La justicia poética y un reencuentro generacional anónimo
Por Germán Ezequiel Buyatti para La tinta
El compañero de mi abuela era un muchacho recién salido de la adolescencia, ruso y judío. Ella, italiana y con tan sólo 15 años de edad. Ambos inmigrantes. A veces las relaciones entre las personas no surgen de climas serenos, de campos fecundos para la prosperidad y la armonía, sino de contextos hostiles y represivos desde los cuales se edifica la inquebrantable solidaridad entre los desposeídos. Recuperar la memoria del acontecimiento ocurrido el 14 de noviembre de 1909, el atentado al coronel Ramón Lorenzo Falcón, subrayar su motivación y su desenlace, es uno de los propósitos de este texto; el otro, redescubrir a sus protagonistas: mi abuela Giovana Buyatti y su compañero, el “ángel de Ushuaia”.
Estoy por llegar a mi cita en la calle Independencia 20, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina. Ahí me recibe cordialmente la bibliotecaria Mónica López. El edificio donde se encuentra el Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos (CEMLA) es imponente, laberíntico, afín a esos mundos burocráticos kafkianos. Luego de un breve diálogo superfluo con la señorita López, por fin sostengo en mis manos el fino pero exuberante sobre papel madera con los datos de mi estirpe. Me despido de la bibliotecaria, salgo apresuradamente del CEMLA y me adentro hacia el barrio de San Telmo en busca de un lugar que albergue la aniquilación de mi ansiedad. Lo encuentro. Abro el sobre y las siguientes palabras con un tamaño excesivamente desmesurado irrumpen en mi identidad:
Giacomo Buyatti, 26 años.
Luigia Buyatti, 21 años.
Giovana Buyatti, 1 año.
Las historias contadas por mis padres (vagas, fragmentadas, contradictorias), ahora tenían el rigor del archivo documentado. Era verdad que mis bisabuelos eran agricultores. Era verdad que el arribo se había producido el 25 de febrero de 1895. Era verdad que el barco tenía el nombre de Matteo Bruzzo y que procedían del puerto de Genova. Y era verdad que mi abuela Giovana tenía un año de edad cuando respiró estos aires.
Como todo inmigrante, los tres integrantes de la joven familia se alojaron en uno los desgraciados conventillos de la época. Ahí mismo, catorce años más tarde, en una pieza del conventillo de la calle Andes 394 (hoy José Evaristo Uriburu), se comienza a planear uno de los acontecimientos de justicia poética más bellos que ha vivido la sociedad argentina: hacer volar por los aires al coronel Ramón Lorenzo Falcón, el cadete número uno recibido en el Colegio Militar creado por Sarmiento, el mejor oficial del general Roca en el exterminio de los pueblos originarios en la eufemística “Campaña del Desierto”, el execrable represor de las huelgas de conventillos de 1907, el despreciable verdugo que dirigió la masacre a los trabajadores de aquella manifestación en Plaza Lorea (hoy Plaza Congreso) del 1º de mayo de 1909, aquel inquisidor que dijo “hay que concluir, de una vez por todas, con los anarquistas en Buenos Aires”. Los complotados, una joven pareja, idealista y soñadora, pero de acción y firmeza: Giovana Buyatti de 15 años y Simón Radowitzky de 18.
Giovanna y Simón lo planearon durante siete meses. El ruso realizaría el acto y la italiana ocuparía el lugar de “campana”. Todo estaba listo la mañana del 14 de noviembre. Salieron poco antes de las once de su casa de la calle Andes. Tomaron el tranvía 17 y descendieron en la esquina de Callao y Quintana. El coronel Falcón vuelve en su Milord luego de haber asistido a las exequias de su amigo Antonio Ballvé, director de la Penitenciaría Nacional y viejo funcionario policial.
Cuando el coche dobla en Callao, Giovana le advierte a Simón que ahora es el momento dada la soledad de la calle. El joven extranjero corre desesperado hacia él y sin mediar palabra arroja su presente vindicador hacia el esbirro coronel. La explosión es inmediata y eficaz, el temible guardián de la ley escuchó en un palco privilegiado la sinfonía de la dinamita, esa sinfonía que mi abuela recuerda en sus escritos como “un jardín espiritual en capullo que se abre como una rosa en el corazón de la tiranía”.
La biblioteca de Giovana era un canto a la libertad. Es un inmenso placer haberla heredado. Libros plagados de anotaciones al margen en los cuales se comparan autores e ideologías, recortes de diarios y revistas, hojas sueltas rebalsadas de citas, cuentos sin terminar, poesías incompletas que se unen en otras hojas amarillentas erosionadas por el tiempo, extensas propuestas sobre formas de organización social, el centro que funcionaba como el corazón de la biblioteca estaba destinado a los eternos clásicos: Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Reclus, Malatesta, Goldman, Volin, Archinov, y un minúsculo cuaderno artesanal que contenía breves argumentaciones éticas como esta: “¡La violencia es detestable, despreciable, horrible! Pero más horrible es tolerar con resignación la violencia desde arriba, la violencia del Poder, del Estado, y demonizar la violencia desde abajo, ya que ésta es un acto de autodefensa y el sentimiento de indignación del oprimido para dejar de serlo”.
Entonces, sí. Ahí se forjó el nuevo mito, el solidario; ahí se construyó el nuevo condenado social, el asesino. La Ley, Falcón; La Bomba, Simón; terrorista, bondadoso, criminal, fraterno, ruso, antiargentino, La Protesta, La Antorcha, La Prensa, Caras y Caretas, Crítica, pena de muerte, Siberia argentina, mártir, ácrata, libertad.
Recorro nuevamente la ex cárcel de Ushuaia (ahora museo) en la que estuviste condenado a prisión por 21 años y a ser sometido a pan y agua durante veinte días cada año al cumplirse los aniversarios del ajusticiamiento; veo enmarcada en una de las celdas esa carta del 97 que le escribí al compañero de ideas de mi abuela, ese pequeño trozo de papel que intenta homenajear tu convicción y tu solidaridad, esa carta anónima, que desde hoy, queridas lectores de inquietudes fraternas y solidarias, deja de serla:
Simón Radowitzky, yo te recuerdo
Hace más de sesenta y seis años que te fuiste de Ushuaia,
hace cincuenta que cerraron este tétrico presidio,
al mirarlo de lejos tuve miedo de que me tragara,
me animé, y ya adentró, me produjo repugnancia, odio y asco.
Un lugar donde deshumanizaban personas, hoy museo para turistas,
lo rompería a martillazos hasta su primera piedra de 1902.
Pero imaginando tu personalidad, te imagino sonriente,
sé que estarías contento de ver un museo, en lugar de aquél infierno.
¡¿Será como ver igualdad y solidaridad en un mundo sumiso y racista?!
Bueno…yo por lo menos vi la primera utopía, ojalá alguien vea la segunda.
Sé que vos no mataste por gusto, sino que respondiste a una agresión.
Algunos te creen terrorista; unos acostumbrados a la sumisión,
otros agazapados al Poder, temen que caiga la estructura que los sostiene.
Casi nadie te recuerda, pero esos pequeños grupos de “casi”,
que saben vivir sin autoridad, no olvidarán jamás,
a aquel obrero que en 1909 hizo temblar al orden establecido.
Un anarquista, 1997.
* Por Germán Ezequiel Buyatti para La tinta. Nota: trabajo realizado para el Seminario de escritura creativa de no ficción. Facultad de Filosofía y Letras (UBA).