Orwell y Cataluña
George Orwell combatió al fascismo en Cataluña. Socialista ético y sentimental, fue un crítico del nacionalismo de todo pelaje. Hoy la izquierda debería releerlo a la luz de sus apoyos inconsistentes a un proceso de independencia liderado por una derecha insolidaria y corrupta.
Por Mariano Schuster para Panamá Revista
«El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño»
George Orwell. Notas sobre el nacionalismo.
George Orwell era demócrata, republicano y rojo. Y era, además y sobre todo, un periodista digno. En los tiempos oscuros de los “Heil Hitler” y los “Viva Stalin”, se atrevió a decir las cosas con claridad. Defendió la democracia, defendió a los trabajadores, y defendió la ética. Con su saco jaspeado y su corbata arrugada, hizo de la verdad su propia bandera.
A Bertrand Russell le gustaba decir que aquel muchacho había llegado al mundo para “reestablecer lo obvio”. Era cierto. Lo obvio era, sencillamente, aspirar a una democracia robusta, a una justicia independiente, a una economía que favoreciera a los más débiles, y a una sociedad sin hombres y mujeres utilizados como excusas para saciar las apetencias de dictadores y políticos ambiciosos. Con claroscuros y contradicciones, George Orwell fue fiel a esas ideas hasta el fin de sus días. A diferencia de una parte de la izquierda, creía que los hechos eran sagrados. Tergiversarlos había sido siempre la estrategia de las derechas para hacerse con el poder.
Su compromiso político fue explícito. En Inglaterra se afilió al Partido Laborista Independiente porque, como el mismo afirmó, era “el único partido británico, o al menos el único lo bastante grande como para entrar a considerarlo, que aspira a algo que yo considero como socialismo”. Sus novelas y sus relatos (entre las que se destacaron 1984, Rebelión en la granja y la algo olvidada pero no por ello menos imponente El camino a Wigan Pier) se lanzaron en un combate contra el poder absoluto y la perversión de la justicia. Como los mejores de su tradición, Orwell no hizo silencio frente a las atrocidades de la derecha. Pero tampoco se tapó la boca cuando el mal era cultivado por la izquierda de la que se sentía parte.
Como otros, Orwell buscó durante toda su vida ese suceso en el que sus palabras cobrasen un sentido particular. Anhelaba el “momento definitivo”, ese campo de batalla en el que las fuerzas del mal y las del bien –en última instancia el socialismo es también judeocristiano— estuvieran claramente definidas. Lo encontró en España en 1936. Allí, los fascistas amenazaban a una República en la que socialistas, comunistas, liberales y trotskistas convivían mal en su intento de dar un nuevo impulso a la justicia. Orwell decidió luchar.
Cuando Henry Miller le preguntó, en la navidad de 1935, porqué estaba convencido de ir al frente de batalla– algo que al escritor norteamericano le parecía absurdo – Orwell contestó: “Voy a ir a matar fascistas porque alguien tiene que hacerlo”. Eran palabras contundentes. No iba a arrepentirse de ellas.
El 25 de diciembre de 1936 llegó a Barcelona con un pequeño bolso, un par de cuadernos y una pluma. Al día siguiente, se alistó en las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Lo hizo sin ser trotskista. En el fondo, él pertenecía a esa tradición para la cual el socialismo prolongaba una larga historia de personas comprometidas con una causa que trasvasaba fronteras partidarias y nacionales. Era un socialista ético y democrático. Y un socialista ético no podía estar sino con los mejores del bando que finalmente sería el perdedor.
Fue allí, en Cataluña, donde Orwell vio lo mejor y lo peor de sus “compañeros de ruta”. Un Partido Comunista que entregaba anarquistas y trotskistas, unos anarquistas que despreciaban el acuerdo, y unos socialistas temerosos y dubitativos. Y, sin embargo, fue también allí donde se convenció de que la causa de la verdad tenía un sentido. Herido de bala, pudo morir en la misma Barcelona. Sobrevivió acaso para contar por qué el fascismo había triunfado. Sobrevivió para narrar cómo habían sido sepultadas las esperanzas de una generación de luchadores. Lo hizo en Homenaje a Cataluña un libro que es, todavía hoy, expresión del mejor periodismo y de la buena prosa.
Las primeras palabras de ese libro dan una muestra del personaje. Hablan de su estatura moral y de su fortaleza humana. Allí dice: “En el cuartel Lenin de Barcelona, un día antes de alistarme en la milicia, vi a un miliciano italiano delante de la mesa de los oficiales. Era un joven rudo de unos veinticinco o veintiséis años, ancho de hombros y de cabello entre rubio y pelirrojo. Llevaba la gorra de cuero calada con decisión sobre un ojo. Estaba de perfil, con la barbilla apretada contra el pecho y estudiaba con el ceño fruncido un mapa que uno de los oficiales había desplegado sobre la mesa. Algo en su rostro me conmovió profundamente. Era la cara de un hombre capaz de asesinar y sacrificar su vida por un amigo; la cara que uno esperaría ver en un anarquista, aunque lo más probable es que fuese comunista. Había en ella franqueza y ferocidad, y también la enternecedora reverencia que sienten los analfabetos por aquellos a quienes creen superiores. Era evidente que eso para él no tenía ni pies ni cabeza y que leer un mapa le parecía una enorme proeza intelectual. No sé por qué, pero pocas veces he conocido a nadie –a ningún hombre, quiero decir– que me haya inspirado tanta simpatía.”
Durante toda su vida, Orwell siguió enfrentando dictaduras y nacionalismos. No negaba las naciones, pero consideraba a los hombres y a las mujeres por encima de ellas. Frente a quienes aseguraban que había un “nacionalismo del poder” y otro “de los trabajadores y los desfavorecidos”, Orwell solo veía lo mismo: un engaño. Así lo dejó escrito en 1945: “Es importante no confundir el nacionalismo con el culto al éxito. El nacionalista no sigue el elemental principio de aliarse con el más fuerte. Por el contrario, una vez elegido el bando, se autoconvence de que este es el más fuerte, y es capacidad de aferrarse a esa creencia incluso cuando los hechos lo contradigan abrumadoramente. El nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la falsedad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo cierto.”
Orwell distinguía, sin embargo, el nacionalismo del patriotismo. Porque él se sentía un patriota. Había una parte de Inglaterra que le era suya: la de sus calles cosmopolitas, sus plazas y sus parques, la de sus trabajadores y sus intelectuales.
“El nacionalismo no debe ser confundido con el patriotismo.” – decía. “Encierran dos ideas distintas y hasta opuestas. Por patriotismo me refiero a la devoción a un lugar en particular y a un particular estilo de vida, los cuales uno cree que son los mejores del mundo pero sin tener la menor intención de forzarlo a los demás. El patriotismo es por naturaleza defensivo, tanto militarmente como cultural¬mente. El nacionalismo, por otro lado, es inseparable del deseo de poder. El propósito perdurable de todo nacionalista es el de asegurar más poder y prestigio, no para sí mismo sino para la nación u otra unidad a la cual ha decidido someter su propia individualidad. Un nacionalista es alguien que piensa solamente, o principalmente, en términos de prestigio competitivo.”
Había combatido en España contra eso. Se había enfrentado a los que hacían gala del imponente valor de la nación. Es decir, a los que solo tenían “sed de poder mitigada con autoengaño”. Para Orwell, la izquierda podía ser patriótica. No nacionalista.
En la Cataluña en la que lo aprendió, la derecha avanza hoy con una independencia ilegal fundamentada en un nacionalismo vergonzante e insolidario. Ninguno de los partidos con los que Orwell luchó en la Guerra Civil acompañan el delirio. Ni los comunistas ni los socialistas. El POUM ya no existe. La CNT está liquidada. La izquierda ha sido sustituida por unos particulares “anticapitalistas” de las CUP y unos extraños dirigentes de Podemos, que asocian el “régimen de 1978” simplemente al “postfranquismo”. Los lazos históricos de la tradición de izquierda están rotos.
Hoy, la única organización histórica que está entregada al desastre nacionalista es Esquerra Republicana de Cataluña. Pero ya no representa fielmente su pluralismo ni la tradición de sus mejores hombres y mujeres. El desprecio y la antipatía por el gobierno de España –que también se embandera en otro nacionalismo– no puede negar la realidad de un nacionalismo de derechas que no quiere compartir lo que tiene.
No puede tapar la ilegalidad de un referéndum sin garantías y una declaración de independencia fraudulenta y antidemocrática. Quienes aseguran que esta es una rebelión contra el “franquismo español”, lo tergiversan todo. Durante el franquismo estaba prohibido hablar en catalán y ahora no. Durante el franquismo no había autonomía y ahora sí. Durante el franquismo no existían ni competencias propias ni cesión de impuestos. Durante el franquismo se aplicaba el “garrote vil”, un método de tortura y muerte. El discurso nacionalista, en su puerilidad, exalta al franquismo y rebaja a la democracia. El discurso nacionalista es de derecha.
El enfrentamiento de la derecha catalana con la derecha española no es motivo para elegir a la que nos caiga más en gracia. Es motivo para escuchar otras voces: las que prefieren una España concebida como nación de naciones, respetuosa de los sentimientos de cada uno. Una España en la que cada cual pueda vivir con libertad y dignidad.
Los ladrones de la derecha catalana que lideran el proceso de independencia son fieles a su historia: le robaron a los ciudadanos con sus corruptelas. Ahora les arrebatan la democracia amparados en un sentimentalismo que ellos mismos se dedican a alimentar. La “izquierda catalanista” es aún peor. Oriol Junqueras, líder de Esquerra Republicana de Cataluña, asegura que los catalanes tienen un ADN más cercano al francés mientras que los españoles son “más portugueses”.
La complejidad de estos independentistas se reduce a esto: a que quieren cenar en soledad. Y quieren cenar solos porque quieren cenar más y mejor. Sin compartir su plato de comida con nadie. Es la complejidad de un discurso que dice “que los jornaleros y trabajadores andaluces se las arreglen por su cuenta”.
Con el advenimiento de la democracia en España, Josep Tarradellas, pudo volver a su país. Miembro de Esquerra Republicana de Cataluña -había sido Consejero de Gobernación y Sanidad en el gobierno de la II República–, era un hombre de ideas firmes y justas. Sus discrepancias con el nacionalismo independentista de algunos miembros de su partido, le valieron debates y hasta su propia expulsión. Pero siempre volvía. Tarradellas lideró el gobierno de la Generalitat de Cataluña en el exilio entre 1954 y 1977. Cuando pisó por primera vez la plaza de Sant Jaume dijo: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!”. La multitud de hombres y mujeres que lo vivaron, lo recibieron como su President. Oriol Junqueras, que usa el nombre del partido de Tarradellas, quita todo lo democrático y progresista que alguna vez tuvo la Esquerra Republicana.
Tarradellas murió acusando a Jordi Pujol –ladrón y president de la Generalitat de Cataluña por el partido que hoy maneja Carles Puigdemont– de dividir a la sociedad catalana.
“Es desolador que hoy la megalomanía y la ambición personal de algunos, nos hayan conducido al estado lamentable en que nos encontramos (…) ¿Cómo es posible que Cataluña haya caído nuevamente para hundirse poco a poco en una situación dolorosa, como la que está empezando a producirse?”– decía. “Están utilizando un truco muy conocido y muy desacreditado, es decir, el de convertirse en el perseguido, en la víctima; y así hemos podido leer en ciertas declaraciones que España nos persigue, que nos boicotea, que nos recorta en Estatuto, que nos desprecia, que se deja llevar por antipatías hacia nosotros. (…) Es decir, según ellos se hace una política contra Cataluña, olvidando que fueron ellos los que para ocultar su incapacidad política y la falta de ambición por hacer las cosas bien (…) empezaron una acción que solamente nos podía llevar a la situación en que ahora nos hallamos.”- remataba.
Lo decía un catalán. Lo decía un hombre de izquierdas. Y lo decía un demócrata. Un antifranquista de verdad.
Mucho más a su izquierda, Salvador Seguí, líder de la anarquista CNT –a quien ahora los de las CUP quieren revestir de nacionalista– había dicho en 1919: “En Cataluña existe otro problema que el nuestro, y este he dicho ya anteriormente, no es el problema de Cataluña sino que también es de España y es universal. En Cataluña no hay problema catalán, porque allí solamente siente ese problema la burguesía organizada, que está bajo los auspicios de la Liga regionalista”. Seguí, lo decía alto y claro: “En Cataluña no hay otro problema que el del proletariado”.
Ahora, mientras algunas izquierdas hacen gala de su apoyo al nacionalismo independentista, Rajoy gobierna en España. Como siempre, creerá resolver el problema. Y lo hará peor. Crecerá también el nacionalismo españolista, excluyente, soberbio, y tardofranquista. Los dos nacionalismos se alimentan en su simetría de estupidez y patetismo.
En la incapacidad y la confusión de quienes creen que apoyar a uno de los malos es mejor que apoyar al otro, muere Orwell. Y muere lo mejor de la tradición de izquierdas. Desconfiemos de los rojos que hablan de la nación más que de la clase, la ciudadanía, y la democracia. Desconfiemos de los que sostienen cualquier causa para enfrentar a “enemigos mayores”. Desconfiemos de los que, con superioridad moral, apoyan a inmorales. Quieren hacernos elegir entre el mal y el mal. Como los nacionalistas, se autoengañan. La historia les reserva honor a los antifascistas verdaderos. Ninguno a los selectivos.
*Por Mariano Schuster para Panamá Revista.