Ella lo miraba
Por Ernesto Temuis para La tinta
De tan mala calidad eran los fierros que se doblaban. Intentaba hacer palanca en un exacto lugar que los quebrara. Después de forzarlos de mala manera, por unos minutos, notó que se había formado un hueco entre la pared y la reja, que permitía que su torso pasara. “Chomazas estas rejas”, le dijo a la Pitu, sonriendo, mientras ella lo observaba descolgarse por la pequeña ventana.
Le gustaba salir con ella, era inteligente. Mucho más que él. Y hacía las cosas en silencio. Un silencio en la que era mucho más sensual todavía. Sólo que aún lo miraba como a un niño. No es que no hubieran estado, y la pasaron bien juntos, pero ella seguía mirándolo como a un niño.
Se descolgó de dos metros sin problemas, pero la oscuridad no le permitió ver una mesada a la que terminó dando con las costillas. Respiró profundo, hacia adentro, una bocanada de dientes apretados. Tragó el agudo dolor del costado. Ya habría tiempo mañana para que le duela. Desde abajo, en silencio, ayudó a la Pitu a descolgarse.
Comenzaron a recorrer en penumbras, seguros por un dato, que tendrían más de dos horas para trabajar tranquilos.
Ya un par de veces habían salido juntos. Tenían lo mejor de las parejas: no necesitaban hablar para entenderse. Tanto, que la primera vez que estuvieron desnudos, él recién habló preguntando si tenía un forro. Si traía. Sabían qué hacer y lo hacían bien cuando estaban juntos.
Hicieron todo muy rápido y prolijo. Nunca le gustó dejar los lugares destruidos. Si podía, no le hacía daño a nadie. No le gustaba. Lo que sí le gustaba, lo que excitaba una parte de él que sólo ella conocía, era verla trabajar segura, hermosa y convencida. La quería. por primera vez quería a una mujer. Sabía que ella lo quería también. De hecho, el día que salió lesionado en aquella semifinal, mientras lloraba por la impotencia y el desgarro, ella se lo había dicho. Le dijo que lo quería y que jugaría muchas finales. Él le creyó.
Se la cruzó en un pasillo mientras terminaban. Él se acercó como para decir algo. Su mano le subió un poco la remera, mientras le acariciaba la cintura. Besó su cuello y un corto suspiro le demostró en ella la duda. “Después” lo interrumpió ella y lo miró con esos ojos que adoraba, pero que lo hacían sentir como un niño. Estaba tranquilo. Sabía que en la Pitu “después”, era una promesa.
Antes de salir vió en el living una WI. A él le gustaba, pero fue en su hermano en quien pensó. Adoraba jugar con esas cosas. Sólo que su madre iba a retarlo. Le diría que con ese aparato seguro no terminaba la escuela. Pero Juan seguro la iba a terminar. No porque quisiera, sino por los del club, que si nó, no te pasaban a la cuarta. Su hermano era muy bueno a la pelota como para no llegar a la cuarta. Cuando cargó la WI, recordó la mirada de su madre mientras lo retaba. Era la misma de la Pitu. Lo miraban como a un niño. La quería.
Detrás del televisor, mientras desconectaba la WI, encontró una llave. Debía ser la de la entrada. “Salgamos por acá Pitu”, le dijo en susurros, señalando la puerta de entrada. “¿Vos decís?”. preguntó ella mientras caminaba hacia él. “Pruebo yo, aguantame”, le dijo, mientras comprobaba que la llave era de la puerta que daba a la calle.
La calle estaba a oscuras, nadie vería nada. En la entrada, en algo parecido a un zaguane, ataron bien las bolsas. “Salgo yo”, dijo la Pitu y empezó a caminar en dirección a la calle. Antes de empezar a correr detrás de ella, escuchó la voz conocida, esa que les pasó el dato. “¡Quedate quieta hija de puta que te bajo!”. Cuando pisó la vereda, pudo ver el patrullero con las luces apagadas, la Pitu contra la pared y el cana de la subcomisaría que les entregó la casa apuntándole. “¿Qué hacés loco? ¿Qué te pasa?”, le dijo sin gritar. Todavía no había vecinos en las ventanas y la cosa podía calmarse. “Te vamos a dar lo tuyo, ¿qué te pasa?”, le preguntó levantando una mano como intentando tapar el arma. “Nos cagó”, dijo la Pitu con la voz quebrada. Siempre supo ver las cosas antes que pasen. “A vos nó pendeja, vos andate”, le dijo sin mirarla. Ella se mantuvo inmóvil.
Fue corto el silencio antes del disparo en el pecho, que lo tiró al suelo. Antes del dolor, empezó a sentir que le faltaba el aire. Cuando abrió los ojos, tenía la mirada de la Pitu sobre él. Le agarraba fuerte el hombro y lo miraba. Lo quería y lo miraba como a un niño. Él recordó la última vez que entraron a una casa y sonrió, recordando la locura de la Pitu. Apuntando al dueño de casa le había dicho “déjenos sonreir, no le haremos daño”. Lo último que pensó fue que ella tenía razón, tendrían que haber salido calzados.
*Por Ernesto Temuis para La tinta. Fotografía: Diego Levy.