Un problema de salud pública
Por Ingrid Waisman para La tinta
Discutir el aborto desde un punto de vista ideológico o filosófico es inútil: nunca nos pondremos de acuerdo. Si un agnóstico y un creyente discuten acerca de la existencia de Dios, podrán discutir horas, semanas o meses, pero cada uno seguirá con su idea después del intercambio.
Estoy convencida de que la interrupción del embarazo debe enmarcarse como un problema de salud pública, discutirse como tal y encontrar entre todos la manera de proteger a las mujeres frente al riesgo real que significa practicarse un aborto en condiciones inseguras.
Por otra parte, prefiero llamar a este proceso interrupción voluntaria o electiva del embarazo. Aborto es una palabra peyorativa, que, muchas veces, se utiliza como sinónimo de crimen o de algo monstruoso, y que, de antemano, descalifica la decisión que se encuentra en discusión.
Los abortos se realizan desde hace muchos años, tienen lugar en la actualidad y se seguirán practicando, más allá del resultado del debate en el Congreso. De nosotros —y de nuestros representantes— depende que se realicen brindando seguridad a las mujeres y evitando muerte y enfermedad, en especial en aquellas que no tienen acceso a una atención médica idónea y segura.
Si bien las más perjudicadas son las mujeres de las clases populares que no pueden acceder a un procedimiento adecuado, no es menor considerar que una de las consecuencias de la interrupción del embarazo, y que atraviesa todas las clases sociales, es que, para cualquier mujer, genera un sentimiento de culpa que dura por mucho tiempo, a veces, de por vida, y que determina cambios irreversibles en la relación de pareja y en la vida sexual y reproductiva futura de esa persona.
Esta culpa, considero, es una construcción social, asociada al secreto, al pecado y a todo lo que en nuestra sociedad se relaciona con la actividad sexual; por siglos, se nos ha impuesto a hombres y mujeres el ocultamiento y la vergüenza: de eso no se habla, eso no se dice. Y no es cierto que la libertad sexual que parecen o creen practicar los adolescentes de hoy haya resuelto o superado estas concepciones. Sigue habiendo ocultamiento, hipocresía, muy especialmente en las clases sociales más altas.
También es importante considerar las consecuencias emocionales, personales y familiares de un embarazo no deseado, de un hijo no querido, que llevan a una vida entera de desamor y rencores.
Para las chicas humildes, la decisión es más clara y las consecuencias, muchas veces, más trágicas. Muchas optan por llevar adelante un embarazo que, según su percepción, las posiciona mejor dentro de una dinámica familiar que valora su condición de madres, a cambio de truncar posibilidades de estudio o mejores condiciones de trabajo. Otras adolescentes se embarazan después de sufrir violaciones encubiertas intrafamiliares o son prostituídas desde muy temprana edad. En cualquier caso, el embarazo adolescente es un problema de salud que, desde el Estado, no se ha logrado resolver.
La medicina, por suerte, avanza más rápido que algunas ideologías. El uso farmacológico de medicamentos para interrumpir el embarazo, recomendado por la OMS, reduce considerablemente el riesgo de las intervenciones instrumentales. Nuevamente, en nuestro país, los medicamentos no se venden ni están al alcance de quien los necesita.
Contamos con leyes que se remontan a 1923 y que detallan cuándo la intervención para provocar un aborto no es punible: violaciones o riesgo grave para la madre. Ni siquiera contempla enfermedades o malformaciones graves en el feto, incompatibles con una vida digna y que, con las técnicas actuales, se pueden detectar y confirmar.
Muchas opiniones se formulan desde la teoría, sin un conocimiento de la realidad y sin tener cercanía o empatía con las mujeres afectadas, es decir, sin ponerse en el lugar del otro. Es fácil pontificar desde la altura cuando la que pone el cuerpo es otra persona.
Ninguna mujer desea hacerse un aborto. Antes de llegar a esa circunstancia, fallaron muchos mecanismos. La educación sexual no es, en Argentina, una política de Estado, los métodos anticonceptivos no están al alcance de todos y, nuevamente en esta instancia, hay hipocresía y ocultamiento.
Decidir sobre su cuerpo y sobre su vida es un derecho de las mujeres que deberíamos comprender, acompañar y que el Estado debería poder garantizar.
*Por Ingrid Waisman para La tinta.
*Médica Neonatóloga. Miembro Honorario de la Sociedad Argentina de Pediatría.