¿El último año de ETA?
“¿Cuántos años pasaste en la cárcel?”. “Tres”, responde Gari, una de las víctimas de la dispersión. Este niño de nueve años viaja 2.200 kilómetros cada mes para ver a sus padres en la cárcel de Algeciras.
Por Iván Giménez para El Salto
«Se duerme peor después de ver Tiro en la cabeza y, mientras exista ETA, es justo que así sea. Uno se asoma a la ventana, a la pantalla, para ver a un asesino y, lo que son las cosas, ve algo peor, se ve a sí mismo a su lado”. Así describió el periodista Luis Martínez, el efecto que le produjo aquella película de Jaime Rosales presentada en el festival de cine de Donostia en 2008, apenas unos meses después de los hechos que narra: el asesinato de dos guardias civiles desarmados en Capbreton (sur de Francia).
Aún se duerme peor al caer en la cuenta de que el 7 de marzo se cumplirán diez años desde que ETA asesinara a Isaías Carrasco en la puerta de su casa en Arrasate (Gipuzkoa). Tenía 42 años, esposa, dos hijas y un hijo. Había sido durante cuatro años concejal del PSOE en su pueblo, motivo suficiente para quitarle la vida, según alegó ETA en el comunicado posterior: “¿No pensarán los militantes del PSOE que ETA se va a quedar de brazos cruzados viendo cómo, con toda impunidad, torturan a militantes vascos, los detienen, les imponen una condena de por vida e ilegalizan partidos políticos?”.
A los pocos días, Sandra, la hija de 19 años de Isaías Carrasco, cubría el turno de tarde en una cabina de peaje de la autopista cerca de Arrasate. La misma cabina, la misma barrera, la misma caja registradora donde había trabajado su padre hasta que lo mataron. Isaías Carrasco era un trabajador, hijo de inmigrantes zamoranos, pero, sobre todo, una de las últimas víctimas de ETA. Solo hacía nueve meses que la organización había declarado rota la tregua en vigor desde marzo de 2006. Entonces parecía que la pesadilla iba a ser eterna.
Se duerme peor después de constatar la indiferencia con que uno mismo acogió decenas de noticias similares durante tantos años. “Yo soy parte de esta historia —escribe Edurne Portela en El eco de los disparos (Galaxia Gutenberg, 2016)—, y mi punto de vista para contarla es el del testigo; un testigo que, por muchos años, si no indiferente al problema de la violencia en el País Vasco, sí le dio la espalda, eligió no querer entender porque hacerlo resultaba demasiado complicado y emocionalmente agotador”.
ETA actuó poco en Francia, y casi siempre de forma fortuita, como en Capbreton. Por eso es más chocante que la última víctima fijada para la historia sea un gendarme francés, Jean-Serge Nérin, allá por marzo de 2010, hace ya ocho años. Para entonces, ETA había anunciado el cese de “las acciones armadas ofensivas”, pero un control de los gendarmes se convirtió en un tiroteo que acabó con la vida de Nérin. Fue la última víctima, pero su familia ha sido una de las primeras en escuchar en un juicio que los miembros de ETA que lo mataron reconocen el daño causado: “Queremos manifestar de forma pública que lamentamos sinceramente aquella muerte, y queremos mostrar nuestro pésame a sus familiares. Lo hacemos con todo respeto —continúa el comunicado leído por Izaskun Lesaka en diciembre de 2017—, pues sabemos que no existen palabras que apacigüen ese dolor”.
Esta iniciativa profundiza en el camino que el EPPK —colectivo de presos de ETA— emprendió en diciembre de 2013. “Asumimos toda nuestra responsabilidad sobre las consecuencias de nuestras acciones y mostramos nuestra voluntad para analizar la responsabilidad de cada uno de nosotros, dentro de un proceso acordado que reúna las condiciones y garantías suficientes”. Por primera vez, el colectivo de presos de ETA contemplaba la opción de aceptar las condenas como primer paso para aprovechar los cauces legales españoles dentro del “proceso de vuelta a casa”. Y de eso hace ya más de cuatro años.
Pero, ¿quién espera en casa?
Gari tiene nueve años, vive en Biriatu (cerca de Irun) y dos veces al mes tiene que viajar hasta Algeciras si quiere visitar a sus padres (2.200 kilómetros, ida y vuelta). Es uno de los protagonistas del programa Motxiladun umeak (Niños con mochila) emitido el 9 de enero por la televisión pública vasca ETB1, quizá el acercamiento periodístico más sincero y riguroso —pero también emotivo— al entorno familiar de los presos de ETA. “¿Dónde naciste?”, le pregunta el periodista Xabier Madariaga. “En la cárcel, en Granada”, responde Gari.
—¿Cuántos años pasaste en la cárcel?
—Tres.
—¿Qué te dicen cuando cuentas que naciste en la cárcel?
—Que es muy raro.
—Cuando trasladan a tus padres de una cárcel a otra, ¿cómo se vive?
—Pues mal, porque si los trajeran más cerca bien, pero no los traen más cerca.
—Cuando los han trasladado, ¿siempre ha sido para alejarlos?
—Sí (…). Quiero sacarme el carné porque no voy a estar siempre viajando en autobús. Me haría ilusión llegar un día a la cárcel y decir “papá, he venido por primera vez por mi cuenta”.
Se duerme peor despúes de ver Motxiladun umeak. Pero hay que verlo.
Unas 112.000 personas lo vieron en directo —emitido en euskara, un grupo de voluntarios lo ha subtitulado en seis idiomas—, todo un récord de audencia, pero su difusión ha sido mucho mayor, encuadrada dentro de la campaña Prest gaude (Estamos preparados), el lema que el 13 de enero de este año encabezó la manifestación anual que exige en Bilbao el fin de la dispersión de los presos de ETA y su efectiva reinserción en la sociedad. En esta ocasión, los conteos más rigurosos hablan de unos 100.000 asistentes. Faltaron las 16 personas que en estos últimos años han muerto en la carretera mientras iban a visitar a sus familiares, presos de ETA. Les tocó a ellas, pero cualquier día les puede tocar a Gari —de 9 años—, Maddi —11—, los hermanos Hize y Aiur —8 y 3— o Malen, de 18 años, que este curso ha empezado la universidad mientras su padre sigue preso en Almería. No lo ha conocido en casa. Lleva 20 años preso.
De momento, el Estado francés ha anunciado, a principios de 2018, que acercará a dos prisiones cercanas al País Vasco a los 59 presos de ETA que mantiene dispersados por todo el Hexágono. También en suelo del Estado francés se verificó el 8 de abril de 2017 el desarme definitivo de ETA, gracias a la implicación social encabezada por Bakearen Artisauak (Artesanos de la Paz), colectivo que tomó la iniciativa de facilitar el desarme ante el insólito comportamiento del Estado español: nunca, en ningún lugar del mundo, una organización había querido entregar sus armas y la otra parte se había negado. “Si lo pensamos en frío —subraya el bertsolari Sustrai Colina—, es alucinante lo que han conseguido un baserritarra (casero) y varios militantes anónimos más: posibilitar el desarme y abrir el camino al acercamiento de los presos; ahí hay una fuerza popular impresionante”.
Y a este lado de la frontera…
¿Qué interés puede tener el Estado español por seguir en guerra? En la retina persiste el reciente acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano, escenario que nunca conoceremos aquí: el reconocimiento de ETA como actor beligerante frente al Estado no es ni siquiera una hipótesis. ¿Y el IRA? Jamás se disolvió oficialmente. Todo apunta, en cambio, a que 2018 será el año del fin de ETA, se denomine disolución, desmovilización o cualquier otro sinónimo que se considere suficiente.
También se duerme peor sabiendo que unos 240 presos de ETA —hace seis años eran más de 600— siguen dispersados por las cárceles españolas, incluidos enfermos terminales y aquellas personas que ya han cumplido las tres cuartas partes de su condena, víctimas de una legislación excepcional. O sabiendo que no es lo único que queda pendiente: el Parlamento Europeo ha recomendado que se investiguen con más eficacia los 379 atentados —son cifras del colectivo Dignidad y Justicia— de ETA que siguen sin resolverse. Y no podrá dormirse medianamente bien hasta que no se afronte el monstruoso fantasma de la tortura: 4.113 denuncias documentadas oficialmente en el informe del forense Francisco Etxeberria y avalado por Amnistía Internacional.
¿Qué más hace falta para que ETA eche la persiana definitivamente y el Estado español lo acepte y dé por terminado este ciclo violento de casi 50 años?
Ese día, sí, dormiremos algo mejor.
Amaia Álvarez Berastegi: «Corremos el riesgo de que el olvido cierre en falso el conflicto»
Doctora en Derecho con su tesis sobre justicia transicional, Amaia Álvarez Berastegui es una especialista en procesos de reparación tras conflictos armados. Hablamos con ella sobre el caso de Euskal Herria.
—¿De dónde puede arrancar la justicia transicional en Euskal Herria?
—Lo primero, para que la justicia transicional tenga cabida, es reconocer que ha habido un conflicto de raíz política, porque si se siguen tratando como crímenes ordinarios no se podrá salir del bucle de la justicia ordinaria.
—¿Por qué es necesaria la justicia transicional en este caso?
—No solo tiene que ver con las víctimas y los presos, sino con toda la sociedad, pues la aplicación de los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición sería beneficiosa para todas las personas. Desde luego, hay que actuar sobre lo ocurrido en el pasado, pero con el objetivo de transformar el futuro en común.
—¿Con qué propósito?
—Fundamentalmente, para curar las heridas de la violencia política. Aquí ha habido violaciones de derechos humanos graves, pero no de una escala tan grande como en Colombia, y por eso corremos el riesgo de que el olvido de una mayoría social dé por cerrado el conflicto sin una verdadera reparación.
—¿Qué se puede aprender de otros procesos?
—Tendemos a idealizar otros procesos de paz, sobre todo si están lejos o ha pasado mucho tiempo. El caso de Irlanda nos enseña que en un primer momento (años 90) se avanzó muy rápido, gracias al desbloqueo de la situación de los presos, pero ahora el conflicto entre comunidades está muy enquistado, y las víctimas se han quedado ahí atrapadas. Y hay dos relatos irreconciliables.
—El dichoso relato…
—Desde el punto de vista democrático no puede haber, ni es saludable que haya, un solo relato. Ahora bien, dentro de cada relato debe ir habiendo transformaciones, para que la narrativa de cada sensibilidad política se vaya haciendo más inclusiva y comprensiva con el otro. No podemos refugiarnos cada uno en nuestro relato y ya está, pero tampoco aspirar a que haya un único relato aceptado por todo el mundo.
*Por Iván Giménez para El Salto.