Estaba prohibido pero no nos importó
Crónica desde el encuentro “Miradas, escuchas, palabras: ¿prohibido pensar?”, convocado por el EZLN a mediados de abril en México.
Por Héctor Ordóñez (desde Chiapas) para La tinta
Aterricé en el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez el jueves 19 de abril, imaginando lo que vendría. Un bloqueo en la carretera, situación cotidiana en el estado de Chiapas, y un claro indicio del fuerte descontento social, retrasó mi llegada a la ciudad de San Cristóbal.
La Universidad de la Tierra, aledaña a los suburbios y distante del turístico centro histórico de este pueblo mágico, fue el punto de encuentro que alojó las más variadas reflexiones, en voz de grandes artistas e intelectuales, todos con un común denominador: el señalamiento a las problemáticas sociales de nuestro país, y el alto riesgo de que se agraven y desaten una crisis aún peor que la actual. Temas como la inseguridad, la violencia y las personas desaparecidas, pero también el racismo, la discriminación y el efecto del capitalismo en la pobreza, fueron muy recurrentes.
Fernanda Navarro recordó sus primeros encuentros con los zapatistas, invitó a celebrar el camino recorrido por María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy) y la unidad que ha inspirado, cuestionando siempre las reglas impuestas por el Instituto Nacional Electoral (INE) que otros pre-candidatos manipularon.
La escritora Cristina Rivera-Garza evidenció la importancia de defender las lenguas madres cuando un país como Estados Unidos promueve infravalorarlas, en el marco del doctorado que coordina dentro de la Universidad de Houston, el único programa en español de toda la oferta educativa de ese país. Juan Carlos Rulfo proyectó uno de los documentales que conforma la serie 100 años con Juan Rulfo, en el que expone la búsqueda por los pasos de su padre, uno de los principales literatos en la historia de México y también una de las primeras figuras en demostrar empatía ante la gran desigualdad mexicana entre mestizos e indígenas. Prueba de ello es el cortometraje El Despojo, de 1960, que también tuvimos oportunidad de apreciar.
La Comisión Sexta del EZLN, en voz del Subcomandante Insurgente Galeano, antes conocido como Marcos, escuchó y acompañó todas las deliberaciones de los demás participantes, volviendo el conjunto de ideas un prisma multicolor.
Apenas registré mi entrada, los senderos boscosos de la Universidad de la Tierra me recordaron visitas anteriores a comunidades inhóspitas en Chiapas. El conversatorio ya estaba iniciado. Entrar al auditorio y ver cómo los compañeros zapatistas escuchaban con agudeza en la cabecera alta me dejó admirado.
Juan Villoro estuvo presente en todo momento, con el ánimo fraternal que le caracteriza, en algunos momentos como un escucha atento y minucioso, en otros como un detallista conversador. Nos saludamos con aprecio. Un ejemplo de solidaridad e involucramiento a través de la cultura, el escritor es ahora un ícono para referenciar al zapatismo, así como uno de los grandes impulsores a la causa de Marichuy. En su participación, además de recordar este camino junto a la vocera del CNI, Juan hizo una especial mención sobre la necesaria búsqueda de la otredad, la empatía por los pueblos originarios, que también somos nosotros mismos. Recordó sus primeros días involucrado con el EZLN, en la comisión de medios de comunicación, y el Subcomandante Galeano lo llamó “un hermano encomendado por don Luis”, haciendo referencia a Luis Villoro, su padre, y quien pasó sus últimos días cobijado por el zapatismo al que siempre acompañó. El júbilo brilló entre ellos en todo momento y hubo oportunidad para que, incluso, tanto el Subcomandante como Villoro nos leyeran sus maravillosos cuentos.
El 20 de abril decidí buscar las huellas que había dejado en San Cristóbal de las Casas. Años atrás fui voluntario en un refugio anónimo que asiste a niños y niñas indígenas que trabajan de forma ambulante en las calles, en condiciones de explotación y abuso tremendos. Con el paso de los años me he convertido en un miembro más de esta comunidad que a diario se construye puertas adentro de este recinto.
Al llegar al refugio me encontré con Iván (que no es su verdadero nombre), un adolescente tzotzil beneficiario del proyecto por mucho tiempo, y quien semanas atrás ya me había pedido acompañarlo al médico. Acudir al doctor con los niños siempre representó un gran temor, ya que la posibilidad de recibir noticias fatales es latente. Esa mañana no fue la excepción. La clínica Esquipulas, que atiende población indígena de manera gratuita, nos recibió con especial empatía, pues acompañamos este camino desde hace tiempo. Afortunadamente, esta vez recibimos un tratamiento por inflamación de ganglios en la garganta, y no una desdicha por respuesta.
A Iván lo conozco desde que era un niño de once años. Lo recuerdo vendiendo artesanías, flores y dulces diariamente a altas horas de la noche en las calles del centro de San Cristóbal. El muchacho se sorprendió igual que yo al toparse de frente con la comitiva zapatista y ver en persona al Subcomandante Insurgente Galeano por primera vez. Pero se sorprendió aún más cuando lo invité a imaginar esas calles en las que él trabaja todas las noches, tomadas por esos rostros ocultos, aquel 1 de enero de 1994.
Esa misma tarde, activistas y académicos de la sociedad civil expusieron escenarios terroríficos sobre las consecuencias de un gobierno rebasado y corrompido por el narcotráfico. Cientos, o tal vez miles, de fosas comunes yacen en carreteras desoladas a lo largo y ancho del país. Un ambiente de indiferencia que fomenta el propio Estado se ha asentado con el cometido de anestesiar a la población ante estas tragedias.
“Lo que queremos los zapatistas es que ustedes se queden sin trabajo. Que regresen a sus vidas a vivirlas plenamente, que ya no tengan que pensar en desaparecidos, en narcofosas, en narcoestados, porque ya no será necesario. Eso mismo hemos dicho muchas veces sobre nosotros mismos”, respondió el Subcomandante tras las emotivas participaciones de los activistas.
La mirada de Galeano se nubló entre el humo de su pipa cuando recurrió a su memoria. Su emotiva respuesta continuó y en ese instante logró encontrar lo más profundo de mis pensamientos a la distancia. “Recuerdo –dijo- cuando en 1992, o un poco antes, nosotros ya éramos el EZLN, pero aún no levantábamos declaración alguna y nadie sabía de nosotros. Estábamos ya organizados, en la sierra, y yo, pegado al radio, recibía a diario llamadas en las que se reportaba la muerte de niños, menores de cinco años, debido al frío, al hambre o a enfermedades perfectamente curables. Decenas de miles. Sentí esa impotencia, todos los días, a diario, de querer hacer algo y no poder hacer nada en ese instante… Luego pasó lo que pasó, vino el lanzamiento, haciéndole ver a todo el mundo que esto estaba ocurriendo”.
Sus palabras nublaron también mis ojos, pero no de humo, sino de recuerdos. Observé a Iván, que escuchaba atento y relajado después de que el médico de la clínica le regalase antibióticos suficientes para completar el tratamiento. Repasé en la cabeza las ocasiones en las que hice fila por ocho horas junto a algún menor indígena. Las veces que encontré a los niños durmiendo en la calle, en la banqueta, esperando que llegaran a abrir las puertas del refugio. Pensé en los niños, niñas y adolescentes que desaparecieron de la calle y de mi alcance, y que espero que ahora estén bien.
“A qué mundo hemos llegado, que un acto como dar clases de español se convierta en un acto subversivo. Donde enseñar a leer y a escribir puede tener como consecuencia ser tratado como una célula terrorista”, afirmó Galeano.
El Sub, como muchos nos referimos a él, volvió a describir mi rutina dentro del refugio, ese bello lugar donde sólo se busca ofrecer un desayuno diario, una hora de estudio y un espacio de descanso para esta infancia invisible. Jamás entendí por qué la policía nos vigilaba tan incisivamente. A diario, los oficiales municipales se apostaban en la banqueta de la calle para monitorear y rastrear nuestros movimientos. “Ya salió el joven, ya cerraron”, “Hoy entraron N número de niños”, “Ya se fue la mujer de mayor edad”. Las palabras de Galeano fueron más precisas de las que pudiera haber escogido para describir aquella situación.
Marichuy contempló los diálogos con la serenidad que la caracteriza. Es una figura pública muy auténtica. Agradeció a quienes firmaron y ayudaron a conseguir firmas para su causa. Si en algo hubo unanimidad de pensamientos fue en que esta mujer indígena es la mejor referencia que tenemos para empoderar todas las causas en una.
El encuentro terminó el 25 de abril. El nombre del conversatorio, “¿Prohibido pensar?”, fue más que pertinente. En el marco de unas elecciones presidenciales distinguidas por el clima de la desesperanza, pareciera que no se trata de una pregunta, sino más bien de una orden dictada por la realidad mexicana. Está prohibido pensar, pero no nos importó.
Las reflexiones, emociones y perspectivas irán creciendo a través de todos aquellos que estuvimos presentes, en espera de que el semillero regenere la esperanza en un futuro incierto, que también será por siempre otro mundo posible.
*Por Héctor Ordóñez para La tinta