Los persas vienen marchando
Por Ezequiel Kopel para Panamá Revista
La última ayuda estadounidense quedó de manifiesto cuando un nuevo rival sunita asomó con el desarrollo del Estado Islámico: pronto fue visto como la última línea de defensa de los sunitas iraquíes ante la pérdida de sus derechos y privilegios desde los tiempos del Imperio Otomano y alterados por la invasión estadounidense. Estados Unidos prestó su inestimable ayuda militar para destruir la joroba de camello de los yihadistas en Irak y Siria. Hoy, ya con el terreno despejado para extender su influencia, Irán avanza con su deseado rediseño del balance de poder entre chiítas y sunitas en Medio Oriente.
Los herederos
Sin dudas, uno de los motivos del poder actual de Irán en el mundo árabe se puede rastrear en la larga historia de discriminación contra los árabes chiítas, que al ser constantemente marginados, buscaron ayuda en el gigante persa para escapar a su constante opresión.
El cisma entre sunitas y chiítas nació como una “disputa de herederos” tras la muerte de Mahoma, en el año 632. Antes, el exitoso líder guerrero había develado una nueva fe a los habitantes de La Meca: el Islam (“sumisión a dios”), una religión monoteísta que incorporó tradiciones judías y cristianas y que expandió su zona de influencia con una serie de leyes que controlan diferentes aspectos de la vida de los creyentes, así como su autoridad política.
Los continuadores de su legado expandieron su poder -sólo circunscrito a Arabia hasta la muerte del profeta- en un imperio que se amplificó, solamente en un siglo, desde el centro de Asia hasta la península ibérica. A pesar de las victorias, sus seguidores no se pusieron de acuerdo acerca del sucesor de Mahoma y la situación terminó por dividir a la comunidad entre quienes argumentaron que el liderazgo debía otorgarse a “individuos calificados” y aquellos que insistían en que el único gobernante legítimo debería provenir del linaje de Mahoma. Las dos posturas llevaron el debate a la creación de las dos ramas mayoritarias del Islam: por un lado los chiítas -un calificativo que proviene del termino shi´atu Ali (en árabe, “partisanos de Alí“)- que consideran a Alí (primo del profeta y esposo de su hija Fátima) y a sus descendientes los legítimos herederos de Mahoma; por el otro, los sunitas -que se refiere a los seguidores de la Sunna (en árabe, “camino de Mahoma”)- que creen que la sucesión no debe basarse en la casta sanguínea del profeta y que para continuar su liderazgo sólo es necesaria la pertenencia a la misma tribu. Eventualmente, Alí iba a ser entronado como el cuarto califa del Islam (vicario del Profeta) pero su liderazgo fue interrumpido con su asesinato, cinco años más tarde de ungido. La misma suerte correría su hijo Hussein, que encontró su final en una masacre sufrida junto a sus seguidores en la ciudad iraquí de Karbala. De esta manera, la historia del “martirio de Hussein” se convirtió en un recuerdo central en el desarrollo de la teología chiíta, mientras que los siguientes califas sunitas temieron que sus rivales usaran el asesinato del “legítimo heredero” para capturar la imaginación de sus súbditos y así terminar derrocándolos. Muy pronto, este temor se transformó en persecución y una suerte de marginación cuasi oficial de los minoritarios chiítas (que representan cerca del 35 por ciento de los musulmanes de Medio Oriente) y una puja de poder que evolucionó durante 1400 años con la ayuda de mamelucos y otomanos, hasta el presente.
Los resistentes
Una clara muestra de la influencia iraní en la región pudo verse el mes pasado, cuando el mítico comandante de la Guardia Revolucionaria, Qassen Suleimani, se paseó por el norte de Irak para advertirles a los líderes kurdos lo que les podía suceder a sus peshmerga (“los que luchan hasta la muerte”) si permitían que las fuerzas oficiales iraquíes y las milicias chiítas atacasen en conjunto la ciudad de Kirkuk, cancelando de facto la intentona independentista kurda. Otro reciente ejemplo quedó de manifiesto días atrás, cuando el renunciado primer ministro del Líbano, Saad Hariri -cargo que, según una peculiar distribución de poder entre las confesiones del país, debe recaer en un político de origen sunita- se reunió con el enviado del líder supremo iraní, Ali Velayati, antes de efectivizar su renuncia.
Irán ha utilizado a su brazo de choque nativo, el Hezbollah, tanto para conservar su influencia en el Líbano como mantener en el poder al mandamás sirio, Bashar Al Assad a pesar de su plan de exterminio contra su propia población.
Asimismo, el grupo ha colaborado en preparar a milicias en Yemen para tomar la capital del país y así enredar a Arabia Saudita – máximo representante del poder sunita en la zona – en su propio “Vietnam yemenita”.
El Hezbollah no es un actor circunstancial en la ecuación: la organización chiíta-libanesa funciona como una extensión militar de Irán en el mundo árabe. Así, el grupo -desde su líder hasta sus operarios se dirigen a sus seguidores en árabe- le permite al Irán persa “trabajar” sin tanta fricción en una zona de clara mayoría árabe. Mediante el dinero de Irán, Hezbollah ha logrado conformar una extensiva red de servicios sociales y “salarios revolucionarios” para sus combatientes. De esta forma, el grupo -a pesar de ser un vasallo iraní- también es su principal socio: gracias a los tentáculos del Hezbollah, Irán ha alterado pacientemente los diversos conflictos de casi toda la región.
El Irán de los ayatollahs siempre fue expansionista. Sólo estuvo en reposo por acción externa. El expansionismo del régimen iraní es esencial para la naturaleza misma de su sistema; para dejar de serlo, también deben dejar de ser revolucionarios y, por consiguiente, perder su legitimidad. La “revolución islámica” (chiíta) en un único país nunca fue una opción y quienes creen que la política exterior de Irán es sólo producto de una acción defensiva confunden reacción con decisión, todo esto sin destacar el carácter históricamente expansionista de los persas, que ciertamente no difiere en mucho al de los árabes. Así fue que, después de la Revolución Islámica en 1979, los líderes iraníes enviaron oficiales de la Guardia Revolucionaria Islámica para organizar a las milicias chiítas en la guerra civil libanesa. El resultado fue Hezbollah, que a su vez comenzó a ganar legitimidad local al librar una guerra de guerrillas contra la ocupación israelí en el sur de Líbano.
La actual guerra de poder con su rival regional y aliado de los Estados Unidos, Arabia Saudita, no comenzó hoy ni a principios del año pasado, cuando manifestantes iraníes incendiaron la embajada saudita en Teherán como respuesta a la decisión del reino de decapitar a un antimonárquico clérigo chiíta. Algo parecido al comienzo de una carrera con obstáculos puede rastrearse con la llegada de Rudollah Khomeini al poder. Una de las primeras proclamas internacionalistas de Khomeini fue el pedido hacia los mayoritarios chiítas iraquíes de que derrocasen al sunita -y por entonces secular- Saddam Hussein, quien, a su vez, años antes le había ofrecido al mismísimo Shah de Irán la cabeza del Ayatollah cuando el líder religioso se encontraba exiliado en la ciudad iraquí de Najaf (el Shah desistió del convite para no transformarlo en un mártir). Asimismo, Saddam temía la influencia de la revolución iraní sobre los poderosos clérigos chiítas iraquíes, mientras los sauditas (junto a las otras monarquías sunitas del Golfo) sabían que la última barrera física (país) que existía entre su reino y la nueva república islámica chiíta era, precisamente, Irak.
Junto al deseo de Saddam de hacerse con parte de su petróleo, Irán fue controlado mediante una invasión que le produjo cerca de un millón de muertos en una regicida guerra de ocho años.
Cuando Saddam fue derrocado por los estadounidenses, Irán le encomendó a Hezbollah la tarea de organizar a las milicias chiítas en suelo iraquí que asesinaron a cientos de soldados “ocupantes” pero a muchísimos más iraquíes musulmanes.
Los infieles
Más tarde llegó el levantamiento contra el régimen de los Assad en Siria en el marco de la Primavera Árabe y hacia allí se dirigió el Hezbollah, extendiendo su alcance regional para proteger a su aliado sirio. El inteligente jefe del grupo, Hassan Nassrallah, siempre retrató a la insurgencia siria como a una “conspiración conjunta de los Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel” que, con el uso de extremistas sunitas, busca “destruir el país y debilitar el eje pro iraní” (aunque el clan Assad representa a los alawitas, una secta religiosa considerada por casi todos los musulmanes como “infieles” -no tienen mezquitas ni rezan cinco veces al día-, han sido reconocidos como parte de la vertiente chiíta a partir de un arreglo político con el Imán Musa al-Sadr en la década de los 70).
Por lo tanto, la intervención del Hezbollah en Siria es denominada en todos sus medios de comunicación como la extensión de la “resistencia” contra Israel. Sin embargo, la realidad es que Hezbollah entró en la contienda siria entendiendo que si Assad caía, perdería a su único aliado en un estado árabe junto a la conexión física para unir Beirut con Teherán (pasando por Damasco y Bagdad).
Y con dicha acción, su narrativa de “resistencia” comenzó a flaquear en la zona: muchos que ayer miraban con simpatía a la organización libanesa por considerarla una milicia construida para resistir a la ocupación israelí, hoy los ve como un arma militar iraní que combate a sus “hermanos musulmanes” para sostener a un dictador “infiel”.
No obstante, el mayor aliado en la avanzada iraní (tanto en la crisis de Yemen, el boicot a Qatar y el affaire Hariri) han sido los propios desmanejos saudíes. La monarquía saudita ha demostrado en incontables ocasiones su nula capacidad para construir una coalición contra Irán. No busca aliados ni socios, sólo clientes, sobre los cuales cree que puede reinar bajo una letal combinación de amenazas y dinero. Además, Irán es un gobierno islámico revolucionario (teocracia) que puede trasladar su sistema al extranjero, mientras que Arabia Saudita es una monarquía hereditaria, circunscrita a los límites de la península arábiga, que goza de legitimidad solamente por custodiar los lugares santos musulmanes. En cuanto a las masivas intervenciones militares acompañadas de asedios e inaniciones, ataques con armas químicas y misiles, asesinatos, encarcelamientos masivos y desaparición de opositores, poco difieren entre sí.
Mientras tanto, se percibe que Arabia Saudita busca contrarrestar a Irán mediante una alianza indirecta con Israel. Aunque parece poco probable que los israelíes le realicen los mandados, los saudíes, que buscan posicionarse como el gran protector de los intereses sunitas en la región, parecen no tener mejor idea que vociferar un posible acercamiento con Israel, considerado por casi todos los musulmanes del mundo como el estado opresor de los palestinos. Así, mientras se concentran en el hoy y juegan a la ruleta rusa con el mañana, los saudíes olvidan que aquello de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” no corre de igual manera en Medio Oriente. Es, al menos, un poco más complicado.
*Por Ezequiel Kopel para Panamá Revista.