La gente buena

La gente buena
14 septiembre, 2018 por Redacción La tinta

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Venía por costanera. Cielo gris, gotitas de lluvia, árboles hinchados de verde. Un basural. Cinco pibes de caras tapadas me tumban, me agarran, me sacan la bici y la mochila.

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Imagen número uno: autos de patente nueva pasando a toda velocidad.
Imagen número dos: giro la cabeza en el piso, los pibes se meten al barrio saltando alrededor de la bici.
Imagen número tres: un hombre se acerca hasta mí. El hombre me mira. El hombre es serio. El hombre desaparece.
Imagen número cuatro: el cielo, gris.

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Camino el barrio. «Porfa, lo que necesito son mis lentes y las llaves de casa. Quiero entrar a casa. La chica con la que vivo se va a enojar mucho si vuelvo sin las llaves. La mochila, si pudiera ser, también: se la saqué sin pedirle permiso».

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El hombre, el hombre serio. Vuelve a aparecer. En moto. Que me quede tranquilo me dice.

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Sigo caminando el barrio. A la hora de caminar, de hablar con gente, me siento en el lugar exacto en el que me robaron. La gente del barrio se arrima, me mira, pasa de largo. Se agrupan más allá, me señalan, hablan entre ellos, desaparecen.

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Pasan móviles de policía, entre otros tantos autos, una marea de autos, pero no tengo el impulso de parar ninguno. Me siento bien, me siento tranquilo, es lindo acá, al lado del río, lo que está lindo es el día. Decido quedarme en el barrio hasta que aparezcan las llaves. La gente pasa, con algunos cruzo palabras, con otros miradas, sonrisas. Me pongo a jugar con unos nenes. Desde la esquina me miran raro.

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Cada vez más gente con el teléfono en la mano.

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Al rato el hombre, de vuelta, por ahí. Es un hombre grande, canoso, robusto, de remera a rayas, cara adusta, de boxeador.

Pasa en la moto. Que me quede tranquilo me dice. Se mete en su casa, está de chancletas y bermudas, habla por teléfono. Al rato se junta con alguien, que viene de lejos. Me llama con la mano, me dice: ya está, él te va a ayudar. Que es su sobrino me dice. Me lo presenta. Le doy la mano. Que lo siga me dice.

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Camino por costanera junto a E.

E. es un hombre moreno, de mi estatura más o menos, espalda de pala ancha, cara de bueno, barba de algunos días.

Mientras caminamos, E. no me mira a los ojos. Le pido perdón por molestarlo. Me dice que en treinta y ocho años él nunca fue preso. Le cuento que hago teatro. Me cuenta que él corta el pasto, a veces changas de albañil. Me dice que su casa no tiene nada que ver. Le digo que solo quiero mis lentes de ver y las llaves de casa. Me dice que tiene todo, que recuperó todo: quiero abrazarlo. Me reprimo. E. se da cuenta. Me mira, de reojo. Se ríe. Nos reímos.

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Llegamos a casa de E.
E. me da todo, mochila y bicicleta. Me pide que revise. No está todo, falta el teléfono: pero tengo mucho más que antes, así que no le digo nada, seguro no se dio cuenta.
Me pide disculpas.
Le pido disculpas.
La mujer me dice que haga la denuncia.
Le digo que no hace falta.
Pregunto cómo agradecerles.
Me dicen que no hay qué agradecer.
Paso todos los días por acá, les digo, que mañana paso con un regalo.
Me dicen que no hace falta.
Hago una broma muy mala.
Se ríen.
Me río.
Nos reímos.

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Mientras bicicleteo de vuelta a casa, pienso en ir mañana: asado.

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Todo esto para decir que estoy sin teléfono.
Que no me voy a comprar otro.
Que qué impresionante la cantidad de árboles que me perdía por ver Instagram.
Que cualquier cosa me escriben por acá.
Que sepan disculpar si me escribieron y no respondí.
Que nunca les responderé.
Y que ahora ya estoy en casa, más feliz que antes, mucho más.

Texto: Ignacio Tamagno
Foto: Colectivo Manifiesto

Palabras claves: Ignacio Tamagno

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