Grabois, clase media y lengua popular
Con 34 años y una formación marxista con influencias católicas y peronistas, Juan Grabois lidera el Movimiento de Trabajadores Excluidos: 300 cooperativas, 300 talleres, 2 mil militantes y unos 25 mil adherentes. Compartió muchas políticas del kirchnerismo sin alinearse y eso descoloca a los interlocutores que lo enfrentan, como los periodistas Lanata y Longobardi. Perfil de un dirigente pragmático, basista y cercano al Papa, que desde el 2001 vive con un pie en la clase media y otro en los sectores más precarizados de la Argentina.
Por Andrés Fidanza para Revista Anfibia
Juan Grabois prendió la notebook, abrió Google y tecleó: Juan Grabois. Obtuvo 190 mil resultados, casi lo mismo que una figura de la farándula clase B. Una cifra altísima para un dirigente social de perfil bajo y que le escapa a las apariciones en TV. Pero ese no era el dato que buscaba. Hizo click sobre la solapa Noticias y después sobre la de Herramientas. Entró a la subcategoría Reciente y activó el filtro Últimas 24 horas. Ahí encontró lo que pretendía: las últimas repercusiones sobre su debate con Marcelo Longobardi y Willy Kohan, en el programa Cada Mañana de radio Mitre. Los periodistas lo habían llamado para echarle en cara un corte y acampe que, desde el día anterior, el 14 de marzo, un grupo de organizaciones sociales realizaba sobre la avenida 9 de julio. Ni Grabois, ni la agrupación en la que milita y fundó en 2002, el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), protagonizaban ese reclamo. Grabois lo aclaró al aire pero a los periodistas no pareció importarles demasiado.
—Todos ustedes viven de fondos del Estado —dijo Longobardi
—No, para nada —respondió Grabois.
—¿Entonces para qué van a cortar todo? ¿Para pedir qué?
—Primero, no sé quién le dijo que vamos a cortar todo. Y segundo, no vivimos del Estado. Igual que el medio al que usted pertenece y muchas otras empresas de la Argentina, tenemos distintos tipos de relaciones con el Estado. La radio a la que usted pertenece tiene pauta publicitaria del Estado, ¿eso quiere decir que vive del Estado?
—No, obviamente que no.
Después Grabois pone el ejemplo de la revista La Garganta Poderosa y el rol que cumple el “salario social complementario” que permite que sus periodistas tengan ingresos de 8 mil o 9 mil pesos según las tareas que realicen. Kohan dice que él no recibe pauta sino que trabaja en empresas que reciben pauta del Estado. Y a continuación:
—Y por supuesto no cortamos calles ni extorsionamos a la sociedad ni a los políticos para que nos pongan pauta. Así que hay una diferencia bastante importante…
—Que no corten calles, te la creo, que no extorsionen a la sociedad y a los políticos…tenemos una diferencia de visión ahí.
Un día después, Grabois volvió a googlearse, buscando nuevas notas y comentarios sobre ese cruce radial. Casi poseído, mientras leía sin parar elogios e insultos, se le presentó algo parecido a una epifanía. El mensaje no provino desde Google, sino desde el Francisco de Asís que lo gobierna y condiciona desde su interior: “Estoy mal de la cabeza, esto no lo tengo que hacer más”. Grabois escuchó esa voz y soltó la computadora de un golpe. Así, renunció a la práctica egocéntrica del auto-googleo.
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—Yo no ando loco y suelto por la vida. Tengo un montón de compañeros que me cagan a pedos, que me dicen esto y lo otro. Eso es una ventaja. Soy consciente de que la vanidad es la principal tentación de un militante. Entonces hago un ejercicio de reflexión cotidiana. Hago un esfuerzo y, cuando veo que no lo puedo resolver, pido ayuda. Por ejemplo no manejo redes sociales —dice Grabois.
Ya no maneja su cuenta de Twitter ni la de Facebook. No ve ni lee a quienes lo aplauden o insultan. No se entera. Si alguien le manda un mensaje privado “importante”, un compañero se lo reenvía y él indica qué responder. Dice que ese mundo, el de las redes sociales, te mete en una burbuja. Tampoco tiene televisión.
—¿Estoy en contra de tener tele? No, pero para mí es peligroso mirarse a uno mismo.
El tono de su voz es categoría serrucho suave. Le sale así, aunque los diez Phillip Morris que fuma por día quizás potencien el hablar rasposo. Pegado a la ventana de un bar de viejos, en la esquina de la avenida San Juan y Lima del barrio de Constitución, se administra un único café cortado con dos galletitas a lo largo de una hora y media de charla. Agarra con las dos manos. No se adivina demasiado cálculo detrás de su look desaliñado y de su estilo como cayó quedó. Tiene barba de diez días. El pelo, lacio y con raya al medio, unos cinco centímetros más corto que en la versión conocida de Jesús. La campera canguro Rever Pass le queda medio talle grande y acumula bolitas de algodón a la altura las mangas. No la compró él, como tampoco la remera celeste y el pantalón de corderoy que completan su facha en este mediodía invernal de sol. Salvo ante una urgencia, no gasta plata ni tiempo en elegir ropa. La última vez que lo hizo fue en la Saladita de Constitución, donde se compró un par de medias para irse de viaje. Y la anterior fue en un local del Trastévere, un barrio cool de Roma, minutos antes de visitar al Papa en el Vaticano. Se había olvidado el cinturón y el jean se le caía.
—Me cuesta entender el atractivo que genera la ropa en la cultura popular. Comprendo más el tema de las adicciones, de la violencia y la necesidad de guita. Además los pibes quieren la marca posta, no la trucha. Y no es que se note o que camines mejor. Evidentemente las campañas de marketing están bien orientadas.
A Grabois la ropa le llega por dos vías: papá y mamá. Divorciados hace más de diez años, él le lleva bolsas de camperas, remeras y pantalones con poco uso, pero que en general le quedan grandes. Ella le compra ropa de su talle.
Roberto “Pajarito” Grabois es un mítico militante peronista, fundador en los sesenta del Frente de Estudiantes Nacionales. La FEN fue una agrupación que facilitó el salto de muchos universitarios desde la izquierda hacia el peronismo. De origen judío, y por aquella época estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, “Pajarito” viró desde el guevarismo al peronismo ortodoxo, sin llegar a ser parte de Guardia de Hierro. La mamá de Juan Grabois es Olga Gismondi, una pediatra recibida en la Universidad Católica de Córdoba y jubilada hace dos años. Desde que era chico, o al menos desde el kilómetro cero de sus recuerdos, Grabois mantuvo una relación fría y trabada con los padres. En los últimos años, sin embargo, hizo las paces de facto. Y así el vínculo se entibió, incluyendo el actual ritual de la ofrenda de ropa.
Según una información que circuló en julio de 2017, la madrastra de Grabois había sido una figura atada a la corrupción noventista: Matilde Menéndez, la ex interventora del PAMI durante el menemismo. Grabois afirma que nunca en su vida conoció a Menéndez. La ex funcionaria fue pareja de su papá, pero unos 13 años antes de que Grabois naciera.
—Tiene que ver con la idea de la posverdad. Es algo así: yo se que lo que estoy diciendo es mentira; y vos sabés que estoy diciendo una mentira. Pero como más o menos estamos de acuerdo en que Grabois es un hijo de puta, no nos importa —dice Grabois.
En el bar de Constitución se lo escucha un poco más calmo que en el rol de polemista que desarrolló estos últimos meses. Si bien Grabois se destaca por lo calentón, un rasgo señalado por todo el que lo haya tratado más de tres veces, logra algo muy difícil cuando queman las papas del debate: que la indignación no lo saque de foco ni desborde su hilo argumental. De visitante y en franca minoría, más allá de cómo se juzgue el resultado final, lo consiguió contra el dúo Longobardi-Kohan y también contra Jorge Lanata.
—Si no existiera Lanata, habría otro. Son una nueva clase moralistas inmorales. Marcan la moral social desde la impunidad que les da decir: ‘Miren que yo soy un inmoral’. Entonces critican el autoritarismo y la violencia, pero son violentos y autoritarios.
Lo dice unas semanas después de la discusión que mantuvo con Lanata y su equipo, a raíz de la difusión de un informe televisivo sobre un nene de 11 años conocido como El Polaquito. El cruce tuvo momentos como este:
—La intervención con el chico la hacemos desde que tiene 8 años, de la manera que podemos —dijo Grabois.
—Ah, es un éxito… Desde los 8 años y el pibe está así —dijo Lanata
—Pero obvio que no tenemos éxito. Somos absolutamente fracasados, pero aun así lo intentamos.
Tras aquel cruce con Lanata, viralizado en las redes, sus compañeros del MTE resolvieron que Grabois se corriera del foco mediático por algunos días.
—Lanata fuma en un estudio de radio con diez personas. Y si les hace mal, se tienen que joder porque yo soy el rey de la televisión y hago lo que se me canta. Vivo como un rey comprando propiedades en el exterior, pero critico a los que hacen lo mismo. Porque se supone que yo la gané bien y los otros la ganaron mal. Son inmorales moralizantes, transgresores integrados al sistema.
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Grabois tiene 34 años. En ese lapso acumuló decenas de sanciones escolares por mal comportamiento, un historial bullying en su contra, peleas con maestros y directores y una sucesión de rebotes por seis colegios. A los 19 años se casó con la que era su novia desde los 16, compañera de colegio en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza, El Ilse, que para la clase media porteña rankea cerca del Colegio Nacional Buenos Aires o el Pellegrini. Tuvieron tres hijos: una adolescente de 13 y mellizos de 5. Se recibió de abogado en al Universidad de Buenos Aires (UBA) y de Licenciado en Ciencias Sociales en la Universidad de Quilmes. Tuvo trabajos proletarios: recuerda con precisión sus días atendiendo llamadas de España en un call center llamado Escala Sur. Más tarde obtuvo un cargo docente en la facultad de Derecho de la UBA.
En el camino convirtió su profesión de abogado en otra forma de militancia, a la pesca de una suerte de jurisprudencia social. Es un denunciador serial en causas ambientalistas y referidas al derecho a la tierra. Por ejemplo: las que ahora mismo le impiden al magnate Joe Lewis, amigo de Mauricio Macri, avanzar con la construcción de una represa hidroeléctrica cerca de El Bolsón. Además es abogado de la rectora del colegio Mariano Acosta, Raquel Papalardo, quien fue cesanteada por el gobierno porteño y denuncia una supuesta persecución ideológica en su contra.
Pero a Grabois se lo conoce por su rol como organizador de las cooperativas de cartoneros y por su amistad con el Papa Francisco.
Después de haber pasado los últimos tres años en San Martín de los Andes, la familia vive ahora en un chalet californiano venido a menos, ubicado en un barrio obrero de la localidad de Boulogne. La casa está en la zona pobre del partido más rico del conurbano bonaerense: San Isidro. Se trata de una metáfora, esas que abundan en la biografía de Grabois, sobre la tensión que existe entre sus dos vidas: la que hubiera tocado y la que finalmente eligió. ¿Es un chico rico que tiene tristeza?, como le dijo Lanata.
—Mi familia tenía una buena posición económica, pero yo no. Y tengo un poco de tristeza, como me imagino que tenemos todos.
Su formación política, por su historia familiar y su propio recorrido, es de base marxista con influencias católicas y peronistas. Atravesó los 12 años de kirchnerismo sin haber dado muestras concretas de alineamiento y sumisión. Al menos no en la medida que exigían los funcionarios del gobierno anterior. A pesar de haber apoyado algunas de sus políticas generales, era visto con desconfianza por los ministros y funcionarios de terceras líneas. En el ministerio de Desarrollo Social lo consideraban un paria, un soberbio o algo peor. Sus enfrentamientos con dos próceres del ciclo K, como el periodista Horacio Verbitsky y el ex juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, agigantaron esa fama de enfant terrible.
Son esas cucardas las que, al momento de las actuales razzias ideológicas, le permiten cuestionar al macrismo sin ser encasillado como kirchnerista.
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En el 2001, unos meses antes de que el presidente Fernando de la Rúa abordara un helicóptero en el techo de Balcarce 50, Grabois abandonó la casa paterna. Cambió un departamentazo con vista al Botánico por un dos ambientes mínimo en la esquina de Bulnes y Cabrera. Tenía 18 años y le daba clases particulares a un grupo de alumnos de la escuela ORT. A la noche, la esquina de su nueva casa, ubicada en el límite de los barrios de Almagro y Palermo, se llenaba de cartoneros. Llegaban familias enteras arriba de camiones desvencijados. El trabajo de revolver y separar la basura todavía era ilegal, a pesar de que lo ejercían más de 120 mil personas solo en la Capital. Junto a dos amigos, Grabois les llevaba mate cocido y panchos a los de su esquina. En pocos días se ganó la confianza de algunos referentes. Los visitó en sus casas, en villas porteñas y del conurbano. Con horas de charla encima, tradujo la situación precaria de los cartoneros en una agenda de reclamos: pecheras, subsidios, camiones, guarderías y la legalización de la actividad.
Siete meses más tarde, 15 personas fundaban el Movimiento de Trabajadores Excluidos. En 2002, en parte gracias al empuje del MTE, la Legislatura porteña sancionó una primera norma que los sacaba de la marginalidad formal. Ya bajo la gestión de Mauricio Macri como alcalde, a partir del 2007, se consolidó el reconocimiento hacia los cartoneros, organizados en cooperativas. “Después de un primer impulso represivo, se pudo negociar bien porque tocaron interlocutores lúcidos del otro lado. Antes Aníbal Ibarra no nos había dado ni una vaso de agua”, recuerda Grabois.
Mientras derriba prejuicios instalados a izquierda y derecha, abre la ventana que da a la calle Atuel para fumar. Grabois está sentado en el primer piso de un galpón que alquila el MTE en el barrio de Parque Patricios, donde trabajan unas 40 personas, repartidas entre dos cooperativas y talleres: de estampado, serigrafía, producción de vasos de plástico y reciclado de cartón.
Unos 15 años después de aquel arranque precario, el MTE excede largamente el rubro de la basura y el papel. Desde aquella aventura surgida desde el fondo de la olla de la historia argentina, del mate cocido con panchos en una esquina, de la camaradería construida en base a pequeños gestos, del avance lento sobre la desconfianza del pobre, el Movimiento de Trabajadores Excluidos levantó cabeza. Lleva armadas 300 cooperativas con autonomía organizativa y financiera, más otros 300 talleres, merenderos y comedores. Suma dos mil militantes y unos 25 mil adherentes a las cooperativas y grupos rurales. Y una cosa más: en 2011, entró al paraguas de la CTEP, una especie de CGT de los trabajadores precarizados. Grabois fue su principal ideólogo y fundador en el año en que Cristina Kirchner fue reelecta. El objetivo de la Confederación era dar una representación (intentarlo, al menos) a mutualistas, cooperativistas, recicladores, vendedores ambulantes, feriantes, artesanos, agricultores familiares y demás cuentapropistas subempleados. Un universo que, según cálculos conservadores, incluye a más de 3 millones de argentinos y argentinas.
A pesar de haber sido fundada en tiempos kirchneristas, la CTEP parece haber acumulado mucho más poder y protagonismo bajo la presidencia de Macri. El descenso obligado de La Cámpora y otras organizaciones –con menos capacidad de movilización que hace dos años- es sólo uno de los motivos de su actual fortaleza. El otro se originó en 2007, a partir de un llamado telefónico: el del entonces cardenal Jorge Bergoglio a Grabois. Casi no se conocían. Grabois le había mandado una carta, invitándolo a una movida callejera titulada Por un sociedad sin esclavos ni excluidos. “No puedo ir, pero vení a verme”, le contraofertó Bergoglio por teléfono.
Hubo buen feeling desde el primer encuentro, y a partir de ahí las reuniones se empezaron a repetir. Cuando Bergoglio ascendió a Francisco, la relación entre ambos se volvió una leyenda de la política. Un mito que, sin buscarlo, Grabois alimenta al mantener una reserva extrema sobre el contenido de sus charlas.
A Grabois, el aura papal le abre las puertas más diversas de la política. Y a su vez le da carta blanca para mostrarse como es: basista y pragmático, colgado, provocador y muy frontal.
“Ahhhh, vos sos Ponte el de ‘comer y descomer’. Estás loco, ¿cómo vas a decir eso? Desde un punto de vista cristiano te lo digo”, le reprochó al secretario de Empleo, Miguel Ponte, el día que lo conoció. Fue al inicio de una reunión en el Ministerio de Desarrollo Social, entre Ponte, Grabois y algunos funcionarios más. Se refería a una declaración radial de Ponte, a su vez ex CEO del grupo Techint, quien había dicho que contratar o despedir trabajadores debía ser para las empresas tan natural como “comer o descomer”.
Así, el guiño vaticano le amplía los límites de los posible, tanto en lo personal como en lo político, si es que esa diferencia existe. La banca papal, sumada al contexto de crisis y a la presión que ejercen las organizaciones sociales en la calle (con la CTEP, Barrios de Pie y la Corriente Clasista y Combativa a la cabeza), facilitó la sanción de una Ley de Emergencia Social en diciembre de 2016. Esa medida regirá hasta el 31 de diciembre de 2019. Y en la práctica implica que el Estado repartirá 30 mil millones de pesos, a lo largo de tres años, a los trabajadores de la economía popular.
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Grabois es un lector habitual de ficción. Lo último que leyó es El simpatizante. El libro cuenta la historia de un vietnamita que vive en los Estados Unidos. El protagonista fue un espía infiltrado durante la guerra de Vietnam. Escrita por Viet Thanh Nguyen, autor vietnamita, la novela pone la lupa sobre ese doble agente, un poco tironeado entre sus ideales y la obligación de traicionar a su círculo más cercano.
—Es algo que nos pasa a los militantes de clase media y que tenemos un compromiso cotidiano con los sectores populares. La mitad de nuestra vida es en el subsuelo de la patria y la otra mitad se divide entre la superficie y el piso de arriba, el primer decil de la sociedad. Porque ahí arriba tenés un tío, un hermano o un amigo.
—¿En qué situación te sentís un simulador?
—En el primer decil, si es que no estoy con gente que quiero mucho, como mis amigos del colegio y la infancia, que por suerte son muchos.
Grabois conoce el espectáculo de las miserias humanas. Las conoció de primera mano: a las que son propias de la riqueza, de la pobreza y de la mitad de tabla. No las infla, ni las niega. Al menos no adrede. Y no hace un elogio a sobre cerrado de la marginalidad. Al contrario, por momentos describe sus paisajes y actitudes con total crudeza. Hace casi cuatro años, desbordado por su rol de militante full life, estuvo a punto de caer en una depresión oscura. Para evitar el derrumbe personal, se fue a vivir a la Patagonia con su familia.
—Había estado muchos años con un nivel de inmersión grande en la violencia cotidiana del territorio, de la cooperativa, y ya estaba medio hinchado. No lo podía manejar con la tranquilidad que se le debe exigir a alguien que no vive dentro de esa violencia cotidiana, sino que eligió meterse en ese mundo. A la segunda o tercera vez que me dieron ganas de darle un bife a un pibe medio zarpado, dije basta.
—¿Qué te había saturado?
—El sector más golpeado por la exclusión se la agarra con el que tiene más cerca. Y frente a una situación de quilombo, no está Carolina Stanley. Está Juancito. Y vos le decís: ‘ahora no puedo resolverte el problema, pero organicémonos’. Y te responden: ‘No, resolvémelo. Si vos podés, si vos salís en la tele, si vos sos amigo del Papa, ¿cómo no vas a poder resolver que no haya luz en el barrio?’. Y la verdad es que no puedo, flaco. Y yo también me quiero matar por eso.
A fines del año pasado, decidió que era momento de volver. Ya no podía seguir pivoteando entre la Capital y San Martín de los Andes. El debate alrededor de la Ley de Emergencia Social, con sus roscas y lobbys de rigor, lo empujaban hacia Buenos Aires, incluso en contra de su voluntad. Cuando un funcionario de Desarrollo Social se enteró de la noticia sobre su posible regreso, lo llamó al celular. Confianzudo, el dirigente macrista le preguntó: “¿Así que te venís nomás?”. Grabois contraatacó: “Vengo para asegurarme de que van a gastar hasta el último centavo de esa ley”.
*Por Andrés Fidanza para Revista Anfibia.