De eso no se habla: de fundamentalistas, progresistas y regresivos
Por Ezequiel Kopel para Panamá
Luego del atentado con un camión en Barcelona, reivindicado por el Estado Islámico y que provocó la muerte de más de una decena de personas, la prensa especializada comenzó a repetir los mismos eslóganes insustanciales que se esgrimen desde que los yihadistas comenzaron su nueva ola de ataques contra Europa a principios de 2014.
Primero se sentenció que un grupo radical como el Estado Islámico se adjudica cualquier tipo de agresión acontecida en Europa. Esto es técnicamente falso: durante los mismos días del atentado en Barcelona hubo otros tres ataques -en Alemania, Finlandia y Rusia- y sólo el producido en tierra ibérica fue reivindicado por el grupo extremista.
En segundo lugar, muchos especialistas y formadores de opinión intentaron justificar el atentado presentándolo como una respuesta a la actuación de España contra el Estado Islámico en Medio Oriente, obviando que los ataques del grupo en el Viejo Continente preceden la decisión europea de participar en una coalición internacional en su contra. Pero quienes se enrolaron en esta posición omitieron aclarar que existen en el globo más países musulmanes o levantinos en el conglomerado contra el Estado Islámico que cristianos y europeos; ningún especialista “recuerda”, tampoco que Irak participa en la coalición contra los extremistas cuando algún atentado azota Bagdad.
Y tercero: se multiplicó hasta el cansancio la teoría que vincula el atentado como obra de “lobos solitarios” enrolados en una suerte de juventud nihilista que recurre al Islam como fachada para golpear en el corazón de Europa, realizando una anacronía con décadas pasadas del siglo XX, donde esos mismos atacantes podrían estar enrolados en un grupo de izquierda revolucionaria. Lo cierto es que los atacantes no fueron “lobos solitarios” (personas que deciden hacer un atentado motu proprio y sin ningún contacto con otros individuos). Fue un grupo que planeó su ataque con tiempo, bajo la conducción clave de un Imán (clérigo musulmán) y, en un principio, trató de ensamblar una bomba con los mismos explosivos (TATP) que ya se han convertido en una marca de fábrica de los atentados del Estado Islámico en Europa. Ergo, se intentó dilucidar los motivos de los radicales a los de jóvenes marginales que no tienen nada que ver con el Islam y que han usado vilmente la religión musulmana como “pantalla” para canalizar su extrema violencia.
Así, se empleó la cáscara vacía del concepto “islamización del radicalismo” como una suerte de verdad revelada, a pesar de que está en plena contraposición con las declaraciones de los propios atacantes acerca de sus motivos esgrimidos para cometer sus fechorías.
De este modo, diversos comentaristas hicieron gala de una suerte de superioridad occidental a la inversa que trata de “corregir” las motivaciones de los perpetradores con aritméticas del tipo “no lo hicieron por lo que ustedes afirman, sus motivos no son válidos para mí, yo les voy a explicar por qué hacen lo que hacen.
La frase “islamización del radicalismo” empleada por especialistas en religión musulmana como Oliver Roy (a quien no le da vergüenza admitir que no comprende el idioma en que está escrito el Corán) no es nada más ni nada menos que una idea humanista, arraigada en la intuición intelectual que pretende salvar la conciencia liberal. Una intuición en la cual los extremistas han adoptado un rechazo nihilístico de la sociedad, en una suerte de equivalencia actual a los ataques marxistas de las décadas de los años 60 y 70; ya no con El Capital como libro de cabecera sino con las sagradas escrituras islámicas. Por lo tanto, Roy considera que la ideología no tiene ninguna importancia en la motivación de los ataques y exonera a una interpretación violenta y literal del Islam de todo pecado. El especialista sostiene que gobiernos y sociedades rigurosamente seculares como la francesa han ayudado a crear un ambiente asfixiante que ha permitido que el yihadismo prospere. Por lo tanto -según su interpretación- una sociedad demasiado rígida, demasiado jerárquica, demasiado insistente para imponer una conformidad cultural a una población cada vez más diversa es la verdadera culpable de los ataques. De esta manera, y sin escalas, se apela a la máxima de convertir a la víctima en victimario sin ningún tipo de tapujos. Pero lo que Roy decide olvidar es que en otros países de Europa donde el modelo de estado no ha sido el francés (por caso, Inglaterra), también hubo radicalización y muertes y que si la interpretación extrema del Islam fuera meramente incidental, no haría falta que las fuerzas de seguridad desestructuren los debates on-line de los yihadistas o escuchar los sermones de los viernes de clérigos radicales para entender sus motivaciones.
Esta teoría deja de lado lo que pasa en la totalidad de los estados musulmanes del mundo, donde lo que Roy critica -sociedad rígida, jerárquica y opresiva- es lo cotidiano y en los cuales es imposible ejercer algún tipo de diferencia -religiosa, sexual, social- sin que eso implique ser juzgado moral y jurídicamente.
Estas hipótesis, algunas más naïf, otras plagadas de “buenas intenciones”, buscan ciertamente el no-aislamiento del mundo musulmán pero están bastante más alejadas del estudio de los hechos que arrojan un pronóstico necesario para reconocer el problema. Pero, como en el psicoanálisis, para que el problema se exprese primero hay que ponerlo en palabras; en este caso es lo que pronuncian hasta el cansancio los yihadistas pero que los regresivos “de buen corazón” evitan pronunciar: fundamentalismo islámico. Los eufemismos sólo logran un cuello de botella condescendiente sobre la cultura islámica que a veces se atreve a decretar máximas tales como que una mujer no es congénitamente libre dentro de sus sociedades por “carácter cultural”. Estas teorías benevolentes presentan a los fundamentalistas de una religión como si fueran una raza y eso sólo termina por mostrar el desprecio -camuflado como acción de entendimiento- que indirectamente se tiene por esa cultura.
A pesar de las estrategias de distracción empleadas para no llamar a las cosas por su nombre, esta más que claro que los seguidores del Estado Islámico u otras organizaciones fundamentalistas islámicas intentan imitar a los primeros salafistas (“antepasados piadosos”) en una búsqueda de la “literalidad” de la religión. Los crímenes más abyectos del Estado Islámico no son sino una versión siglo XXI de lo que los primeros musulmanes lograron bajo la guía del Profeta: la esclavitud sexual y doméstica, la masacre de no musulmanes, la pedofilia y las ejecuciones sumarias, todas ellas ciertamente adoptadas de sociedades pre-islámicas pero -al fin y al cabo- imbuidas en textos bélicos-religiosos bajo un contexto tribal beduino de hace 14 siglos.
Siempre que se sucede un ataque alrededor del mundo -principalmente en tierras denominadas occidentales- se dice que el Islam “real” no tiene nada que ver con el hecho ya que es una religión de paz y que el islamismo (o Islam político) no es violento per se, dejando implícita la idea de que un islamista moderado es simplemente aquel que no mata. Con un poco de ayuda-memoria, se puede recordar que en el actual siglo, la primera persona de alto perfil que acuñó la idea de “religión de paz” fue el ex presidente estadounidense George W. Bush cuando, a días de los ataques del 11 de septiembre de 2001, dijo: “El terror no es la verdadera fe del Islam. El Islam es paz y esos terroristas no representan la paz sino la guerra y el mal”. El filósofo Sam Harris tuvo una risueña contestación a la expresión de Bush Jr. cuando afirmó, años después: “La posición de la comunidad musulmana frente a todo parece ser: el Islam es una religión de paz y si dices que no, te mataremos”. Por su parte, el influyente teórico de la Hermandad Musulmana, Sayid Qub (ahorcado por el líder egipcio Gamal Abdel Nasser en 1964) trató de clarificar su idea respecto del Islam y la paz mucho tiempo antes: “Sí, es la religión de la paz, pero en el sentido de salvar a toda la humanidad, de adorar cualquier cosa que no sea Alá y someter a toda la humanidad al gobierno de Alá”. Por último, días atrás, la revista satírica francesa Charlie Hebdo buscó levantar el perfil de la polémica cuando puso en su tapa el dibujo de una furgoneta que se alejaba luego de dejar a víctimas ensangrentadas en el pavimento, con el título: “Islam, religión de paz… eterna”. Raudamente llegó la acusación de “islamofobia” contra la publicación -que perdió a gran parte de su staff asesinado a sangre fría por extremistas islámicos de Al Qaeda- y hasta más de uno sugirió lo conveniente de su censura argumentando que fomentaba la violencia. Situación que, con sus diferencias, fue reminiscente al momento en que grandes escritores como John Berger o John Le Carre sugirieron que Salman Rushdie se merecía la fatwa promulgada por el Ayatollah Khomeini -que premiaba con dinero su muerte- por insultar a una “gran religión”.
Si bien el recurso de denunciar la islamofobia pretende ser una técnica anti-discriminación, en su abuso se termina utilizando más como arma para silenciar a los críticos del Islam, calificándolos de hostiles hacia todos los musulmanes del mundo.
A su vez, vale destacar que la noción de islamofobia no existe en los países musulmanes porque, dentro de ellos, cualquier critica al Islam, a Mahoma, o simplemente una reivindicación del ateísmo es categorizada oficialmente como “blasfemia” con penas que van desde la cárcel hasta las sentencias a muerte. Estados nacionales donde ser musulmán es la única opción si naciste cristiano, judío o de alguna otra minoría. Pero nunca viceversa.
Sin dudas, el término “islamofobia” copia el modelo del “antisemitismo”. La diferencia, no obstante, radica en que la concepción original del antisemitismo presupone un ataque a los judíos por ser judíos, sin especificar crítica alguna a su doctrina religiosa. Con la denominada “islamofobia”, en cambio, no sólo se intenta definir los actos contra los musulmanes sino también impedir la menor objeción a la doctrina islámica en sus vertientes más extremistas. Tiene un objetivo: fomentar un victimismo que a su vez favorezca el comunitarismo, es decir, el encierro en sí mismo (bajo sus propias reglas y al margen de la ley general) de las comunidades musulmanas concernidas. Un claro ejemplo de lo acontecido es la acción del CCIF (colectivo francés contra la islamofobia) en Francia, organización que se ha convertido en poco menos que un escudo usado por islamistas para cerrar filas con su base. En consecuencia, para su director ejecutivo, Marwan Muhammad, la culpa de todas las tensiones en Europa no es el fundamentalismo religioso o los factores sociales sino la ley francesa sobre la laicidad contra el “uso del velo en las escuelas públicas”.
Asimismo asegura que la lucha contra el terrorismo en su país “sólo ha sido una excusa para atacar a los musulmanes” y que la militancia islámico fundamentalista es “una reacción emocional contra el racismo”. En el sitio oficial del CCIF es fácil percibir que el lema de la organización (“La islamofobia no es una opinión, es un delito”) produce algo menos que una confusión semántica cuando se aprecia que también considera islamófoba a la prohibición francesa del burka (manto que cubre la piel de la mujer de pies a cabeza popularizado en el último tiempo por los talibanes afganos). De este modo, el CCIF – que paradójicamente nació poco meses después que el colectivo feminista “Ni putas ni sumisas” (2002) dedicado a combatir la violencia domestica y las violaciones en masa de jóvenes musulmanes contra mujeres del mismo credo en los suburbios de inmigrantes (banlieues)- pareciera buscar la instauración en Europa de las mismas leyes contra la blasfemia que existen en todo país musulmán. Sin embargo, la crítica hacia una religión ha dejado de ser un crimen en la mayoría de los países europeos y se puede criticar al cristianismo o al Papa sin que eso signifique una expresión de “cristianofobia”. Vale recordar las palabras del vilipendiado Salman Rushdie: “El respeto por la religión se ha convertido en una frase que significa miedo a la religión. Las religiones, como todas las demás ideas, merecen la crítica, la sátira, y, sí, nuestra falta de respeto sin ningún miedo (…) Estoy en fundamental desacuerdo con aquellos izquierdistas que hacen todo lo posible para disociar el fundamentalismo del Islam. El Islam ha sido radicalizado durante cincuenta años. En el lado chiíta, por Khomeini y su revolución islámica. En el mundo sunita, esta Arabia Saudita, que utilizó sus inmensos recursos para financiar la difusión de su fanático wahhabismo. Pero esta evolución histórica tuvo lugar dentro del Islam y no afuera. Cuando el Estado Islámico ataca, lo hacen diciendo ‘Allahu Akbar’. Entonces, ¿cómo podemos decir que esto no tiene nada que ver con el Islam?”.
No se trata de criminalizar al Islam, tampoco pensar que la ideología no tiene ninguna importancia, sino comprender que hay una disputa en el seno de una religión para lograr la hegemonía dentro de ella.
Y el escenario principal de esta conflagración no es Europa sino lugares donde el Islam reina como la religión del estado y caricaturistas muchísimo más suaves que los de Charlie Hebdo son reprimidos diariamente de modo habitual. Está claro que grupos como el Estado Islámico proyectan la violencia contra las sociedades occidentales para aterrorizarlas y provocar una persecución anti musulmana. Sin embargo, luego de más de dos años de ataques sin pausa y más de 200 muertos en Europa, el plan va a fracasar y no por el extremismo de los europeos sino por su acción contraria. Mientras tanto, es preciso decir las cosas por su nombre, destacar que el “Islam político” ha sido un fracaso y asumir que necesita de un replanteamiento estructural. Mientras tanto, un interesante aporte sería dejar de pensar que el análisis del Islam radical es un ataque contra todos los musulmanes del mundo y sí, en cambio, una valiente contribución para dejar de alinear la identidad de toda una comunidad con los fundamentalistas que pretenden representarla.
*Por Ezequiel Kopel para Panamá.