¿Qué tienen que ver el conflicto catalán y las elecciones en Alemania?
Por Víctor Prieto Rodríguez para El Salto
Dada la vertiginosa aceleración de la historia en los últimos años, plantear aquí una genealogía de la crisis europea requeriría de un esfuerzo ímprobo –en el doble sentido de agotador e ingrato-, si no fuera porque la forma actual de la crisis europea es esa misma vorágine de acontecimientos políticos que se multiplican a nuestro alrededor. Me explico.
Al inicio de la crisis, el colapso económico produjo la interrupción de la lógica de funcionamiento que había reinado en Europa, al menos, desde los años noventa, esto es, desde el Tratado de Maastricht y la aplicación de los criterios de convergencia para la puesta en marcha de una moneda única. A la Europa de la ciudadanía -principal instrumento de legitimación discursiva-, la última década del siglo XX pudo añadirle el músculo neoliberal, que acentuó la profunda división nacional del trabajo (y del paro) y que trajo una artificial homologación de los estándares de vida gracias a la homogenización de los hábitos de consumo (gracias, a su vez, a la facilidad de acceso al crédito).
La explosión de la burbuja inmobiliaria en 2008 marca un punto de inflexión en esta dinámica. El “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” pone nombre a un cortocircuito sistémico que permite desvincular el modelo económico de la Unión Europea del modelo político y, por supuesto, del modelo social, quedando estos dos últimos, dada la excepcionalidad del momento, férreamente supeditados al primero. Sarkozy llegará a hablar de “la necesidad de refundar el capitalismo”.
Esta bifurcación de la economía, la política y la sociedad supuso la aceptación del divorcio definitivo del binomio democracia liberal/capitalismo, lo que propició una respuesta bastante unánime -puede que también bastante instintiva- en las sociedades de la periferia europea, afectadas por el crecimiento del desempleo y el sobreendeudamiento privado. Pese a la incontestabilidad del poder europeo a lo largo de décadas, o puede que por ello mismo, la reacción de las sociedades del sur fue recibida con desconcierto en las instituciones comunitarias, que no tuvieron otra respuesta que dejar el trabajo sucio a los gobiernos nacionales. Además, la aplicación rigurosa de las políticas de austeridad en todos los países de la Unión fue acompañada de un discurso ideológico que azuzaba al “laborioso norte” contra los “vagos sureños”. Esta combinación une fraternalmente a las dos fuerzas sobre las que se asienta actualmente el recompuesto poder europeo: neoliberalismo y nacionalismo.
En el traslado de la responsabilidad -del lugar donde se toman realmente las decisiones al lugar donde se aplican-, la Unión Europea pudo protegerse de un contradiscurso en crecimiento que había ampliado su campo semántico a través del establecimiento de relaciones metonímicas entre la misma Unión, la Troika, el BCE o Alemania. Pero en ese mismo desplazamiento del foco fueron los Estados del sur los que entraron rápidamente en apuros. Desde entonces, cada uno de los países que conforman la Unión Europea ha sufrido su crisis política correspondiente, como un ejercicio de traducción de la quiebra del modelo sistémico a la lengua nacional. No es de extrañar que en aquellos países que manejan varias lenguas la violencia de la traducción haya multiplicado las vías de agua. En este sentido, el conflicto catalán clama sobre el estado de la UE.
La complementariedad entre el neoliberalismo de las instituciones comunitarias y el nacionalismo es determinante en la política alemana. Para empezar, habría que decir que las palabras “Alemania” y “Europa” funcionan de manera reversible en la política germana, otorgándole a Merkel la posibilidad de situar los límites de lo aceptable en lo que económicamente beneficia a Europa (o sea, a Alemania), y lo que Alemania (o sea, Europa) no está dispuesta a consentir políticamente.
El auge del nacionalismo alemán es un operador político de primer orden, al que el gobierno de la Große Koalition ha sabido sacar un partido inmejorable. Sirvió para cerrar filas en torno a Merkel en el momento en el que la crisis de la UE era trasladada a las periferias, y sirve ahora para construir el antagonismo determinante de la política interna entre una derecha de orden (la CDU y su apéndice, el SPD) y una derecha de desorden (la ultraderecha de Alternativa por Alemania). Lo cierto es que se trata de un antagonismo impostado –ya que la AfD no podría ganar jamás-, pero que devuelve a Merkel a la centralidad del tablero, permitiéndole aparecer como la benefactora de los refugiados sirios. ¡Justo a ella, que dicta el rumbo de la Unión Europea fortaleza!
Esta reversibilidad de los conceptos “Alemania” y “Europa” en la política germana es el mecanismo que ha permitido pasar del nacionalismo alemán (y, activados por él, del nacionalismo francés, italiano, polaco, griego, etc.) al repliegue identitario de toda Europa en torno a un determinado concepto, más o menos vacío, de civilización.
La “Gran Alemania” de otras épocas es hoy la “Europa de las libertades y los valores democráticos”, un dispositivo de seguridad que encuentra en el terrorismo internacional su excusa perfecta. Su razón de ser se halla, no obstante, en la respuesta dada ante la creciente desestabilización que ha conllevado el abandono definitivo del modelo de la ciudadanía y la asunción de que la correspondencia entre capitalismo y democracia es ya imposible.
En todo momento debe quedar claro que de lo que aquí se habla no es del renacer, por otras vías, del imperialismo alemán, ni nada por el estilo. Esta es una conclusión que, sin duda, dejaría muy tranquilas a las élites gobernantes del resto de países. Por el contrario, se trata de comprender que esta es la forma adoptada por el poder europeo tras el momento de crisis, la vía seguida para su recomposición. Otra historia es ya saber si no se trata más bien de una descomposición que no cesa.
*Por Víctor Prieto Rodríguez para El Salto / Foto de portada: Víctor Serri