Hay que desarmar a la policía
Por Mario Juliano para Cosecha Roja
1.
El 16 de septiembre, el cabo de la Policía de Córdoba, Carlos Eduardo Monge, tuvo una discusión con su ex novia en la localidad de El Diquecito, donde residían, desenfundó su arma reglamentaria (una pistola 9 mm) y le descerrajó siete disparos que acabaron con su vida. Magalí Ariana Pérez, la víctima, estaba embarazada de su victimario. Al escuchar los disparos, la madre de Magalí intercedió y recibió otros dos disparos que también acabaron con su vida. Luego, el policía se suicidó de un tiro en la cabeza.
Monge se encontraba con tareas no operativas que le impedían portar armas desde hacía unos 5 años, ya que presentaba afecciones psiquiátricas. Sin embargo, a mediados de este año, el área de Medicina Legal de la Jefatura de Policía le había levantado la carpeta y devuelto el arma reglamentaria.
2.
En noviembre de 2013, otro oficial de la Policía de Córdoba, Ariel Pedraza, que estaba separado de su pareja Paola Fernández, pasó a retirar a los hijos que tenían en común, Morena (10) y Tobías (12), por su régimen de visitas. En circunstancias que se desconocen, Pedraza mató a balazos a sus propios hijos con el arma reglamentaria y, luego, se quitó la vida.
Paola (hoy integrante de Víctimas por la Paz) durante mucho tiempo iba a la puerta de la Jefatura de Policía y con un megáfono reclamaba que los efectivos no regresen a sus hogares con el arma reglamentaria y que sean sometidos a evaluaciones psiquiátricas y psicológicas por especialistas ajenos a la institución policial.
3.
La crónica policial da cuenta de que, mal que nos pese, estos hechos no son inusuales: en los últimos años, solamente en Córdoba, 7 mujeres y niños fueron asesinados en parecidas circunstancias por personas vinculadas a las fuerzas de seguridad, mientras que en el resto del país se registran 15 casos similares.
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La portación permanente del arma reglamentaria, fuera de los horarios de servicio, es un concepto que merece ser revisado y que, en realidad, remite a la condición jurídica del personal policial: ¿se trata de meros trabajadores estatales o nos encontramos en presencia de gendarmes que deben preservar la seguridad durante las 24 horas del día?
Sin perjuicio de que los integrantes de las fuerzas de seguridad son funcionarios públicos y que de esa condición se desprenden una serie de deberes y obligaciones, soy de la firme convicción de que, una vez cumplido el horario de servicio, los policías deben dejar su arma reglamentaria y vestimenta en la dependencia y reintegrarse a la vida civil en condiciones normales, como lo hace cualquier ciudadano o ciudadana cuando termina su jornada diaria. Nadie es juez, fiscal, director de escuela o funcionario público durante las 24 horas del día. Una idea de esa índole sería verdaderamente alienante.
Una noción de esta índole implica cuestionar el denominado “estado policial”, que en los hechos concibe que el policía es policía durante las 24 horas del día y que debe prestar sus servicios en cualquier circunstancia, aun cuando se encuentre fuera de servicio, lo que viene a justificar la portación del arma reglamentaria fuera de los horarios de servicio, contribuyendo a estereotipar la función policial como la de un individuo que permanece atento y vigilante todo el tiempo y todas las horas de sus días.
Los funcionarios policiales son personas que se encuentran sometidas a tareas altamente estresantes por el solo hecho de saber que en cualquier momento pueden tener que intervenir en episodios de violencia que ponen en riesgo su integridad física y la vida misma. Esta sobrecarga emocional es un caldo de cultivo propicio para los desequilibrios psicológicos que exige la evaluación permanente para saber si se encuentran en condiciones de portar armas de fuego y cumplir los servicios que le encomienda la comunidad. Mal que no pese, también abundan los casos de ejercicio abusivo de la fuerza, que en nuestro días se traduce en violencia institucional, problemática que ha merecido la atención estatal y de numerosos sectores de la sociedad.
Creemos (junto a Paola Fernández) que no es una buena idea que estas evaluaciones, tan delicadas, se encuentren a cargo de la propia institución para la que se prestan servicios. Ciertamente, las burocracias estatales tienen una tendencia a la autojustificación, a naturalizar prácticas y comportamientos que luego ocasionan consecuencias negativas. Consideramos necesario y conveniente que estas evaluaciones psicológicas y psiquiátricas sobre la aptitud de las personas para portar armas y ser puestos en la vía pública en contacto con la conflictiva social sean realizadas por especialistas ajenos a la institución policial, de tal modo de poder contar con una perspectiva autónoma e independiente a los intereses que se pretenden controlar.
La institución policial debe ser observada con detenimiento para desactivar sus comportamientos más negativos y nocivos y su desarme fuera de los horarios de trabajo, sumado a las evaluaciones periódicas independientes y autónomas es un buen comienzo.
*Por Mario Juliano para Cosecha Roja.