En busca del tiempo perdido
Como la famosa magdalena de Proust, los churros con chocolate de La Vieja Colonial, nos devuelven la certeza de que lo importante -y la eternidad- está en los detalles.
Por Soledad Sgarella para La tinta
Y, de pronto, el recuerdo surge:
“Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad.
Pero ¿cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma,
cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar,
sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.”.
Por el camino de Swann – En busca del tiempo perdido
Es otoño y hay sol, pero no para de llover en esta ciudad incendiada. No es una mañana helada y en el bar del Mercado Norte las mesas de adentro están ocupadísimas, desde 1927.
En este momento, para lo único que nos sirve Marcel Proust y su novela En busca del tiempo perdido (escrita entre 1908 y 1922), es para saber que también a nosotros unos aromas pueden despertarnos, como a él, siete tomos de historias, de narraciones y de recuerdos.
En su caso, a partir de una magdalena y un té de tilo. En el nuestro, el poder evocador de los sentidos activa la memoria emotiva a partir de una taza de chocolate y un plato de churros -y su respectiva yapa- y así, por un rato, podemos volver a la infancia involuntariamente.
“Nosotros acá hace casi 100 años que estamos”, cuenta Victoria, mientras corta la rueda de churros con una tijera. “El edificio es de la época del Mercado, pero el bar estaba desde antes, cuando se juntaban las carretas donde ahora es el Mercado y traían todos los productos de la zona verde, digamos, y el papá de mi suegro empieza a vender churros. Era un jovencito, chicón, mocito, y hacía el delivery y levantaba los pedidos por las carretas y después los llevaba”
Un plato de churros y un edulcorante, en la misma mesa. La piba de la mesa de al lado habla por celular, y trata de acomodar a los chicos porque tiene que laburar doble turno. El señor de la mesa de adelante lee los clasificados, imperiosamente. La cafetera silba, y está de este lado del mostrador, del nuestro.
Oh, ciudad, cómo te juno…
Decía Salzano cuando escribía de Córdoba.
La Cortada de Israel es esa callecita llena de cotillones y de chizitos. De ofertas de piñatas. La Vieja Colonial está en esa calle, pero cruzando la Humberto Primo, casi en la entrada principal del Mercado Norte.
Resiste la embestida posmo que viene a acuchillar las especificidades, a convertir todo en estos locales en los que una barbería es igual a una casa de ropa cool, o a un local de cervezas artesanales donde tal vez también venden hamburguesas gourmet. Acá, en Berlín o en Barcelona. Todo indefinidamente igual.
Resiste, La Vieja Colonial resiste. Con entereza.
Ya no tiene cartel, pero tiene un mozo hincha de Belgrano. Se acerca y te sirve los churros en un plato cuando recién salen, a eso de las 11. Dos metros afuera, el centro explota. La zona del Mercado es un remolino de gente entre verdulerías, salames y bulones. A veces alguien pasa con rollos de goma espuma de colores para la fiesta de 15, el cotillón carioca casero.
“Pero me han dicho que el primero que se puso acá en Córdoba, fue un churrero de San Vicente, me lo dijo una chica que creo que era su abuelo o su bisabuelo”, aclara Victoria.
Por alguna razón, La Vieja Colonial parece pertenecernos un poco a todos. La memoria emotiva nos conecta con todos los demás que estamos ahí. Sin querer compartimos el mismo corazón: el cordobés, por nacimiento o por añadidura.
►La Vieja Colonial. República de Israel 548, Centro.
*Por Soledad Sgarella para La tinta. Fotos: Colectivo Manifiesto.