«Nuestro viejo»: carta del hijo de Osvaldo Bayer
Por Esteban Bayer
Hace semanas que Osvaldo tenía necesidad de partir. No aguantaba no estar haciendo nada, sentado en su casa en el Tugurio. Quería hacer sus valijas. Se despertaba, asegurando que tenía que salir a un congreso para debatir sobre derechos humanos, que lo esperaban en tal pueblo remoto de la Pampa para hablar del cambio de nombre de la calle principal que llamaban por el genocida de indios innombrable o que lo convocaban de una escuelita en la Puna jujeña, por la que nunca había pasado nadie, pero él no podía faltar para hablar sobre los derechos de los pueblos originarios. Al mismo tiempo, lo esperaban en la Universidad en Berlín y en la asamblea de un sindicato patagónico. Tenía que estar.
Preguntaba por su valija, si el pasaporte y el pasaje estaba a mano. Con Claudia, la gran compañera que cuidaba de él en estos últimos años, desarrollamos códigos para convencerlo de que debía postergar el viaje. Hoy, no aceptó dilaciones. Decidió partir. Como buen anarco y para joder a todos los que prendíamos las velas de un arbolito verde, eligió la fecha exacta. Lo constataron entre lágrimas las nietas en Hamburgo: el abuelo se fue jodiendo a la iglesia. En su ley.
Estoy convencido de que sus prisas se debieron a la realidad del país. Había asegurado que iba a llegar “molestando”, como decía, hasta los 100 años, uno menos que su querida tía Griselda de Santa Fe. Le respetaban los años. Pero la realidad lo venció, ya no tenía explicaciones por lo que leía en los diarios y escuchaba en las calles.
Ahora, estaba necesitado de conocer más verdades. Las terrenales las había denunciado. Andaba queriendo discutir con los que nunca pudo: siempre quiso debatir con Severino el tema de la violencia y el derecho de matar al tirano, él que era pacifista y, sin embargo, entendía lo que hizo; con Antonio Soto debatirá el deber de respetar las decisiones de las asambleas, aunque sea que eligieran la muerte; esperaba encontrarse con Simón Radowitzky y con ese personaje que lo fascinó como Kurt Gustav Wilckens, nacido a pocos kilómetros de donde estoy escribiendo estas líneas urgentes; en la agenda, ineludible, estaba la reunión con Arbolito, uno de los primeros justicieros de la república naciente. No tenía tiempo para esperar porque iba a sentarse a tomar un café con su compañero Rodolfo, con su amigo Haroldo, con Paco. También quiere anotar la historias de la desaparición y asesinato de Klaus, porque la de Elisabeth ya la había descubierto y denunciado.
Pero, sobre todo, esperaba poder juntarse con todos los anónimos que lucharon por creer en una justicia terrenal, por no haber claudicado, por no darse por vencidos. A esos anónimos que luchan todos los días. Sin aparecer en los diarios. A esos a los que el viejo siempre escuchó y les dio voz.
Viejo querido, gracias por todo lo que nos enseñaste, como hijos, como militantes, como ciudadanos, como seres humanos.
Un abrazo, como el último que nos dimos hace apenas una semana.
*Por Esteban Bayer.