hablo de la sistematicidad, de la red de complicidades, de las responsabilidades que tienen quienes integran los altos cargos tanto en la fuerza policial como en el ejecutivo, hablo de las órdenes políticas, de las instituciones del Estado que articulan para que todo esto sea factible.