#2001: Odisea en el Conurbano (el día en que, con fuerza y con coraje, salimos a las calles)
Desde Claypole hacia la Capital. El 20 de diciembre de 2001 en los cuerpos de las pibas y pibes del Conurbano. El día que aprendimos en unas horas mucho más de lo que habíamos aprendido en años: la importancia de ser consecuentes, de abrirse a las sorpresas que depara la historia.
Por Mariano Pacheco para La luna con gatillo
Ese 20 de diciembre fue un día muy particular, como Ettore Scola tituló a su película de 1977. Ninguna de las pibas era Sophia Loren, obviamente, y ninguno de los pibes nos parecíamos ni en el blanco de los ojos a Marcello Mastroianni, pero de todos modos pensar en 2001 tiene algo de particular, en un día en que, a diferencia del film, no quedamos encerrados mientras afuera el fascismo celebraba en las calles, sino que en Argentina quienes esa vez quedaron encerrados fueron ellos, al punto de que al irse, tuvieron que hacerlo en helicóptero, cagados en las patas porque una rebelión popular gritaba “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.
La mañana nos encontró medio en comunidad, viendo las imágenes impactantes de los policías tirándole los caballos encima a las Madres de Plaza de Mayo en la histórica Plaza. Conmovidos, reunidos en torno al pequeño televisor que doña Yolanda encendió para que veamos las últimas noticias, nos apresuramos enseguida a realizar una recorrida por las casas de las compañeras y compañeros que vivían en los alrededores del campito del barrio Cerrito (en donde el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Almirante Brown tiempo después construyó su Galpón Popular), para reunirnos en una asamblea de urgencia, luego de una semana de intensas luchas.
En realidad, había sido todo un año de cortes de rutas, movilizaciones y tomas de edificios públicos, como aquella vez en que nos movilizamos al Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata, y al llegar vimos que no había vallado policial, así que tal como veníamos -marchando por la calle- seguimos con el envión y el entusiasmo y subimos las escaleras, hasta terminar con los funcionarios encerrados en una oficina y la mitad de la Coordinadora Aníbal Verón copando las escaleras, el hall y la puerta de entrada. O como tres días antes, el 17 de diciembre, que salimos con camiones llenos de neumáticos y le dijimos a la Policía que marchábamos a la Municipalidad de Quilmes (que se llenó de canas) pero que al llegar a la avenida Calchaquí, en un “operativo piquetero” que implicó la coordinación de varios grupos diferentes, dejamos encerrados a varios hipermercados en un corte de ruta que abarcó 18 cuadras y se mantuvo casi todo el día.
Así que aquel jueves 20 de diciembre de 2001 estábamos ya con la última nafta, como quien dice; más pensando en la Navidad y en el fin de ese año intenso que en librar nuevas luchas. Pero ante tamaño acontecimiento, no podíamos (no queríamos) quedarnos de brazos cruzados viendo todo por TV. Así que entonces cobró toda su importancia aquella apuesta que habíamos hecho dos años atrás desde un pequeño grupo militante: vivir en los mismos barrios en dónde militábamos.
Entonces, a fines de 1999, yo tenía 19 años recién cumplidos. Recuerdo que para ir al barrio Don Orione (donde Darío Santillán vivía desde chico junto a sus hermanos y en donde había puesto en pie la primera asamblea organizada del MTD) tomaba un bondi que pasaba a unas tres cuadras de la casa de mi viejo, donde entonces vivía, y me dejaba en la entrada del barrio. Una hora de viaje, pensaba, no era tanto, y podía ir durmiendo, leyendo algo o escuchando música. ¿Cuál era el problema?, pensaba entonces. Pero el Pelado Pablo, que ya se había instalado junto a su compañera Flor y su pequeño hijo Juan en el barrio Villa Corina de Avellaneda, me decía que una hora era mucho tiempo para llegar a un barrio si se presentaba una urgencia.
Entonces casi nadie tenía celular, apenas unas pocas personas teléfonos en sus casas y no sabíamos casi de la existencia de Internet. Así que en realidad, ante una emergencia, más que una hora podían ser dos o tres, quien sabe si no más.
Por eso ese 20 de diciembre de 2001 quedó a las claras que El Pelado tenía razón. Cuando empezaron los palos en Plaza de Mayo, alguien nos golpeó la puerta de casa. Medio dormidos, la Dani, Grillo y yo (que vivíamos juntos en unas pequeñas piecitas con un baño que había en la terraza de un vecino del MTD en barrio Cerrito) nos levantamos y nos fuimos a casa de Yolanda, que era entonces nuestra primera militante surgida desde la base, referente territorial, guía espiritual, consejera amorosa y todo lo que se puedan imaginar. En fin: Yolanda lo era todo. Y en su casa funcionaba todo. Si hasta sus hijos, Oscar y Martita, eran del MTD. Incluso Marta, que no tenía entonces ni 20 años, era responsable de seguridad del movimiento.
En la asamblea resolvimos dos cosas.
Una: que teníamos que ser parte de lo que pasaba en Capital, pero que debíamos ir sin bandera.
Dos: que sólo fueran quienes estaban convencidxs, pero sobre todo, quienes pudieran correr.
Quedamos pocos con disposición y condiciones para ir, puesto que el movimiento estaba compuesto en su mayoría por doñas, pero en Brown el piberío militante era bastante más grande que en el resto de los movimientos. Así que allí fuimos: los más grandes y con mayor experiencia (con 21 años yo me encontraba entre ellos) y el resto: las pibas y pibes que habían terminado el secundario y se habían sumado a militar en los MTD, con 17, 18 años.
Un grupo se encargo de preparar las mochilas y otros de coordinar para tratar de sumar más gente de los otros barrios del MTD de Brown y tratar de coordinar con las militancias de los otros movimientos de la Coordinadora Aníbal Verón.
Llegamos justo a tomar el último tren que salió de Burzaco para Constitución, porque después el Gobierno dio la orden de cortar el transporte desde el Conurbano hacia Capital. Logramos pasar el hall de Constitución sin ser detenidos por la policía, a pesar de la pinta que teníamos y el olor a nafta de nuestras mochilas.
Caminamos por la Avenida 9 de Julio distribuidos en parejas. Algunas reales, como la mía y la de Grillo, otras ficticias e incluso otras armadas como grupo de amigos, de a cuatro. Así, a ritmo acelerado, pasamos la avenida Belgrano y ya veíamos a lo lejos los gases lacrimógenos volando por los aires. Escuchábamos los tiros, que entonces pensábamos eran sólo de balas de goma y luego supimos que también eran de plomo, y que incluso ya teníamos las primeras bajas mortales entre nuestras filas, las filas del pueblo en lucha contra el mal gobierno.
Veíamos a muchos pibes y pibas con las remeras tapándose el rostro, corriendo ya para adelante con piedras en sus manos y la adrenalina comenzó a apoderarse de nuestros cuerpos. Apreté más fuerte la mano de mi compañera, nos miramos a los ojos y detrás de su rostro cubierto pude ver cómo sonrió. Miré para atrás, para los costados y allí estaban mis compañeras y compañeros del MTD, algunos con quienes habíamos comenzado años atrás en la agrupación 11 de Julio, apenas si soñábamos entonces con que algo así podía suceder en Buenos Aires.
Habíamos dicho que los barrios del Conurbano eran nuestra Sierra Maestra; habíamos escrito documentos explicando que era con los trabajadores desocupados con quienes había que priorizar el proceso de recomposición de las fuerzas populares en Argentina, porque era ese el sujeto social con mayor capacidad de confrontación con el poder; habíamos fantaseado con hipotéticos escenarios insurreccionales y habíamos intentado prepararnos para intervenir en ellos, pero nunca pensamos que se produciría algo así, y tan rápido, y mucho menos que sucedería en las calles mismas de la Capital Federal.
Eran momentos de radicalización política, de búsquedas de nuevos modos de organizarse y luchar y en los movimientos sociales emergentes, como los MTD, había mucho piberío entre sus militancias. Sin embargo, ese día no fueron los movimientos los protagonistas de la insurrección, pero sus militancias no fuimos ajenas. Ni en los días previos que fueron calentando el escenario ni en las luchas de calles de ese mismo 20 de diciembre.
Las molotov, en su mayoría, ese día no encendieron (las pelotitas de tergopol tenían por función adherir el fuego al asfalto, pero en exceso, anulaban la combustión); algunas gomeras se rompieron; los grupos se desarmaron y volvieron a armar muchas veces y con poca frecuencia la voz de mando pudo ejercer su rol en medio del descontrol.
Pero ese día aprendimos en unas horas mucho más de lo que habíamos aprendido en años. Aprendimos la importancia que tiene el hecho de ser consecuentes con las ideas que se sostiene; aprendimos la importancia que tiene la apertura a las sorpresas que depara la historia; aprendimos que esa consigna de Dignidad que sostenían nuestras banderas era un compromiso con nuestro pueblo, que había que sostener en los momentos grises y la acumulación lenta de una cotidianeidad adversa, pero también, en aquellos momentos en los que el tiempo se acelera. Momentos en los que la dignidad se mide en cada cuadra, en cada esquina, en cada barricada y en cada corrida, para atrás huyendo de la Policía, pero también, para adelante, cuando es la Policía la que tiene miedo, se ve sobrepasada y empieza ella misma a correr para atrás.
* Por Mariano Pacheco para La luna con gatillo