Jorge Botero: el cronista de la insurgencia colombiana
El periodista colombiano habla con La tinta sobre Simón Trinidad, el jefe de las FARC encarcelado hace más de diez años en Estados Unidos.
Por Leandro Albani para La tinta
Entre la cadencia colombianísima de su voz y la pasión que trasmite cuando habla, tomar un café con Jorge Enrique Botero es una mezcla de clase de periodismo, recorrido por la historia de su país y fascinación cuando recuerda sus viajes a la selva y a las montañas, a veces caminando durante horas o navegando por los estrechos caños de lo que define como el “mundo de la insurgencia”.
Con más de cuarenta años en el periodismo, Botero estuvo la semana pasada en Buenos Aires y en Montevideo para presentar su libro Simón Trinidad. El hombre de hierro, que a finales del año pasado se editó por primer a vez en Argentina de la mano del Comité Internacional por la Libertad del ex comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Trinidad hace catorce años que se encuentra encarcelado, primero en la prisión de Cómbita, en el departamento de Boyacá, y posteriormente juzgado y confinado en Estados Unidos en la temida cárcel de máxima seguridad ADX Florence, en el estado de Colorado.
Un tipo sencillo, que gusta de las conversaciones tranquilas y de escuchar las opiniones de los demás, Botero habló con La Tinta sobre Trinidad, el joven educado en los mejores colegios, el economista y presidente de un banco, pero también el militante de la Unión Patriótica (UP) que vio, en plena década de 1980, cómo el Estado colombiano y sus sicarios masacraban a la dirigencia y a los seguidores de esa organización que se había convertido en la referencia de la izquierda del país.
En el relato del periodista colombiano, Trinidad -o Juvenal Ovidio Ricardo Palmera Pineda, como se lo conocía antes de ingresar a la insurgencia-, se convierte en un ejemplo concreto de casi un siglo de guerra interna, donde el Estado colombiano no permitió la más mínima expresión de disidencia que critique a la poderosa oligarquía que controla el territorio. Ante la represión, las masacres, el desempleo y la desidia estatal, Trinidad optó por sumarse a las FARC, pese a que con sus 37 años de edad tuvo que convencer al propio Manuel Marulanda Vélez, el histórico comandante de la guerrilla.
En esta conversación, Botero parece contar una historia lejana y por momentos inhóspita, pero esa realidad -“macondiana” como él mismo dice- golpea en toda Sudamérica. Por eso, la conversación deriva en la actualidad de Colombia, en la firma de los acuerdo de paz entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos, en el análisis de una sociedad cruzada por la violencia y en las políticas que todavía hoy el Estado se niega a aplicar para paliar una desigualdad social pocas veces observada en el continente.
Un personaje de dimensiones gigantescas
El germen del libro es que conocí a Trinidad muy de cerca durante los diálogos del Caguán a finales de 1990 y comienzos de 2000. Resultaba fascinante desde todos los puntos de vista, no sólo por su origen social, sino por el vigor de su presencia y el ímpetu que transmitía. Es un hombre muy preocupado por la formación teórica, no sólo de los muchachos a los que contribuía a educar, sino de él mismo. A eso se agregaba el encanto de su compañera Lucero. Realmente logramos hacer una entrañable amistad. Cuando es capturado en Quito en 2004 y después de un año extraditado a Estados Unidos, el personaje ya se empieza a volver una especie de obsesión. Tengo la suerte, entre comillas, de terminar cubriendo el juicio en Washington a partir de ser testigo frente al juez de la causa. Cuando se ve a un hombre enfrentado a los Estados Unidos de Norteamérica en unas condiciones tan adversas, adquiere unas dimensiones gigantescas. Además, siempre tuve una fascinación personal por las películas que transcurren en los estrados judiciales, entonces empecé a ver todo como una película. Después me dije esto se tiene que convertir en un libro, que terminó siendo una mezcla de biografía, historia de Colombia y crónica.
Empecé a acercarme a su familia, a sus amigos de la infancia, de la adolescencia y de la universidad, a encontrar los testimonios de los muchachos que lo vieron llegar a la guerrilla. Todo fue cambiando, tomando un nuevo rumbo. El personaje empezó a tener todas las facetas que tenemos los seres humanos, descubrí nuevas aristas y eso fue fascinante. En el trabajo de investigación y en la propia cobertura del juicio siempre tuve la sensación de que estaba frente a un hombre de hierro, un hombre con una voluntad muy férrea, que no se derrumbaba a pesar de las adversidades a las que fue sometido.
Todos contra Trinidad
El ensañamiento de Estados Unidos contra Trinidad ha llegado a la violación de los más elementales derechos humanos, de las convenciones internacionales. Aparte fue sometido a unos juicios infames y llenos de mentiras, con testigos pagados. Fue un montaje muy costoso, en donde se gastaron más de tres millones de dólares para condenarlo. Después fue enviado a una prisión de máxima seguridad donde ha permanecido más de diez años bajo tierra, en condición de confinamiento, sin tener la posibilidad de conversar con nadie, ni de tocar o abrazar a nadie, y con la luz de celda encendida todo el tiempo. Es una cosa que raya la tortura, en realidad es una tortura. Uno se pregunta ¿qué ha hecho Trinidad para que Estados Unidos lo convierta en el objeto de toda su furia y su fuerza represiva? La verdad es que Simón es una víctima de la circunstancia, en la medida en que es una especie de trofeo para los norteamericanos que nunca pudieron capturar a un jefe guerrillero. Además lo acusan del secuestro de tres ciudadanos estadounidenses, que para ellos es una cosa sagrada. El ciudadano norteamericano no puede ser objeto de ningún tipo de agresiones en ninguna parte del mundo. Vuelcan contra Simón la impotencia que han tenido históricamente para golpear y castigar a sus adversarios en Colombia. Viene a ser un chivo expiatorio de todo el odio que han acumulado en Estados Unidos contra los movimientos de resistencia e insurgencia en América Latina.
El Macondo de las FARC
Empecé a cubrir el conflicto armado un poco tarde. Llevo más de 40 años ejerciendo el periodismo y solo hace unos 15 o 17 años me acerqué al mundo de la insurgencia. Al principio tuve un deslumbramiento, un asombro gigante, puesto que a pesar de actuar en la periferia de la geografía colombiana y en las condiciones extremas de la selva y de las montañas, las FARC eran una fuerza organizada, muy bien armada, con una disciplina férrea. Era un ejército y un espacio donde habitaban unos seres humanos especialísimos, casi todos de origen campesinos y jóvenes. Era un poco surrealista, un poco macondeano para decirlo bien colombiano y garcíamarqueano. La incursión en ese mundo me dejó unas imágenes imborrables. Recuerdo una vez que fui para un campamento que comandaba Alfonso Cano, posteriormente asesinado en una operación militar. En un receso de la entrevista que le estaba haciendo me fui a conversar con los muchachos y había dejado mi reloj en el lugar que tenía para dormir y entonces le pregunté a un chico que tenía el reloj qué hora era. Y me contestó: “Es la hora de la lucha de los pueblos de América Latina”. Era un mundo muy ideologizado, muy marcado por la certeza del triunfo.
Después ya fui ampliando mi horizonte, fui a otros campamentos, conocí el mundo del Mono Jojoy, que era un mundo con hospitales de guerra, escuelas, era casi un Estado dentro del Estado. Eran pequeñas repúblicas independientes que además trasegaban por la geografía colombiana como aldeas ambulantes. En los diálogos de paz a finales de 1990, las FARC dejaron ver toda la fuerza que habían acumulado a lo largo de los años. Como en el Caguán desfilaron cientos de medios de comunicación, por fin el mundo vio que había un ejército insurgente que, incluso, había nivelado la balanza militar y que en momentos la había inclinado un poco a su favor. Las FARC tuvieron en jaque al Estado colombiano. Pero luego devino la gran ofensiva con apoyo tecnológico de Estados Unidos. La confrontación pasó de los campos de batalla a una guerra básicamente aérea y llegó la tempestad de bombardeos. Las FARC se encerraron en la más profunda manigua y se adaptaron muy bien a las nuevas circunstancias. Se convirtieron en la forma clásica de la guerrilla y operaron con la guerra de guerrilla, de golpear y volverse a esconder. Construyeron un mundo subterráneo, muy parecido al de los vietnamitas, con trincheras y túneles. Se adaptaron a las circunstancias, pero Estados Unidos estaba metiendo diez mil millones de dólares en la lucha contrainsurgente, que maquillaron como una lucha contra el narcotráfico. Acceder a ese mundo se volvió una odisea muy difícil para los periodistas, pero sin embargo pude ir en algunos momentos muy álgidos de la confrontación, especialmente a la Serranía de La Macarena. Ahí ya había otra guerrilla, más encerrada en sí misma, más dogmática, desconfiada. Cuando sucedió eso no pasó por mi cabeza que estuviéramos a las puertas de que las FARC iniciaran una negociación y, al cabo de cinco años de diálogos, firmaran un acuerdo de paz.
Del monte a La Habana
La guerrilla que me volví a encontrar en La Habana fue la del equipo negociador, de civil, sin armas, tomando aire, respirando por fin, en un territorio amigo. Fue muy inteligente que no hubieran salido del monte hacia una ciudad hostil y desconocida. Se encontraron en una Habana muy tranquila, apacible, donde se sentían en el universo que admiraban. Ahí empecé a encontrar a los guerrilleros que tenían guardada toda su obra literaria, que componían música, que eran ávidos lectores, que devoraban películas tratando de ponerse al día. Incluso conectándose a la tecnología de internet y aprendiendo todo eso. Lo que advertí fue una guerrilla con enormes ganas de lanzarse al mundo de la política y ocupar un espacio en la escena legal.
He ido a recorrer los lugares donde se concentraron los guerrilleros que estaban en el monte y que ahora están en el proceso de reincorporación a la vida civil. Hay que decirlo con todas sus letras: es un mundo que no esperaba nadie. El proceso de reincorporación ha sido muy accidentado. El ímpetu que traían estos muchachos primero dio paso al desconcierto, después a la desilusión y a la rabia. Ese grupo humano tan cohesionado que habían sido las FARC y que habían sobrevivido a todo tipo de adversidades de pronto se fue dispersando y atomizando de una forma sostenida, en virtud del incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno. La dirigencia guerrillera ha hecho un esfuerzo por mantener la fuerza, la unidad interna y la cohesión, pero ha sido difícil porque el poder que tiene la dirigencia guerrillera es de convicción, pero no tienen los recursos necesarios para mantener a estos muchachos que miran al horizonte y se preguntan cuál es el futuro que les espera. Y muchos de ellos han ido a buscarse su futuro.
Cuando dios no está el diablo se mete
Una de las tareas y responsabilidades que tenía el Estado, una vez firmado los acuerdos y trasladado de los guerrilleros a los lugares donde fueron concentrados, era llegar no sólo con la fuerza pública a copar esos territorios, sino a ejercer las funciones de bienestar social y económico, construir carreteras y puestos de salud, porque son zonas muy apartadas del país a las cuales el Estado les dio la espalda históricamente. Son sitios muy deprimidos desde el punto de vista de la calidad de vida que tiene la población civil. Como me decía alguna vez un sacerdote italiano que estaba en alguna de esas regiones, cuando dios no está el diablo se mete.
Los grupos paramilitares que nunca han sido desmontados aprovecharon las circunstancias para ocupar esos territorios donde, hay que decirlo, se ha producido mucha coca, son tierras que generan muchas riquezas. Los grupos paramilitares se encargan un poco de garantizar que el trabajo del narcotráfico se pueda ejecutar allí. Eso ha derivado en el asesinato de una cantidad de líderes sociales y de un grupo importante de más de sesenta de guerrilleros.
Una piedra en el zapato
Jesús Santrich ha sido objeto de un montaje desde el punto de vista probatorio. Ya lo han dicho juristas muy prestigiosos no solo colombianos sino internacionales. Es un escándalo, no hay nada sólido que pudiera constituir la prueba de un delito en su contra. De hecho, nunca se consumó el famoso delito. Lo que hay es una especie de conspiración. Santrich fue uno de los tres arquitectos de los acuerdos de paz. Es un tipo que trabajaba veinte horas diarias en La Habana en la elaboración de documentos. Es un hombre muy riguroso desde lo teórico. Su propia condición de invidente lo ha convertido en alguien supremamente visionario e inteligente. Para quienes lo conocemos en profundidad, es impensable que se haya dedicado a hacer una operación tan chapucera como la que se conoció. Partimos de la base de que es un montaje. Hay un ánimo de venganza por parte de Estados Unidos. Creo que lo escogieron por ser el más lúcido, el que más criticó el incumplimiento de los acuerdos. Es una especie de piedra en el zapato que causaba mucha molestia. Sabemos que es muy probable que Santrich se inmole. La huelga de hambre que está haciendo no es un show mediático, es una decisión política muy pensada. Santrich es perfectamente consciente de que puede morir, porque tiene muchas dificultades de salud: no es una persona vigorosa, tiene problemas de epilepsia, es diabético. Está haciendo un acto muy valiente y es capaz de ir hasta las últimas consecuencias.
Los medios no dieron la noticia sino que la celebraron. Y lo condenaron mediáticamente el mismo día que fue capturado. Los medios no tuvieron ni la más mínima sombra de duda sobre su culpabilidad o inocencia. Otra vez se construyó la matriz, en el imaginario colectivo quedó la idea de los narcotraficantes. Este hombre, que no tiene nada que ver con eso, ya está en la picota. Pero el paso del tiempo ha ido desmoronando la cosa y no está tan a la vista la posibilidad de la extradición, lo cual genera la esperanza de que alguien lo haga recapacitar, renuncie a su decisión y emprenda la batalla legal para demostrar su inocencia.
Deja un muy mal sabor que Estados Unidos, sabiendo que Colombia está saliendo de un conflicto tan largo y degradado, esté metiendo semejantes cargas de profundidad contra la paz. Esta vaina lo que amenaza es la paz, no es que se llevan un trofeo para Estados Unidos. Las consecuencias son muy graves porque ponen en riesgo la implementación del proceso de paz y generan la posibilidad, a corto plazo, de que volvamos a los desafortunados años de la guerra.
*Por Leandro Albani para La tinta