El neoliberalismo no es un «clima de época», sino un modo de hacer sociedad
Por Pegues para Rosario/12
La tradición foucaultiana diría que hay una serie, la frankfurtiana que hay una constelación. El caso es que no son episodios aislados: entre la caminata sacrificial del niño que recorre 10 km diarios para ir a la escuela, pasando por el heroísmo de las niñas obligadas a ser madres, hasta la decencia de los que viven de la basura, lo que fluye y anuda no es un contexto, sino un ethos particular. Porque el neoliberalismo no es un «clima de época», sino un modo de hacer sociedad. Un modo que nos empuja a convertirnos en individuos activos y responsables, sometidos a la exigencia generalizada de esforzarnos y fortalecer nuestra voluntad, sobreponernos a las adversidades y adaptarnos a los incesantes cambios que impone el mercado, forjando un espíritu emprendedor. Un modo que sostiene sus estándares de éxito y prosperidad como algoritmo, que diferencia y jerarquiza qué vidas serán consideradas como «vivibles», una producción cuyo resto diferencial es la eyección serializada de vidas imposibles de ser cifradas, vidas residuales y desechables.
La emoción con la que se nos invita a percibir a un niño que logra terminar la escuela primaria tras largas horas de caminata, la exaltación de la decencia que se busca inscribir en aquel que come de la basura, no son más que maquinaciones de este ethos: hacer visibles a la mirada gentrificada del burgos de clase media-baja, la vida mórbida que encarna la fragilidad de los límites de vivir «al filo de la navaja». Vidas imposibles para las cuadrículas del Estado, vidas que insisten en estar vivas en la única realidad posible y, sin protestar, se sobreponen en esas situaciones; intemperies que deberían estar cubiertas por el Estado, quedan arrojadas al plus de esfuerzo personal que requiere el ethos. En otras palabras: son personas que se sacrifican.
En este paisaje no hay, strictu sensu, ruptura del lazo social, sino un tipo específico de ligazón con el otro reducido a una otredad irreconocible; matrizado por las relaciones de competencia y liberalismo de las subjetividades empresariales, cuya prosperidad se sostiene bajo la amenaza viviente de caer en vidas no-vivibles.
A mediados del 1800, la Asistencia Pública de la Capital Federal ya distinguía entre pobres de solemnidad y pobres a secas, siendo el atributo central de los primeros justamente la vergüenza: merecía asistencia no sólo quien no se revelaba contra su condición de pobre, sino quien la vivía con culpa, con pudor. El autor de la nota sugestivamente titulada «La decencia de los que buscan en la basura»¹ dice que siente «vergüenza ajena» y que no puede sostener la mirada frente a lo que denomina, sin eufemismos, «el abominable hombre de la mugre». No siente empatía ni responsabilidad, ni siquiera compasión: el monstruo le da vergüenza. Y en lo que parece ser un claro ejercicio de renegación de lo real, bautiza con la mayor decencia a las vidas que comen de la basura, las que están en situación de calle o las que vienen del inframundo.
Al parecer, esta distinción entre buen y mal pobre, como lo demuestra la serie o constelación referida al comienzo, no cesa de actualizarse. Sólo que hoy aparece sobre un sustrato particular, en un presente regional y nacional que dobla la apuesta por extinguir todo vestigio de disidencia y rebeldía. Algunes autores han caracterizado nuestra contemporaneidad como «capitalismo de desastre» (Naomi Klein) o de «depredación» (Saskia Sassen), para subrayar su carácter aniquilador y expulsivo. Bertrand Ogilvie (1995) complejiza este escenario señalando que dicho carácter expulsivo, junto a un fuerte componente de crueldad, configura a su paso «poblaciones chatarra», designación terrible que ejemplifica las formas directas e indirectas de exterminio que consisten en «librar a su suerte» a las poblaciones excedentes del mercado mundial. Y aquelles que no quieran correr esa suerte, deberán desplegar su encanto sacrificial, respaldades por quienes alientan y ensalzan esos sacrificios, colocándoles en la repisa cual trofeos.
Las poblaciones chatarras muestran, ponen en cuestión, la naturalidad del orden social normal, en ese sentido producen una pregunta sobre lo que es deseable o no dentro de una sociedad. Al mismo tiempo, estas formas de existencia monstruosas, raras e inviables se tornan regulares, al punto de estar «familiarizado con la miseria», tal como expresa el conmovido autor de la nota. Georges Canguilhem y Michel Foucault nos invitan a pensar «lo monstruoso» como aquello que se ubica por fuera del par de opuestos normal/patológico, lo cual no es mórbido pero tampoco es normal y, por lo tanto, su integración sólo es diferencial. En ese sentido, «el abominable hombre del contenedor» no es igual a nosotres pero tampoco es tan diferente, ya que nos empuja a pensar que podríamos haber tenido «la desgracia de haber caído tan pero tan bajo» y habernos convertido en monstruos.
Lo específico y deleznable de nuestro tiempo es que, frente a la interpelación que suscita ese monstruo, el sujeto neoliberal no recurre a una intervención organizada sino que lo considera un imposible, renuncia a la solidaridad con las escenas que lo inquietan día a día. Su individualismo lo lleva a «apretar los labios, lamentar la situación y seguir de largo». Aquello que lo incomoda se le representa como inmodificable, produciendo un repliegue sobre sí, que lo impulsa a permanecer en sus propios asuntos. Se comprende que la pantalla de celular aparezca como salvadora.
En La nueva lucha de clases (2016), Slavoj Zizek reproduce una extensa cita de Oscar Wilde: «En el hombre resulta mucho más fácil suscitar emociones que inteligencia (…) Los hombres se encuentran rodeados de una horrenda pobreza, de una atroz fealdad y de una repulsiva miseria. Es inevitable que se dejen conmover por todo eso. En consecuencia, no es de extrañar que los hombres, con unas intenciones admirables pero erróneas, se dediquen muy seriamente, y también muy sentimentalmente, a la tarea de remediar los males que ven a su alrededor [pero] sus remedios forman parte integrante de la enfermedad. Por ejemplo, intentan solventar el problema de la pobreza manteniendo vivos a los pobres; o si no, divirtiendo a los pobres. Pero esto no es ninguna solución: tan sólo sirve para agravar el problema. El único objetivo justo ha de ser construir la sociedad sobre una base tal que la pobreza sea imposible».
La moraleja que podemos extraer de esta provocación de Wilde es fácil de enunciar y difícil de encarnar: no sólo no basta con el altruismo, la conmiseración, la lástima, sino que esos mismos gestos contribuyen a consolidar y fijar la situación que se supone pretenden denunciar. Es decir, no se trata de que seamos más sensibles, más conmovibles, o de que nos pongamos en el lugar del otre, sino de que nos afectemos en un proyecto colectivo que nos mueva hacia una otra sociedad, un otro mundo donde «la pobreza sea imposible». En definitiva: la salida no es humanista, sino política.
¿Sabrá el avergonzado autor de la nota que ese ser abominable, ese monstruo que busca alimento para él y su familia entre los desechos, entre alimentos descompuestos y caca de perro (porque ¡ay sí, somos civilizades, levantamos la caca de nuestras mascotas!), entre vidrios, latas, papel higiénico, telgopor, agujas, fósforos, algodón (excepto, eso sí, cuando reciclamos y se lo ponemos más fácil); sabrá que esa persona, y miles más, y cada vez más, salen todos los días a revolver la basura con el sólo propósito de subsistir; no por decencia sino por desesperación? ¿De qué huye el autor al refugiarse en la decencia? ¿Cuál sería el reverso de la decencia? ¿La delincuencia, la mala vida? Tal parece que sí, que bien podrían ser el «extorsivo cuidacoches» o «el que se desprende de un balcón en Barrio Norte».
Sepa que eso debería producirle a usted y a toda la sociedad de la que formamos parte (lamentamos darle esta noticia: los monstruos también viven en esta sociedad), rabia en lugar de vergüenza. Debería provocarnos una rabia profunda, dolorosa, corrosiva, que nos empujara a hacer bastante más que elogiar la «decencia» de seres humanos que día tras día tienen que meterse hasta el cuello en un contenedor lleno de residuos para sobrevivir.
No hay nada de altruista ni de romántico en esa imagen. ¿Cuál es la poesía que encierra la miseria? Como nos recuerda Judith Butler, una de las formas contemporáneas de ejercicio de la violencia es la producción de rostros que des-humanizan, de imágenes que, al pretender mostrarnos ese «lado oscuro de la vida» (en este caso, la miseria absoluta) con el supuesto objetivo de sensibilizarnos, en realidad des-humaniza aquello que muestra: ya no es un ser humano arrojado a la inanición, es un ser abominable, un monstruo.
Si a ese otro, que me produce vergüenza, al que llamo monstruo, puedo atribuirle, a su vez, «decencia», es debido a su sumisión, no a su pobreza. Me resulta horrendo, me repele, no quiero que se me acerque, me asusta, me da asco, pero valoro su decoro, esto es, que haga-eso-que-hace (hundirse en la basura) en silencio, sin molestar, sin quejarse, incluso con ahínco. Que tenga el pudor, el buen gusto, de hacerse invisible.
Porque en cuanto lo veo me interpela. Me golpea fuerte en el medio de la cara y me obliga a ver, a saber, a recordar, a constatar, que hay personas a mi alrededor que tienen hambre y que comen mierda. Y eso tiene bastante más que ver con la injusticia y la desigualdad que con la decencia.
*Por Pegues para Rosario/12.
*PEGUES: Programa de Estudios sobre Gubernamentalidad y Estado). Fac. Ciencia Política y RRII/ UNR, foucaultiate@gmail.com
(1) Artículo publicado el 1º de febrero, en diario Clarín, por Hernán Firpo.