Convivir con tu verdugo
Por Redacción La tinta
Por miles de años como sociedad, creímos que la violencia ocurría en el ámbito privado, que eran situaciones individuales, aisladas o vivenciadas sólo por algunas personas que, a su vez, se encontraban muy lejos de nosotres. Un día, comenzamos a escuchar que no eran “crímenes pasionales”, sino femicidios y empezamos a reconocer en ellos las múltiples manifestaciones de la “violencia de género”, a la que también nombramos. Luego, gritamos bien fuerte: ¡ni una muerta más por ser mujer! porque entendimos que la violencia de género es una relación de poder y una desigualdad estructural. Las personas que sufrimos la opresión de género vemos, cada día, que ésta es social, colectiva y que ocurre en todos los ámbitos en los que nos movemos las identidades no masculinas. Entonces, dejamos de diferenciar lo privado de lo público. Y, así, comenzamos a rebelarnos al sistema heteropatriarcal.
Durante el año 2018, además, sacamos la problemática social del aborto de la oscuridad del tabú individual. Más de una pudo decir: ¡yo aborté! ¡la maternidad no es destino! En los últimos días, en su mayoría mujeres, pero también algunos varones, utilizaron las redes sociales para contar situaciones traumáticas de acoso y abuso sexual vivenciadas, en su mayoría, durante su niñez y adolescencia. Muchas víctimas se dieron cuenta de que aquello que habían creído como algo aislado o individual era cada vez más común, colectivo y cercano. El acoso y abuso sexual es tan cercano que, al enfrentarnos con el dolor de revivir estos traumas, también nos encontramos con el amor feminista que nos acompaña y empodera para sanar las heridas más profundas.
La conferencia de prensa de Actrices Argentinas derrumbó el ideal de perfección del ámbito de la industria cultural y mediática. Movió las estructuras del sistema heteropatriarcal y movilizó las nuestras internas. Ayudó a decir que, si allí ocurre, a la vista de todes y magnificado por el televisor, pasa también en la casa de la vecina, en escuelas, en la calle y en todos lados.
En el poder judicial también pasa
El relato de Julieta por ejemplo, trabajadora de la Policía Judicial de la Provincia de Córdoba, puede resumirse en pocas palabras: “Pasé los seis meses laborales más horribles de mi vida”. La Policía Judicial es un área dependiente del Ministerio Público Fiscal, se encarga de la recolección de evidencias durante la investigación de delitos y está integrado por múltiples gabinetes y oficinas.
Las violencias ejercidas por otro trabajador de la misma área, pero con mayor jerarquía simbólica por su antigüedad fueron innumerables y de múltiples tipos y formas. Desde el acoso sexual hasta la violencia verbal y psíquica. Y sigue contando que “él me dijo, solos en una camioneta del trabajo viajando al interior, cómo le gustaría cogerme en el ascensor del trabajo”. Menciona que fueron largos meses padeciendo ir a trabajar, ya que el violento con el que trabajaba siempre le entorpecía su tarea laboral. “Lo escuché referirse sobre mí como la conchuda esa, escucharlo hablar de sus hazañas sexuales con lujo de detalles en una clara actitud intimidatoria y tener que soportar que le falte el respeto a otras compañeras. Claramente, lo importante no era su deseo sexual, sino marcar la cancha, que yo entendiera quién tenía el poder”.
Un día, lo escuché hablando, refiriéndose sobre mí a los gritos como “la pelotuda esa”. Llorando, lo interrumpí y le pedí que por favor me llamara por mi nombre, no pensaba seguir viviendo situaciones de humillación y faltas de respeto. Como única respuesta, recibí una amenaza, si a mí no me gustaba que él me dijera pelotuda, él iba a hacerme un informe cada vez que dijera una mala palabra en la camioneta. Porque, claro, decir boludo (decir, no decirle) era igual a que él me trate de conchuda o pelotuda. Fueron semanas de llorar. El timbre del teléfono era una tortura, bajaba a la base operativa con terror de tener que salir con él a la calle. Temblaba pensando “con qué me va a tirar ahora”.
Situaciones como estas son difíciles de resolver para las víctimas que se sienten solas o culpables, si no tienen las herramientas para enfrentarlas. Sin el acompañamiento del entorno laboral que frene al violento y sin procedimientos para denunciar y ser cuidadas, las relaciones de poder y desigualdad al interior del ámbito laboral sólo lo protegen. Como cuenta Julieta: “No sé cuántas veces me encerré a llorar en el baño. Cuántas veces volví rota a mi casa pensando que todo era culpa mía. Durante mucho tiempo, me enojé mucho conmigo misma porque a esa incomodidad la convertí en chiste y hasta yo misma bromeé con eso. Me cuestioné muchas veces el haber permitido el chiste y el haberlo hecho. Pero ahora, de lejos, me doy cuenta que el humor fue la única herramienta que encontré para lidiar con una situación que me sobrepasaba. ¿Qué podía hacer? Si cuando le comenté la situación a un compañero de mi confianza, minimizó el asunto y me dijo que no era para tanto. Cuando, además, tu verdugo es un personaje pintoresco y tiene mil años en la institución es mucho más difícil. Porque todos dicen que está loco, pero es buen compañero”.
Al recordar, Julieta nos dice que, en ese momento, ella creía que la violencia ejercida por aquel trabajador era SU culpa, «creía que si hubiese actuado de otra manera, él no me odiaría”. Incluso, no le ponía el nombre “violencia”. Finalmente, pudo procesar internamente que eso que estaba atravesando sí lo era. Incluso, se dio cuenta también del rol que jugó el alrededor laboral que enmarcaba, silenciaba e invisibilizaba estas situaciones. Sostener la falacia de “está loco, pero es buen compañero” los volvió cómplices inherentes de las situaciones de violencia, reforzando la idea del dedo acusador sobre la víctima.
Hoy, Julieta nos puede decir: “Finalmente, entiendo qué pasó: yo sentía miedo. Miedo de su persona, de sus insultos. Miedo por no saber hasta dónde iba a llegar o hasta cuándo iba a tener que vivir con esa situación. Miedo de perder el trabajo. Miedo de lo que iban a decir de mí y miedo de que se trunquen otras relaciones laborales por el lío. Miedo de irme de mi guardia y terminar en un lugar peor. Miedo de que me viera y reaccionara mal. Tuve miedo de existir ahí adentro y solo yo sé el gran esfuerzo que hice para volverme invisible”.
“Por eso, hoy, frente a nuevas amenazas, decidí hablar. Porque no pienso seguir siendo cómplice de esta violencia de la que no fui la única víctima, sino también otras compañeras antes que yo. No soy la primera, pero me gustaría ser la última”.
Julieta pidió cambio de guardia, ya no convive en su trabajo con el verdugo. El miedo, poco a poco, fue desapareciendo y ella volvió a ser feliz en su trabajo. “Él no cambió. Yo sí, porque ya no le tengo miedo. Sus actitudes infantiles no me inmovilizan nunca más. Él es un cobarde como todos los violentos, me amenaza dándome la espalda o diciendo que es broma. Pero yo ya entendí sus mecanismos y, por eso, nunca más podrá hacerme daño. Porque cambié yo, cambió el mundo”.
*Por Redacción La tinta / Foto de portada: Juan José García.