El tablero mundial: guerras y conflictos a la vista
El mundo atraviesa una etapa de tensiones profundas y las potencias hacen equilibrio para no generar una confrontación bélica a gran escala que tendría consecuencias nunca vistas.
Por David Suárez para Revista Crisis
El mundo, bosquejado a pocos años de ingresar a la segunda década del siglo XXI, se parece cada vez menos a las grandilocuentes líneas maestras de la política internacional norteamericana dibujadas por Zbigniew Brzezinski en su ya clásico libro El Gran Tablero Mundial.
La pretensión norteamericana de constituirse en la única superpotencia global, dirigir el gobierno de las finanzas capitalistas e imponerse como Estado-policía mundial mediante la fuerza de su descomunal aparato militar, ha sido desafiada de manera irreversible por la rehabilitación de Rusia como potencia militar y la pujanza económica China, cuyos efectos empiezan a amenazar la solidez de la economía norteamericana, orillando a ambas potencias hacia las viejas formas proteccionistas y desestructurando los mecanismos de control financiero mundial, tales como la entronización del dólar como único patrón moneda.
El mundo actual ya no es un terreno de libre juego para Estados Unidos pero tampoco ha supuesto la emergencia del ansiado orden multipolar. Parece más bien que nos dirigimos hacia un mundo basado en la tripolaridad Estados Unidos-Rusia-China, cuya arquitectura global parece estar ensamblándose por fuera de las instituciones políticas y económicas del gobierno mundial como las Naciones Unidas y las instituciones económicas de Bretton Woods.
El futuro orden mundial no está surgiendo de una reorganización armónica y consensuada de las potencias, sino de grandes colisiones -a semejanza de choques de las placas tectónicas en su proceso de reacomodo- que se expresan a manera de batallas comerciales, económicas y el desate de una multiplicidad de conflagraciones bélicas, donde las grandes potencias encuentran maneras de ejercer influjo y determinación sobre uno y otro bando, tal como hemos atestiguado en el conflicto en Siria.
Pero esto dista de ser una novedad. Lo realmente significativo es la inversión de los términos en los que entendíamos a la guerra como una continuidad natural de la política. La guerra parece ser hoy el mecanismo privilegiado para hacer política; la política sería solo una variante de la guerra.
Si a principios de siglo, el subcomandante Marcos anunciaba que el neoliberalismo había desatado la cuarta guerra mundial contra las poblaciones indígenas, campesinas y sobre los propios trabajadores del centro y la periferia a través de los programas económicos para habilitar la acumulación a gran escala -ajuste estructural, tratados de libre comercio, acuerdos comerciales de despojo-, deberíamos añadir ahora un nuevo mecanismo de control formado por la estrategia de aliento a conflictos bélicos de baja y mediana intensidad, que facilitan la composición del ajedrez de reparto del mundo y la creación de zonas de influencia.
El signo de estos conflictos no es más el de guerras de invasión, ocupación y reconstrucción de estados-naciones alineados a uno de los dos bandos de la Guerra Fría. La táctica actual pertenece al terreno de las guerras no convencionales, al apoyo financiero y militar de fuerzas irregulares destinadas casi exclusivamente a desgastar el control territorial del adversario y desmembrar geográficamente unidades políticas más extensas para favorecer la disolución de estados, regiones y posibilidades de emergencia de nuevos bloques regionales. Allí se encuentra la clave del apoyo militar norteamericano al Daesh (Estado Islámico) o a Al Qaeda en Medio Oriente, la desintegración de Irak y Libia, o el apoyo a las tensiones separatistas en Crimea.
Dentro de este repertorio conviene anotar también la creación de escenarios de confrontación bélica para solucionar problemas sociales, tales como la guerra contra la delincuencia en las favelas de Brasil, o la más cercana guerra contra las drogas. Esta nueva generación de conflagraciones militares no están destinadas a la derrota o la victoria de los supuestos adversarios -la criminalidad o el narcotráfico- sino al aliento y manutención del escenario de guerra y militarización bajo el cual grandes bloques de territorios se convierten en espacios ingobernables, en verdaderos agujeros negros consumidos por las violencias.
Los hechos recientes sucedidos en la frontera norte del Ecuador no deben ser desligados de este escenario de reforzamiento de los esquemas de control político y militar norteamericano. La producción de escenarios de guerra permite el control de territorios, la fabricación de nuevos enemigos internos que justifican la represión y criminalización a los movimientos sociales, al tiempo que instaura imaginarios de miedo y disolución del disenso, facilitando la extirpación de voces críticas que puedan impugnar el estado de cosas.
El alineamiento con las estrategias de control de una potencia decadente, seriamente desafiada y portadora de una versión depredadora del capitalismo no reporta ningún beneficio a los trabajadores, ni al conjunto de la nación. Por el contrario, la capacidad para una nación pequeña de mantenerse al margen de los choques imperiales puede resultar la mejor manera de garantizar su subsistencia y evitar su disolución en los nuevos escenarios de guerra.
*Por David Suárez para Revista Crisis