Papá Noel es de River

Papá Noel es de River
21 diciembre, 2018 por Redacción La tinta

Diciembre de 2001. Cavallo, el Corralito, la bomba económica y social en su cuenta regresiva. Las fiestas que llegan sin nada para festejar. Tengo una teoría: la inexistencia de Papá Noel es el primer gran experimento que vivenciamos los humanos en cuanto a desilusiones. Esta historia, como todas, tiene algo de real y algo de ficción, como cualquier recuerdo de un niño de 10 años que hoy es adulto y que, para estas fechas, la repite entre cervezas después de un picado con amigos y desconocidos.

Por Gonzalo Reyes para La tinta

Tengo la teoría de que la verdad sobre la inexistencia de Papá Noel es el primer gran experimento que vivenciamos los humanos en cuanto a desilusiones. Difícilmente, exista algo, a esa edad de nuestras vidas, que pueda desengañarnos tanto. De repente, la verdad es mentira. Encima, una verdad mágica en la que, a la fantasía de que un viejo llegue volando hasta tu casa, se le suman hechos concretos y tan contundentes como el plástico de los juguetes o los circuitos de la consola de videojuegos que dejaba. ¿Quién pone esas cosas ahí si no es ese viejo de barba y traje rojo y blanco totalmente fuera de temporada? En esta sociedad, al menos, todos tuvimos que desengañarnos de Papá Noel y es altamente probable que se trate de nuestra primera gran desilusión. Esta es una de esas historias.

Año 2001. Un tal Cavallo había anunciado una «medida transitoria de extracción de dinero en efectivo», algo que los noticieros y mis viejos llamaban “Corralito”. Era el primer día de diciembre y sólo se discutía sobre eso. En la tele y en mi casa. Las palabras «ahorros», «guita», «laburo» se repetían entre lamentos y puteadas. «No pasa nada, estamos hablando cosas de grandes, andá a acostarte», fue la explicación y el consejo de mi vieja. Los gritos siguieron.

Al otro día, con un semblante de muerte, mi viejo me dijo que jugaba River, que era un partido muy importante. Nunca me había hablado así y, varios años después, entendí que fue su primera invitación a ver un partido. Hasta ese día, era yo el que pasaba frente al tele y preguntaba quién jugaba y si podía quedarme. «A las 17, es el partido. Si le ganamos a Racing, les cagamos el campeonato», agregó, mientras almorzábamos unos fideos con salsa que habían quedado de la cena trunca de la noche anterior.

Mi vieja salió y nos quedamos solos. El plan estaba definido y, media hora antes, estábamos los dos sentados en la misma mesa donde habíamos comido y esperábamos el partido frente al tele. “El año pasado, Boca sale campeón de todo y, ahora, si no le ganamos a estos muertos, les entregamos en bandeja un título que no ganan hace 35 años. Es el colmo”, decía mi viejo mientras sostenía el tubo del teléfono y hablaba con alguien que siempre ignoré: «Bueno, negro, avisame cualquier novedad», agregó y colgó.

Las desilusiones merecen siempre un primer silencio de muerte. Es decir, un silencio de funeral o de terapia intensiva. Un silencio resultante del respeto ajeno por los deudos que están padeciendo la pérdida y el sollozo mudo y ensimismado de los que penan.

El partido se desarrollaba con intensidad. Era parejo, pero River iba al frente con la obligada convicción de que sólo valía ganar. El gol del Cucho Cambiasso antes de que terminara el primer tiempo fue un paréntesis en esos días. Mi viejo se levantó, la silla cayó hacia atrás. Primero, me asusté, después, me alegré cuando me abrazó, me dijo «vamos negrito», puteó y me estrujó de nuevo. El apretón de cuerpos duró hasta que Racing puso en juego la pelota, como si mi viejo hubiese estado ocultando algo. Como si, más que abrazarme, estuviera escondiendo la cabeza en un hueco: «Se te aflojaron los mocos», le dije, mientras él hacía sonar su nariz congestionada. La situación fue desactivada con un «vamos a poner la pava y tomar unos mates». En ese momento, vuelve a sonar el teléfono. Ahí, se cerró el paréntesis.

Mi viejo habló como 20 minutos. Yo me había pasado el entretiempo haciendo zapping entre canales de dibujitos. Cuando retomé la transmisión del partido, me di cuenta de que mi viejo no estaba controlando el tiempo. Ya había empezado la segunda parte y seguía en el teléfono. Algo pasaba para que el partido más importante del año quedara en segundo plano.

En esos días previos a la navidad y al fin de año de 2001, un tío bostero me había prometido que Papá Noel me dejaría en el arbolito un «gran regalo». Tengo recuerdos difusos, pero, quizás en mi inocencia e influenciado por mis amigos de la cuadra que eran todos de Boca, habré dado indicios de un primer deseo de declararme hincha xeneize. O quizás no daba señales de querer ser hincha de River. Todo esto lo elucubro ahora, ya adulto, queriendo entender a un niño de 10 años y a un adulto de 30 al que le habían confirmado, en una llamada, que, desde el lunes, pasaba a formar parte del ejército de desempleados que invadía al país.

Con la mirada perdida, el viejo observó el partido desde los 15 minutos del segundo tiempo sin decir palabra. El mate nunca se hizo y yo tenía una mezcla de incomodidad y aburrimiento. El relato televisivo se acompasaba con el repiqueteo de dedos sobre la mesa que él hacía y el «tic-tac» del reloj de pared de la cocina. El más ensordecedor sonido de mi vida. Hasta que llegó el gol de Bedoya, a los 41 minutos del complemento. Empate 1 a 1. Lo que Racing buscaba.

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Se escucharon algunas bombas lejanas. Algún bocinazo. Mi viejo se levantó como quien rinde honor a su dignidad en esa breve acción, sabiendo que todo está perdido y que el futuro, en ese instante, es lo único irreal. Todo lo otro es verdad. El corralito, el despido, River otra vez sin ser campeón y un hijo sin convencer. «Qué clase de padre soy», imagino hoy, ya adulto, que se le debe haber cruzado por la cabeza. En mi familia, nos gusta sentirnos culpables y tener el látigo a mano.

Caminó hasta la puerta del diminuto patio que teníamos, atravesó la salida, se quedó parado un minuto y se agachó en cuclillas. Años más tarde, me cansé de ver esa postura en jugadores de fútbol derrotados. Rodillas flexionadas, la cola apoyada sobre los talones, los pies doblados y en punta, una mano sobre el piso apuntalando el resto del cuerpo y la otra cubriendo los ojos.

A veces, pensamos que los pibes no entienden muchas cosas y nos olvidamos de la cantidad de cosas que entendíamos cuando éramos chicos. Quizás sin una comprensión cabal, pero descifrando algo desde una inteligencia emocional menos domesticada por la racionalidad. Me acerqué y le dije que el partido había terminado y que había apagado la tele. Al seco «dale, gracias» de él, le siguió mi «qué pasa, pa».

Tomó aliento, se quitó la mano de los ojos y, con un dedo tapando uno de sus orificios nasales, expulsó el aire. Desagotó así la mucosidad y me miró con ojos tristes y enojados.

—Papá Noel no existe, Negro.
—…

—Y el «gran regalo» de tu tío es una camiseta de Boca. Porque él es hincha de Boca, porque hoy todos son de Boca. Como tus amigos de la cuadra. No existe Papá Noel y ni siquiera sé dónde vamos a pasar Navidad y Año Nuevo si no solucionamos algunos quilombos. Yo sé que sos muy chico para entender muchas cosas, pero no hay plata y, sin plata, no hay Papá Noel. Salvo por tu tío que, hoy por hoy, le sobra.
—…

—Encima, estos hijos de puta se dejan empatar así. ¡Contra Racing! Hace 35 años no ganan un campeonato y nos lo van a ganar a nosotros. Quién mierda puede querer ser hincha de River hoy. Los otros, campeones del mundo; estos, ahora, unos muertos resucitados. El país se hunde y ni esa tengo. Este año, no va a haber Papá Noel, Negro. Perdón.—…

Fue la única vez en mi vida que lo vi llorar a mi viejo. Sin esa prueba, dudaría de su capacidad física y emocional para poder hacerlo. Durante varios años de mi adolescencia, le recriminé ese momento de mierda que me había hecho pasar. A qué demente sin sentido paternal y de la pedagogía se le ocurre decirle a un niño de 10 años que Papá Noel no existe y que él y su tío estaban en una franca disputa de machos alfa para ponerle color a su futura pasión.

Pero, en ese momento, no era adolescente. Tampoco el adulto que soy hoy. En ese momento, era yo con 10 años y, enfrente, tenía a mi viejo derrotado. Podría haberme largado a llorar, pero no lo hice. Eso tampoco lo entiendo hoy. Incluso, a veces, lloro cuando lo recuerdo, ahora de grande. Pero, en ese momento, no.

— O sea que vos me regalaste la pelota el año pasado.
— Yo y la Ma.
— Y el Sega con el FIFA 98 antes, también.
— …
— O sea que vos sos Papá Noel.
— Yo y la Ma.
— …
— …
— Pa.
— Qué.
— Papá Noel es rojo y blanco.
— Sí… ¿Por?
— ¿Es de River como nosotros?

Y me abrazó.

* Por Gonzalo Reyes para La tinta

Palabras claves: crisis, Domingo Cavallo, literatura, Racing Club, River Plate

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