Poner el cuerpo
Durante el último mes, el fútbol y la militancia se convirtieron en mi refugio: las marchas y el campo de juego son de los pocos espacios donde basta con poner el cuerpo, donde está permitido no pensar más allá del aquí y ahora. Hoy no debería ser la excepción. Pero claro, el martes pasado todavía no me lo había encontrado a Pablo de la mano con otra, justo a la vuelta de la casa donde compartimos siete años de nuestras vidas. ¿En qué momento dejé de ser una persona racional que sabe dónde pararse, que puede terminar una relación cuidando los vínculos y me convertí en una desquiciada que se pone a gritar en medio de la calle? ¿Cómo pasé de militar feminismo a querer romperle las piernas a una piba sólo por tomarse de la mano con mi ex novio?
Por Stephanie Simonetta para La tinta
“Hablá, gritá, ordená, ¡este partido lo tenemos que ganar!”. Los gritos de Mati me despiertan de mi baba mental. Intento responderle pero sólo logro asentir con vehemencia mientras nuestra arquera va a buscar la pelota que acababa de irse afuera, después de pasar a centímetros del palo. Se me parte la cabeza. Quizás no tendría que haberme clavado ese último shot de tequila a las cinco de la mañana. Quizás no tendría que haber salido a bailar cual quinceañera venida a menos. “Vamos a estrenar tu soltería” me habían dicho mis amigas, las que no juegan al fútbol, ayer a la noche. Hasta ahora lo único que estrené fue la furia de nuestro DT, que no puede creer que vayamos perdiendo 2 a 0 contra estas muertas.
Empiezo a escupir algunas indicaciones ininteligibles mientras Ceci se prepara para el saque de arco. ¿Por qué Euge está tan inmóvil justo hoy que necesitamos de su magia? “Nos desmarcamos, nos movemos”. No hay caso, está inerte como los últimos meses de mi relación, con esa quietud apática y asfixiante.
Nuestras rivales son bastante desordenadas y no juegan en equipo. Su única ventaja es su 9 de área. Una de esas altas, medio yunques, topadoras, con patada precisa y fulminante. Solita nos metió los dos goles y se acercó al tercero. Sé que si logramos neutralizarla podemos dar vuelta el partido.
Ceci amaga con pasármela a mí pero finalmente juega por la izquierda, con Juli. Puede que ni siquiera sea un despiste para las contrincantes, puede que simplemente se haya dado cuenta de que hoy mi presencia se reduce a un cuerpo sin dominio, lento y con escasa capacidad de respuesta.
Durante el último mes, el fútbol y la militancia se convirtieron en mi refugio: las marchas y el campo de juego son de los pocos espacios donde basta con poner el cuerpo, donde está permitido no pensar más allá del aquí y ahora. Hoy no debería ser la excepción. Si me concentro en las rivales, mi equipo, los espacios y la pelota, todo debería fluir para que repliquemos alguna de esas jugadas que tan bien nos salieron en la práctica del martes pasado. Pero claro, el martes pasado todavía no me lo había encontrado a Pablo de la mano con otra, justo a la vuelta de la casa donde compartimos siete años de nuestras vidas.
Juli recibe la pelota y enseguida le llegan dos jugadoras al mismo tiempo. Le grito que se apoye en la arquera pero prefiere despejar hacia mi lado. ¿Estaré muda y no me di cuenta? ¿Por qué mierda nadie me hace caso? Recepciono como el culo y el balón rebota a unos metros, pero me apuro y logro dominarlo. Avanzo por el lateral con decisión, con la misma firmeza con la que ayer a la tarde lo encaré a Pablo. La veo a Euge al medio, lista para recibir mi pase antes de que una de las defensoras me intercepte. Hacemos una pared y encaro al área. ¿Qué hago tan lejos de mi lugar como última jugadora? ¿Cómo llegué hasta acá? ¿En qué momento dejé de ser una persona racional que sabe dónde pararse, que puede terminar una relación cuidando los vínculos y me convertí en una desquiciada que se pone a gritar en medio de la calle? ¿Cómo pasé de militar feminismo a querer romperle las piernas a una piba sólo por tomarse de la mano con mi ex novio?
La arquera es lo único que se interpone entre el gol y yo. Pero tengo la pelota tan enredada en mi maraña mental que tardo demasiado en pegarle. Sólo cuando me la roban desde atrás logro que se desvanezcan los fantasmas que me hicieron marca personal toda la mañana. No nos pueden meter otro gol de contra, y menos por mi culpa. “Achicala” le grito a Juli mientras salgo disparada a marcar a la 9. Sé que se la van a querer pasar porque fue lo único que hicieron durante todo el partido. Para cuando le llega la pelota yo ya volví a mi lugar en la cancha. Ella intenta eludir mi marca. “No, esta vez no pasás” digo hacia mis adentros. Me abalanzo hacia ella y le pongo el cuerpo. Un hombro contra hombro duro, de esos que rozan el foul, de esos que si no te detienen al menos te desestabilizan lo suficiente como para no poder patear con comodidad. Pero el peso del yunque se me viene encima, y yo reboto, pierdo el equilibrio y me desplomo hacia atrás. Mi mano izquierda intenta atenuar la caída pero mi espalda se derrumba sobre ella y la tuerce por completo.
Quedo tumbada boca arriba con el cuerpo desparramado en el pasto sintético mientras mis compañeras, rivales y árbitro se amontonan alrededor mío. El dolor no me permite siquiera el acto reflejo de retorcerme sobre mi misma, mucho menos el dramatismo de revolcarme en el suelo. Todos los ojos –los míos también- apuntan en la misma dirección: mi muñeca izquierda gira para el lado contrario de lo que dicta la anatomía de cualquier ser humano. La desesperación de mi equipo no se me contagia. Mientras escucho cómo todas llaman a los gritos al médico del torneo y me dirigen palabras de tranquilidad forzada, yo continúo observando la extraña posición que adoptó mi mano. Yace a pocos centímetros de mis caderas, quieta, descolocada, con los dedos desordenados a medio abrir. No parece pertenecerme.
La llegada del médico trae un poco de tranquilidad y por un momento cesa el bullicio a mi alrededor. Creo escucharlo decir algo como “esto te va a doler mucho”. La puteada que suelto cuando gira mi muñeca para ponerla en su lugar me sobresalta hasta a mí misma. Es un cachetazo que me baja a la realidad. “Seguramente sea una fractura” me dice. Le respondo con la pregunta que haría cualquier líbero aguerrida: “¿Puedo volver a entrar?”. Su respuesta, la del árbitro, el DT y mi equipo es rotunda y al unísono: “¡De ninguna manera!”. “Se juega con los pies, ¡no con la mano!” protesto inútilmente. Todos están determinados a dejarme afuera y a los pocos segundos comprendo porqué: al intentar mover la mano me invade un dolor agudo y profundo.
El partido termina 3 a 0. El día termina en la guardia del Hospital Fernández, donde me sentencian fractura de radio y cúbito, yeso por dos meses y posible operación. Lo que me desconsuela ya no es el dolor, sino la certeza de que –al menos por un rato- voy a tener que dejar de poner el cuerpo.
Por Stephanie Simonetta / Taller de escritura y lectura sobre fútbol “La música de los domingos”