«El Campo» que sangra, legitimado en el Estado
Por Leonardo Rossi para La tinta
La asunción del Miguel Etchevehere, presidente de la Sociedad Rural Argentina (S.R.A.), al frente del Ministerio de Agroindustria dispara varios análisis tanto a nivel político como económico y cultural. Más allá de la simplificación tentadora de pensar que gobierna la oligarquía igual que durante el roquismo, o que ese sector encabeza el plan económico tal como ocurriera con el Ministerio de Hacienda de Martínez de Hoz durante la Dictadura, hay puntos históricos insoslayables a la hora de caracterizar la llegada de este representante de la S.R.A. a la cartera que debiera fijar las políticas para el sector agrícola y ganadero.
Al menos aquí, como hipótesis, planteamos que se logra instalar un imaginario hacia adentro y hacia afuera de las corporaciones rurales de que «El Campo» tiene finalmente el lugar que se merece, sin negar que lo tuviera con Ricardo Buryaile (CRA). Aunque habrá que ver si Etchevehere representa con sus políticas cabalmente, a la institución de la que surgió o realiza un juego más personal. Amén de que la S.R.A. está lejos de tener el protagonismo que supo ostentar años ha, en un contexto actual de agronegocios y la biotecnología, no es menos cierto que conserva una potente voz dentro de la opinión pública, tanto para sus adherentes como para los detractores como representante genuino de «El Campo».
En paralelo, y aunque sería duramente criticado, no se generaría el mismo revuelo en amplios sectores militantes del campo popular de las izquierdas si el nuevo ministro fuera un miembro del directorio de AAPRESID o AACREA, representantes más cabales del agro actual típicamente neoliberal. Esa carta de autoridad simbólica de la S.R.A., tiene tanto o más peso para propios y ajenos a partir del nombramiento de Etchevehere que las políticas en sí. Lo que resurge es un simbólico aval a una matriz absolutamente violenta en el mundo rural, celebrada en un lado del alambre y resistida con profundos dolores en los márgenes del mundo agrario.
«El Campo» argentino parido con violencia
A través de Indios, Ejército y Fronteras, David Viñas nos acerca a las denominadas «Campañas del Desierto» (Patagonia y Chaco) mediante las cuales se incorporan tierras al entramado capitalista a través del genocidio de comunidades indígenas, a favor de un reducido grupo de hacendados. Viñas nos permite entender lo que “la Argentina Oficial” escondió a través de sus aparatos ideológicos, acerca de la constitución del Estado nacional.
Es 1879 el año que sella “la matriz y la institucionalización de la república conservadora”, donde se asienta este conjunto social dirigente, con origen en la alianza entre oligarquía y Ejército, que “se ha distinguido por su peculiar capacidad silenciadora para negar la violencia que subyace a la instauración del estado liberal, y por su ejercicio de la censura ante los problemas vinculados a sus propios orígenes”.
Ya entonces esa elite “apuntaba a un salto cualitativo mediante la catalización de una serie de constantes previas: la consolidación indiscriminada de un poder central, la definitiva actualización de un circuito inaugurado en torno a esa unidad productiva representada en la estancia desde fines del siglo XVIII, la integración de una comunidad y su espacio evaluado como un mercado único y homogéneo, y su inserción definitiva en el proyecto mundial capitalista”.
Esa base material, el proyecto de Argentina inserta en el comercio internacional en clave de abastecedor de productos primarios del agro, tuvo su contraparte ideológica, cultural. Nos agrega Osvaldo Bayer en Historia de la crueldad argentina –donde se menciona un piso de 14 mil crímenes como parte de la campaña militar- que la Comisión Científica que acompañó la empresa genocida brinda elementos discursivos que avalan ese acto constituyente de la matriz agraria nacional. A un proceso de concentración de la tierra que ya tenía antecedentes en el proyecto de Enfiteusis de Rivadavia, se suma la Ley de Colonización, mediante la cual la Generación del 80′, entrega a 88 personas cinco millones de hectáreas. Agrega Bayer que 24 familias ‘patricias’ recibieron parcelas que iban de las 200 mil hectáreas de los Luro a las 2.500.000 de los Martínez de Hoz, fundadores de la Sociedad Rural Argentina.
Hacia la década del veinte, concluida la formación de la propiedad rural, cincuenta familias eran propietarias de más de cuatro millones de hectáreas en la provincia de Buenos Aires. Como señala sin ambages Viñas, “allí residen los orígenes de la Argentina contemporánea”.
En Historia de la Crueldad Argentina, Valeria Mapelman y Marcelo Musante coinciden en que no es posible desligar esa historia fundacional del presente de la ruralidad argentina. La exclusión de comunidades indígenas y campesinas “tiene como hitos fundacionales las campañas militares, las políticas de sometimiento y su incorporación al modo de producción capitalista”.
Plantean lxs autorxs: “No deben pensarse sólo en términos de un genocidio originario y constituyente, ni como caso individuales y aislados donde las fuerzas armadas se ‘extralimitaron’, sino como un proceso histórico cuyas prácticas sociales genocidas se siguen reproduciendo en el presente a través de un sistema hegemónico de negación, invisibilización y explotación”.
Los puntos de contacto con las sistemáticas represiones a comunidades mapuche en la Patagonia en el último tiempo, arengadas entre otros actores por la Sociedad Rural, son la evidencia nítida del planteo de los autores. Con la excusa de supuestos ataques realizados por la Resistencia Ancestral Mapuche, de la que hasta ahora sólo hay una construcción mediática, la S.R.A. dijo en un comunicado a días de la desaparición de Santiago Maldonado que “es importante que se esté actuando” frente al daño causado entre otras cuestiones por “la usurpación y el daño a la propiedad privada”, que sería causado por colectivos mapuches que realizan un proceso de restitución territorial de esa usurpación originaria de la que La Rural, como señalamos, ha sido protagonista destacado.
Lo que se disputa en la Patagonia en la reversión o no de procesos históricos, que no han sido otra cosa que la incorporación de tierras a la lógica del capital, con su respectiva violencia sobre las poblaciones nativas, la supresión de prácticas de producción y consumo indígenas, la negación del acceso a bienes comunales.
«El Campo» de nuestros días
Estos elementos teóricos y datos históricos nos permiten también comenzar a desentramar las simplificaciones en torno a la etiqueta de «El Campo» con un sentido uniforme, libre de conflictividad interna, como lo proclaman sectores hegemónicos de nuestro país encontrando eco en discursos de medios masivos de comunicación y autoridades nacionales. La S.R.A. es parte central de esta historia de largo alcance con secuelas que llegan a nuestros días.
Dice esta institución fundada en 1866 que nació en la búsqueda de “organizar entidades que tratasen la problemática del campo”. Y agrega que “sus objetivos no expresaban solamente la defensa de sus propios intereses. Muy por el contrario, eran la manifestación de las imperiosas necesidades nacionales”. Esta auto-postulación como vanguardia defensora de «El Campo», ha tenido en tiempos recientes puntos salientes. El conflicto en torno a la aplicación de retenciones móviles a la exportación de soja ocurrido en 2008 exhibió un alto grado de reconocimiento a esos postulados. Basta recorrer los titulares de dos de los principales diarios nacionales en ese año para encontrar un vínculo directo entre los reclamos corporativos de la Sociedad Rural y sus aliados de la Mesa de Enlace, y el diverso conjunto de actores que componen el mundo rural. “El campo arranca un paro de 2 días contra el aumento de las retenciones”, decía Clarín el 13 de marzo; “El campo se juega a fondo”, titulaba La Nación el 10 de julio en plena disputa entre el entonces Gobierno nacional de Cristina Fernández y las patronales rurales. Esta línea editorial se replicaba diariamente en espacios televisivos y radiales.
Más acá en el tiempo, en 2015, como presidente de la Sociedad Rural, Luis Etchevehere, encabezó un ciclo de protestas y reclamos públicos bajo el lema «No maten al campo», exigiendo al gobierno que asumiera luego del 10 de diciembre políticas favorables a su sector, por ejemplo, quita de retenciones a los cereales y oleaginosas. Otra vez, el interés sectorial escondido bajo un discurso de ruralidad homogénea, libre de antagonismo. Es la entidad partícipe de ese genocidio constituyente del Estado la que hoy habla en nombre de un supuesto ‘campo’ amenazado de muerte. Son medios de comunicación masivos, como Clarín y La Nación los que replican el discurso; le dan sentido común en términos gramscianos.
En este recorrido, en el 150° aniversario de la Sociedad Rural el presidente Mauricio Macri hizo propio este discurso, lo legitimó desde la investidura máxima del país con amplia repercusión mediática. “El campo es mucho más que lo que puede producir, es más que los impuestos que puede pagar, es nuestra historia y emblema”, dijo el mandatario frente a los representantes de esta corporación. Ante estos interlocutores, agregó que “el campo es el motor del país” desde donde apalancar recursos para satisfacer la cobertura de necesidades básicas de las mayorías. El presidente tiende lazos a través del discurso entre sectores concentrados de la economía e históricamente conservadores, y los sectores populares. Decía José María Aricó un par de décadas atrás, que la «nueva derecha», tiene como objeto “promover un renacimiento cultural que rompa el enclaustramiento en el que por tanto tiempo se mantuvo el pensamiento conservador y esté en condiciones de confrontarse con las ideologías igualitarias (…)”. Nos hablaba de la “refundación de una concepción del mundo renovada en sus dimensiones tradicionales y en condiciones de experimentar un proyecto de hegemonía cultural y social antes que política”.
Retomando a Marco Revelli, decía Aricó que esta derecha es “hegemónica” porque “persigue, gramscianamente, la conquista de la hegemonía en la sociedad civil apropiándose a fondo de las problemáticas de la crisis y postulándose para representar culturalmente a esa oscura y lacerada maraña de actitudes, comportamientos, estados de ánimo y emociones que los trastornos y desgarramientos, inducidos por la crisis van haciendo fermentar en el interior de la conciencia y del ‘imaginario colectivo’ contemporáneo”.
Es ese discurso del mandatario el que oculta la historia y el presente del mundo agrario argentino. Macri aplica políticas alineadas con las exigencias de La Rural, como la reducción de las retenciones a las exportaciones de granos. Como contracara, el gobierno nacional despidió 600 trabajadores del Registro Nacional de Trabajadores Rurales (Renatea), a cargo de fiscalizar el trabajo informal en la actividad agrícola-ganadera. En esa sintonía se dejó sin trabajo a más de 250 empleados de la hoy desfinanciada sub-secretaría de Agricultura Familiar, organismo dedicado a potenciar en el territorio las pequeñas unidades productivas. La persecución abierta a comunidades que disputan el territorio de grandes estancieros en la Patagonia refuerza el sentido de las políticas.
El dolor de los que son Tierra
Son muchos los datos que demuestran que «El Campo» como tal no existe y no existió desde el día cero. Según los últimos números fiables, el 2 por ciento de las empresas agropecuarias controlaba el 50 por ciento de la tierra en el país. La expansión del actual modelo de «agronegocios» con la siembra de soja a la cabeza (más de 20 millones de hectáreas), tiene como correlato una alta conflictividad por la posesión de la tierra.
Según datos de Agricultura Familiar existen nueve millones de hectáreas en conflicto por este modelo, y las víctimas son más de 60 mil familias campesinas e indígenas en riesgo de perder su territorio. Otra vez, no hay campo monolítico, uniforme, y representable por la S.R.A., que como toda patronal representa intereses bien definidos, pero en este caso con hitos históricos (Campaña del Desierto/Dictadura Cívico Militar, entre otros) que agravan su estatura ética para hacerse con la voz de mando de ese sector. Es ese dolor colectivo de tantas y tantos violentados física y moralmente por este sector que rebrota al observar al mando del Ministerio de Agroindustria a Etchevehere, que definitivamente se convierte en La Voz de El Campo, legitimada en toda su dimensión.
Desandar esta historia implica no sólo comprender las significaciones de ciertos términos en su alcance inmediato, sino rastrear la génesis política de esa definición. Cuando se nos habla de «El Campo» ¿Qué se nos dice? ¿Qué se nos oculta? ¿A quién se representa? ¿A quién niega?
Bajo la presunta impoluta idea de «El Campo» se esconde una historia que incluye términos como genocidios y saqueos, y un presente de desigualdad y despojo. Una historia de violencia contra los sectores populares premiada con un ministerio; un presente que ya exhibía con claridad políticas agresivas contra las masas campesinas, indígenas y de la agricultura familiar y que es rematado con la utilización de un símbolo histórico de la opresión agraria como es la S.R.A. (encarnado en su último presidente) como sello de estos tiempos.
Continuarán las resistencias, las construcciones y la disputa por el sentido común, que como se observa se torna vital si de deconstruir modelos económicos se trata. Como supo decir el Movimiento Nacional Campesino Indígena, «no somos El Campo, somos Tierra para alimentar a los pueblos». Una frase, una concepción del mundo, un piso para abrir lenguajes otros, que son nada menos que otras formas de hacer caminos de vida frente a la institucionalización de una pesada historia de muerte.
*Por Leonardo Rossi para La tinta.