Un potro sin rodeos
Por Tomas Fernandez para La tinta
Hubo un Rodrigo Bueno antes del Potro, cuesta verlo a la distancia y entre lo celestial pero estuvo ahí.
Antes de la tintura en el pelo, de las botas tejanas, de la musculosa ajustada blanca, hubo en niño que abrió el garaje de su casa en barrio San Martín para cantarle a vecinos y familiares a cambio de unas monedas. Gratis, ya no sería nada en su vida.
Antes de los trece Luna Park consecutivos, de su viaje a Cuba a la casa de Maradona, de Videomatch y las noches con Charly, estuvo el pibe por demás inquieto que en séptimo grado dejaba su mochila al lado del banco y abandonaba el colegio ante la mirada tiesa de la señorita Adriana.
Antes de las 500.000 personas que fueron a velarlo, con apenas 17 años estuvo durante cuatro meses viajando una vez por semana a Buenos Aires grabando en la TV por cable sin mucho más que un bolso y una campera de jean.
Si Miriam Alejandra Bianchi tuvo su Gilda y Roberto Sánchez su Sandro, Rodrigo no tuvo a nadie. Fue dos en uno. Cargó con el personaje en un solo cuerpo, lo rebalso, se convirtió en su propia cruz.
Tenía 8 años cuando su tía lo empezó a llevar a los bailes de la Mona Jiménez. Tenía un poco más de 6 cuando grabo canciones para un disco infantil, producido por un referente de la industria discográfica en el país, su papa Eduardo Bueno.
El mismo que no quería poner a su nene en la alfombra roja, que se resistía ante cualquier ganancia de que el pequeño de ojos verdes se convierta en producto.
Tenía 21 años Rodrigo cuando su papá murió. Para recordarlo se tatuó en su brazo el logo de Superman. Flavio su hermano se hizo un indio, Ulises de ocho, eligió un león, fue el primero suyo.
Le daba el cuero para un Bon Jovi de barrio San Martín pero no. Las lentejuelas y camisa abierta lo acercaban a la bailanta pero tampoco, en Buenos Aires le preguntaban si hacia cumbia por todo el merengue que cargaba. Hacía folcklore cordobés, facilongo y machacón, a donde pisara sería embajador del cuarteto.
“Sentado, fumando en un bar y pensando, escribo, mirando tus fotos y extraño, tu cuerpo, tu cuarto, tus cosas, tus cartas, que ya no son míos, siento frío», escribió Rodrigo. Casi toda su poética se movería por esa zona erótica, por el deseo. Amores de trampas, sexo casual. Mujeres.
Inquieto con las melodías, le pegaba a las copas con el tenedor después de comer buscando en esa percusión la base para componer.
En el momento de potenciar sus discos, eligió los puestos de diarios y revistas como puntos de venta. No había internet y esta forma de llegar al público lo acercaba a un comercio donde lo vieron crecer. De pibe le gustaba veranear en Unquillo en la colonia de vacaciones de los canillitas. Su abuela Hortensia tenía un puesto en la Castro Barros, su padrino Hugo pertenecía al sindicato.
Cuando sacó su primer disco, su papa Eduardo Bueno se acercó a radio LV3 para que lo difundieran. Mario Pereyra no se mostró muy convencido y le dijo a Pichín: “Esta loco usted, es como si yo quisiera sacar un hijo locutor”. De música y de pronósticos, el periodista sabía muy poco.
*Por Tomas Fernandez para La tinta.