Souvenir de violencia

Souvenir de violencia
6 septiembre, 2017 por Redacción La tinta

A partir de fotografías de linchamientos en Estados Unidos que en 1900 se vendían como postales, y las que salieron a la luz en 2003, que mostraban a militares torturando prisioneros en Irak, la ensayista Marina Azahua reflexiona sobre el acto de producir imágenes de esas acciones.

Por Redacción La Tinta

Es mayo de 1911, y este puente de Oklahoma por unas horas dejó de ser un lugar de tránsito para transformarse en un escenario del espectáculo más dantesco y miserable del ser humano. Un grupo de personas acaban de linchar y asesinar a una madre y a su hijo y colgaron sus cuerpos desde las barandas como si fuesen trofeos. Ella es Laura Nelson y él su hijo mayor Lawrence.

A toda la muchedumbre se la ve con un aire de triunfo que le moldea la pose, todos miran hacia la cámara de George Henry Farnum, el fotógrafo que se encuentra rió arriba en un bote, esperando la escena con tanta morbosidad como la turba que se encuentra en el puente.

En el texto de Marina Azahua, se cuenta que aparentemente Lawrence habría matado al ayudante del sheriff, cuando éste discutía con su papá que trataba de acusarlo de un supuesto robo de ganado. El niño percibió que el policía sacaba su arma para dispararle a su padre y “prefirió ser el primero en disparar en un mundo donde un negro no puede jamás dispararle a un blanco sin sufrir las consecuencias”.

Durante mucho tiempo en el sur de los EEUU, los blancos que estaban de paseo podían participar de estos linchamientos, hasta podían sacarse una foto para luego mandársela a sus parientes. Estas imágenes luego eran vendidas como postales en los negocios de Okemah.


Sobre esto Azahua afirma que “es crucial descartar la posibilidad de que las fotografías de linchamientos hayan sido creadas con espíritu de denuncia, pues ni siquiera fueron producidas con intención comunicativa en el sentido periodístico; fueron creadas como trofeos, recordatorios de la superioridad de la masa”.


En ese texto la autora también cita a James Allen, un coleccionista y estudioso de las postales de linchamientos, que reflexiona que el fotógrafo era más un espectador perceptivo. La fotografía tenía un papel fundamental en el ritual porque extendía la lujuria de los ejecutores, que aun en la muerte seguían hostigando a las víctimas.

Pero a veces, no solo se conformaban con la postal, también podían llevarse un trozo de soga, de cadena o un mechón de cabello de la víctima. Azahua dice que esta actitud muestra cómo los linchadores no solo se consideraban dueños de la vida de una persona, sino que también se apropiaban de su cuerpo, considerándolo un objeto del que podían disponer.

Como ejemplo, la autora cita el texto escrito en la parte de atrás de una de las postales: “Bueno, John, este es un regalito de un gran día que tuvimos en Dallas, marzo 3, un negro fue colgado por atacar a una niña de tres años. Vi esto al mediodía. Yo estaba muy dentro del grupo. Puedes ver al negro colgado del poste de teléfonos”.

100 años

Casi un siglo después, en 2003, pero esta vez en Irak y más específicamente en la cárcel de Abu Ghraib, el soldado estadounidense Joe Darby quería enviarle fotografías a su familia para que supieran que se encontraba bien. Decidió acudir a su compañero Charles Graner que era fotógrafo amateur, quien con mucha amabilidad le paso un cd con imágenes.

Al abrir los archivos Darby se dio con que había fotografías de calles, mercados, escenas urbanas, militares posando pero que también habían otras que no esperaba encontrarse. Alrededor de 200 imágenes en la que se veían a prisioneros de guerra torturados, desnudos, humillados por muchos de sus compañeros.

El soldado entro en conflicto y estuvo dos semanas pensando qué debía hacer con ese material, muchos de los que aparecían allí eran conocidos suyo. Pero al final decidió enviársela a las autoridades, quienes iniciaron una investigación. El tema no tardó en llegar a los medios y estallar en un escándalo.


En cuanto a estas imágenes Azahua dice que “en más de un aspecto, las fotografías de Abu Ghraib fueron producidas para desempeñar la misma función que las tomadas en los linchamientos: dejar testimonio de la apropiación y destrucción del enemigo y, por ende, de la superioridad del perpetrador, quien podría volver a casa con un souvenir”.


 Otro paralelismo que la autora traza entre las imágenes de los linchamientos en el sur de EEUU y las de Irak, es que los perpetradores no tenían la necesidad de cubrir sus rostros, al tener el control y el poder no tenían el impulso de esconderse. Al contrario los soldados se muestran con gesto de orgullo, sonrientes, como si participar en ese hecho fuera digna de registro.

Lo que en el texto se destaca como diferencia, es que las personas retratadas en la prisión de Irak sabían que estaban siendo registradas, escucharon el sonido del obturador y pudieron percibir la luz del flash. “No solo los torturaron; parte y prolongación de la tortura fue el hecho de registrarla, que los retratados supieran que existiría a partir de ese momento evidencia de su humillación”, sentencia Azahua.

Un rasgo esencial de estas fotografías es que hayan sido producidas por el mismo agente que ejerce la violencia y que tenían el objetivo principal de circular y ser consumidas posteriormente, por este mismo ejecutor. Sobre este acto en el texto se dice que “fungen como souvenir de la degradación del otro a manos de quien registra y posteriormente observará su poder sobre los demás”.

Esa circulación que tiene estas imágenes se encuentra sujeta al gesto de intercambio que extiende el consumo de la imagen como un souvenir. Porque no solo es el hecho del uso que se le da, sino que también la forma en que se obtiene estas imágenes, que estaban hechas para un grupo de pertenencia.

Pues es en ellos que funcionarán de forma diferente, porque para el resto estas fotografías serán silenciosas, no estará el sonido de la violencia que retratan. Solo podemos ver pero no escucharemos los gritos, los ruidos de los golpes, los olores del miedo, todo eso se quedó con la obturación.

En el cierre Azahua reflexiona “el sonido del caos, de la catástrofe, que sólo podrá volver a escuchar el perpetrador en el fondo de su memoria al volver a observar la fotografía que es su trofeo. Es entonces cuando la imagen se convierte en una máquina de tiempo que lo lleva de vuelta a ese instante en el que él tenía el control sobre la carne y la vida del otro. La fotografía como souvenir de violencia es un fetiche del retorno«.

*Por Redacción La Tinta

**Fuente: «Soriéndole a la cámara» por Marina Azahua para Revista Anfibia 

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